El hombre al que todos llamaban Carlos sabía que el mar helado que contemplaba era únicamente la imagen de un sueño, que poco a poco iba apagándose, y sabía también —porque se lo recordaba una de las voces de su conciencia— que debía levantarse del sofá donde estaba echado y acudir cuanto antes al salón del hotel para ver allí el partido de fútbol que a las nueve de aquel día, 28 de junio de 1982, iban a jugar las selecciones de Polonia y Bélgica. Pero el mar que veía en su sueño atraía a la zona de su cerebro que seguía ajena a los dictados de su conciencia, y esa zona libre le sugería no abrir los ojos, no moverse, no despertarse del todo, disfrutar de la agradable sensación de caída que se iba apoderando de él y que le convertía en una roca abocada a chocar con la capa de hielo y desaparecer bajo las aguas. Sin embargo, al final no hubo contacto con el mar. Se acercó, sí, hasta el extremo de ver algunos peces envueltos en vapor y nadando por entre las brechas del hielo, pero inmediatamente después las imágenes de su sueño cambiaron, y la roca se convirtió en un gran murciélago que sobrevolaba aquel mar, un mar que ahora, desde una mayor altura, parecía una planicie blanca.
Se arrellanó en el sofá y se acomodó de espaldas a una ventana en la que todavía daba el sol. No quería despertarse, quería retener las imágenes del sueño y ser fugazmente aquel gran murciélago, experimentar por un instante la ingravidez y la impresión de no ser él mismo. Además, aquel deseo suyo se veía reforzado por la música de una orquesta que, sonando en algún punto remoto de la planicie blanca, añadía dulzura a aquellas imágenes ya de por sí dulces.
Su deseo no se cumplió. Sobre la música de la orquesta se impuso la pregunta que una mujer dirigía a un paleontólogo llamado Ruiz Arregui, y ese detalle —los apellidos vascos le llamaban la atención desde que vivía en Barcelona— le hizo abrir los ojos y volver a la realidad. Vio ante sí un televisor de dieciséis pulgadas, y en la pantalla un joven de gafas, el paleontólogo, respondiendo a la presentadora del programa:
«No, por supuesto. Ya sabe usted que es imposible que existieran pterodáctilos en la costa vasca. Y además, en caso de haber existido, no hubiesen podido volar, porque esos saurios, como todos los saurios actuales, eran poiquilotermos, es decir, que no eran capaces de regular su temperatura corporal. ¿Qué significa esto? Pues que hubieran permanecido aletargados entre los hielos y que de ninguna manera hubiesen podido volar.» «Sí, es cierto —admitió la presentadora sonriendo—. No podía haber pterodáctilos en la época que hoy estamos considerando, ya que esos saurios desaparecieron de la superficie terrestre muchos millones de años antes. Y tampoco ha sido muy acertado el calificativo de murciélagos que yo les he dado antes, ya que en absoluto se trata de un pájaro, sino de un reptil. Así que, resumiendo, esto es lo que deben recordar los amigos que ahora mismo están al otro lado de la pantalla: que el pterodáctilo era un reptil, un saurio, y que desapareció de la faz de la Tierra muchísimo antes de que el hombre empezara a vivir en cuevas».
Se trataba de un programa de divulgación cultural, y tanto a la presentadora como al paleontólogo les costaba mantener una conversación fluida. Algo decepcionado al conocer el origen trivial de su sueño, Carlos miró el reloj. Faltaba media hora para las nueve; media hora, también, para que comenzara el partido que Boniek, Lato y sus compañeros iban a disputar contra los belgas. Lo transmitían por la otra cadena.
«Actualmente Boniek es una personalidad en el mundo del fútbol», leyó Carlos en el periódico deportivo tirado sobre la alfombra. Sus ojos habían tropezado con el artículo nada más abandonar la pantalla. «Se le valora enormemente, se le aprecia y, como hemos tenido ocasión de comprobar en Barcelona, se le idolatra. Además, sus compañeros de equipo le tienen mucho respeto, pues en Polonia nadie olvida su gesto a favor del portero Mlynarczyk el día en que éste se presentó en el aeropuerto de Varsovia completamente embriagado. Los directivos de la Federación quisieron impedir que Mlynarczyk hiciera el viaje, pero Boniek amenazó con que en tal caso él tampoco cogería el avión, y todo acabó arreglándose.»
Sus ojos volvieron a moverse, esta vez hacia un periódico de información general que también estaba sobre la alfombra. «Angustiosa situación de los palestinos de Beirut. ETA niega haber colocado la bomba que hirió gravemente a un niño», leyó entonces. Eran las noticias más destacadas.
Aunque los días verdaderamente calurosos del verano todavía quedaban lejos, la temperatura del apartamento era superior a los veinticinco grados. Sin levantarse del sofá, Carlos estiró los brazos y abrió la ventana. Después, cuando consiguió que la brisa de la tarde le diera de lleno en la cara, volvió a quedarse completamente quieto, como quien tiene dolor de cabeza y teme el menor movimiento: no quería pensar, no quería que la impresión producida por las imágenes del sueño se disipara ante la llegada de las nuevas imágenes que, tras la lectura de los titulares del periódico, pugnaban por tomar forma en su cerebro. Así, cerró los ojos y se concentró en el estridor que le llegaba desde el otro lado de la ventana; un sonido regular y metálico, el eterno sonido de unos insectos que parecían estar allí desde siempre y para siempre. A él le gustaba que, efectivamente, estuviesen allí, lo mismo que le gustaba que los hijos del cocinero sacaran sus Montesas o sus Derbys de montaña y se pusieran a dar vueltas por los alrededores del hotel sin preocuparse de poner sordina a los tubos de escape. Todos los ruidos monótonos le tranquilizaban. Más aún, se dormía escuchándolos. Sin embargo, aquel día eso no era posible, no podía abandonarse al deseo de dormir. Tenía que despejarse y bajar al salón del hotel para cumplir su compromiso de ver el partido con el resto de los socios y de los empleados del hotel.
Con la indolencia propia de quien acaba de despertarse, Carlos se dejó llevar por el sonido de los insectos. Sí, la regularidad era agradable, y beneficiosa además para la vida; no sólo para la vida física, para el buen funcionamiento del estómago y los intestinos, sino también para la vida anímica. Quien era capaz de hacer lo previsto a las horas previstas, quien tenía la buena suerte de pasar los meses y los años sin sobresaltos, tenía garantizada una vida aceptable. Sí, allí estaba el secreto, en la regularidad. Era algo que solía repetir su hermano, que la regularidad ayudaba a salir de las situaciones difíciles, que era como la arena que se coloca bajo la rueda cuando ésta resbala en el hielo.
«No puede decirse que a él le sirviera de mucho. Si no me equivoco, Kropotky está ahora en un sanatorio psiquiátrico», oyó entonces en su interior. Carlos hizo una mueca de disgusto: a pesar de su costumbre de escuchar voces, a pesar de ser ése el sistema que utilizaba para hablar consigo mismo desde los tiempos de la cárcel, no podía identificar al personaje que acababa de hablarle. Desde luego, no era como otros que también habitaban en su interior, personajes que correspondían a gente conocida en el pasado y que siempre comparecían como los actores de un teatro, con una voz acompañada de figura y rostro. A veces tenía la impresión de que se trataba de una especie de rata que había ido creciendo entre sus vísceras sin más objetivo que el de mortificarle.
Carlos se levantó del sofá y se puso a mirar por la ventana tratando de ahuyentar el comentario que la voz de rata había hecho acerca de su hermano. Afuera, todo hablaba de la proximidad de la noche: las farolas que rodeaban el hotel tenían ya el filamento incandescente, y un murciélago diminuto, muy diferente al de su sueño, revoloteaba alrededor de una de ellas; un poco más allá, la oscuridad se iba condensando como los posos de un líquido en el fondo de una botella, y los olivos y los almendros que ocupaban la falda de la colina iban perdiendo identidad y confundiéndose con el matorral que cubría la mayor parte de la zona; aún más atrás —a unos trescientos metros del hotel, en la carretera de Barcelona—, las intermitentes luces de la gasolinera habían comenzado ya a emitir destellos de color rojo y azul; al fondo, al final de todas las luces, Montserrat no parecía una montaña, sino una muralla gris. Sí, anochecía como cada día, regularmente, al ritmo de siempre. Una hora después, cuando oscureciera del todo, la montaña se volvería invisible, y la iglesia del pueblo al que administrativamente pertenecían el hotel y todas las urbanizaciones de la zona quedaría iluminada. Luego llegaría el turno de los insectos, que se dormirían, y más tarde el del tráfico, que disminuiría hasta desaparecer del todo. El silencio sería entonces completo, y sólo las luces azules y rojas de la gasolinera se mantendrían en movimiento hasta la mañana siguiente, dando la sensación de que la vida continuaba y de que había alguien que la vigilaba.
Carlos volvió a sentarse en el sofá y empezó a calzarse las zapatillas. Lo que acababa de ver desde la ventana era el escenario de su destierro, eran montañas, casas y caminos que poco tenían que ver con las montañas, los caminos y las casas que él verdaderamente amaba; pero de cualquier modo era un lugar lleno de regularidad, y le ayudaba mucho, apaciguaba a aquella Rata que vivía en su interior y que le mortificaba. No sabía qué le podía deparar el futuro, pero fuera lo que fuese, incluso en el peor de los casos, nada podría achacarse a aquel lugar.
«Pues yo creo que sí. Aparte de Altamira y Lascaux habrá pocas cuevas tan valiosas como Ekain. Por una parte, contiene pinturas de gran calidad, y por otra, es un yacimiento muy rico. En Ekain se han encontrado abundantes vestigios, tanto paleolíticos como neolíticos.» En la pantalla del televisor se veía ahora un mapa que mostraba el golfo de Vizcaya y los territorios que lo bordean. Un punto rojo, muy próximo a la costa, señalaba el emplazamiento de la cueva. Instantes después, el mapa había desaparecido y el punto rojo se había convertido en una roca mojada por la lluvia y cubierta de musgo.
Carlos se concentró en la pantalla. El plano se iba abriendo, y a la roca le sucedía un bosque de hayas, y a éste la cima completamente verde de una montaña. En el horizonte, después de otras muchas cimas —que ya no eran verdes, sino azules—, aparecía la línea luminosa del mar. Como el murciélago de su sueño, la cámara sobrevolaba ahora los montes, caminos y casas que él más quería. Ahí están mis montañas, ahí están mis valles. Sin ningún esfuerzo, su memoria ponía letra a la canción popular que, en versión de orquesta, servía de banda sonora a las imágenes: Ahí están mis montañas, / ahí están mis valles, / las casas blancas, / las fuentes, los ríos. / Estoy ahora en la frontera de Hendaya / con los ojos muy abiertos. / Oh, País Vasco...
Carlos marcó un número interior del hotel, el diecisiete. Colgó, y marcó por segunda vez.
—¿Estáis viendo la televisión? —preguntó después de que contestaran su llamada—. Pues poned la primera cadena y podréis ver un poco de nuestro país, la costa de Zarauz y toda esa parte. Al fin y al cabo, lleváis más de quince días fuera de allí. Seguro que ya sentís nostalgia.
Hacía más de un año que Carlos no pisaba la tierra que mostraba la televisión, y su referencia a la nostalgia pretendía ser una broma. Pero la mujer que estaba al otro extremo del hilo no captó su intención, o no quiso.
—De acuerdo, ahora la ponemos. Pero lo que de verdad echamos en falta es la comida. Estamos hasta el culo de tanta conserva —dijo. Su tono era de fastidio.
—La felicidad completa es imposible —dijo Carlos antes de cortar la comunicación. Luego volvió a concentrarse en la pantalla.
Acompañando a las imágenes, el paleontólogo hacía un comentario sobre la personalidad de las gentes que habían vivido cuarenta mil años antes en la zona de la cueva. Según afirmaba, tenían costumbres curiosas, de las cuales quizá la más llamativa era la de recoger moluscos, pero no moluscos comestibles, sino los de conchas bonitas y coloreadas que únicamente les servían para adornarse; por ejemplo los de la especie denominada Nassa reticulata. Además, había que tener en cuenta que el mar no se encontraba, en aquel entonces, en el mismo lugar que en el siglo XX, sino mucho más lejos, por lo menos veinte kilómetros más atrás, y que la temperatura en el golfo de Vizcaya tampoco era la que se disfrutaba aquel verano, sino de cuarenta grados bajo cero por lo menos. Con lo cual, ¿no era asombroso que aquellos hombres y mujeres de hacía cuarenta mil años sintieran semejante necesidad de adornarse? ¿No era significativo que se tomaran tanto trabajo y corrieran tantos peligros simplemente para poder lucir un collar de conchas?
Cuando el paleontólogo terminó ya habían pasado las imágenes de las montañas verdes o azules que rodeaban la cueva, y también las de los caballos y bisontes de su interior. En la pantalla no se veía más que el rostro un poco tenso de la presentadora. El paleontólogo se había extendido en sus explicaciones. El programa debía terminar inmediatamente.
«Entonces, podemos decir que eran tan sofisticados y caprichosos como nosotros —comentó—. Y ahora, a toda prisa porque se nos está acabando el tiempo, les mostraremos en el mapa el emplazamiento de algunas otras cuevas de la costa norte donde también pueden verse las pinturas de nuestros antepasados. Si en las vacaciones de este año desean combinar la cultura y la diversión, no se olviden de visitarlas. Es cierto que ir al País Vasco resulta cada vez más, más...».
«Cada vez más complicado, desde luego —dijo el paleontólogo saliendo en ayuda de la presentadora—. Los atentados que últimamente han tenido lugar allí no ayudan en nada al turismo que proponemos nosotros».
«Sin embargo, tampoco debemos ser alarmistas. Eso sería hacer el juego a los que no conocen otro lenguaje que el de las bombas y las metralletas», añadió la presentadora.
Carlos cerró los ojos e hizo un esfuerzo por imaginarse a los hombres y mujeres que cuarenta mil años antes habían vivido casi en completa desnudez pero preocupándose de hacer dibujos en las paredes de las cuevas o de llevar collares hechos con las conchas de Nassa reticulata, en primer lugar porque la imagen —al igual que el mar helado de su sueño— le resultaba agradable, y luego, sobre todo, porque presentía que la anécdota no era trivial, sino que encerraba una enseñanza, algo que quizás él debía aprender cuanto antes. Pero los nombres que en aquel momento figuraban en el mapa que había vuelto a aparecer en la pantalla —Biarritz, Zarauz, Guernica, Bilbao— despertaron a la Rata de su interior, y su memoria, lejos de ayudarle en su intento, empezó a mostrarle imágenes —angustiosas, desagradables— de su propio pasado. Carlos vio la plaza mayor de Zarauz con su quiosco de la música en medio, y a continuación una calle retorcida en la que había un cine. Una vez en el cine, los recuerdos puestos en movimiento por la Rata se agudizaron, y su espíritu —«su cuerpo astral», como habría dicho su hermano Kropotky— siguió viajando, primero hasta la sala de proyección del cine, y luego de allí a una habitación sin ventanas —una «cárcel del pueblo»— que había bajo la sala. Desde un camastro de la habitación, el empresario que él había secuestrado le miraba como diciendo: ¿Qué va a pasarme? ¿Qué me vais a hacer?
El teléfono empezó a sonar, y Carlos alargó el brazo para cogerlo. Sin embargo, vaciló antes de contestar, porque su espíritu —«su cuerpo astral»— siguió volando y molestándole con imágenes del pasado: voló primero hacia Biarritz, donde Carlos se vio a sí mismo con veintitrés años, sentado en una butaca del cine Daguerre y viendo una película pornográfica con su mejor amigo de entonces, Sabino; voló después hacia Guernica, donde volvió a verse, pero esta vez con aspecto de adolescente y escuchando las palabras que su hermano dirigía desde una tarima a la muchedumbre reunida en una plaza. Con la seguridad y la arrogancia que siempre le habían caracterizado, Kropotky —la escena le avergonzaba a Carlos— recitaba un viejo poema inglés que se había elegido para cerrar el mitin del Día de la Patria Vasca: ¡Árbol de Guernica! ¿Cómo floreces en esta era de destrucción? ¿Qué esperanza, qué caricia traen el sol, las leves brisas venidas del mar Atlántico, el rocío de la mañana, la dulce lluvia de abril?... Kropotky recitaba cada vez con más ímpetu, él se sentía cada vez más avergonzado.
Consiguió al fin que las imágenes suscitadas por la Rata desaparecieran de su mente, y se acercó el auricular del teléfono. Primero oyó la tos de Ugarte, y a continuación voces de gente que discutía de fútbol. La llamada provenía del salón del hotel.
—¿Se puede saberr qué hace uno de los dirrectivos de este hotel sin bajarr al salón donde todos vamos a verr el parrtido? O mejorr dicho, ¿se puede saberr qué hace uno de mis socios sin prresentarrse en la fiesta de frraterrnidad entrre la patrronal y los trrabajadorres? —preguntó Ugarte. No era exactamente un histrión, pero llevaba años sin hablar en un tono normal. Vociferaba, subrayaba dos o tres palabras por frase, y sobre todo, siempre imitaba a alguien.
Al otro lado del teléfono, destacándose sobre las voces que discutían en el salón, el comentarista del programa deportivo informaba de la lesión que Pfaff, el portero titular de Bélgica, había sufrido en un entrenamiento y que probablemente le impediría jugar aquel día. Carlos miró su reloj. Faltaban veinte minutos para que diera comienzo el partido entre los polacos y los belgas.
—Ahora mismo voy. En cuanto me ponga las zapatillas —dijo a la vez que apagaba el televisor.
Tenía una hermosa voz, modulada como la de un actor, pero educada no para expresar la mínima alteración de humor o de estado anímico, sino para lo contrario, para no dejar traslucir nada, ni un temor, ni una duda, ni una preocupación. Como otras muchas características de su personalidad, aquella voz que no manifestaba nada —y de resultas parecía tranquila y relajada— era un vestigio de la pasada militancia en la lucha armada.
—Sí, porr favorr. Ven con nosotrros. La solidarridad es muy necesarria. Patrrones, obrrerros, todos rreunidos parra verr a la selección de Polonia. Todos apoyando a nuestrros jugadorres. Sin olvidarr a los policías. Los policías españoles también están en este salón parra animarr a los jugadorres polacos —insistió Ugarte. Era evidente que el alcohol circulaba por sus venas en un porcentaje algo superior a lo normal. También era evidente que su imitación de aquel día correspondía a Danuta Wyca, la intérprete que la selección polaca había traído a Barcelona.
—Bajo enseguida —dijo Carlos antes de colgar. Luego fue hasta la ventana y la abrió de par en par.
La temperatura se mantenía en los veinticinco grados, y los insectos que pululaban por el matorral o por los campos de almendros y olivos seguían con su estridor de siempre. Sin embargo, no todo estaba en su sitio. Tal como había supuesto al oír el comentario final de Ugarte, los policías encargados de la seguridad de Lato, Boniek y el resto de los jugadores de la selección polaca no estaban en sus puestos, sino dentro del hotel o en algún otro lugar donde hubiera un buen aparato de televisión. Al menos ésa era la impresión que se tenía al mirar desde la ventana. Ni un solo policía en la puerta principal del hotel, y lo mismo en la explanada que ocupaba todo el frente del edificio o en la calzada que llevaba a la carretera general. Rápidamente, impulsado por una nueva idea, Carlos fue hasta el teléfono y repitió la operación que había realizado cinco minutos antes: marcó el diecisiete, colgó y volvió a marcar.
—He tenido una idea. Seguro que os apetece una cena como es debido. Creo que os la podría llevar —dijo. A pesar de las prisas, su voz sonó con el aire necesario para dar una idea de tranquilidad.
—Si eso no va a causar problemas, adelante. Ya he dicho antes, estoy aburrida de tanto comer de lata —dijo la mujer que estaba al otro lado del hilo—. Y el amigo que está a mi lado también dice que sí. Se muere por comer algo bien cocinado.
—Os llevaré un poco de carne a la brasa y alguna otra cosa que encuentre por la cocina. En menos de media hora estoy ahí.
Al otro lado de la ventana Montserrat era ya una montaña casi invisible, y la iglesia iluminada era ahora, por encima de la luz de las urbanizaciones, por encima también de los faros de los coches que pasaban por la carretera de Barcelona, la más clara referencia de todo el entorno. En caso de existir murciélagos como el de su sueño —pensó Carlos— y de que anduvieran, esos murciélagos, perdidos por el cielo que en aquel momento contemplaba, era seguro que orientarían su vuelo hacia aquel punto para luego acabar posándose en alguno de los tejados del pueblo que lo rodeaba. Carlos suspiró y cerró la ventana. En general, no se notaba mucho movimiento. Como siempre que la televisión transmitía un partido de los Mundiales, el tráfico era escaso, y los destellos rojos y azules de la gasolinera resultaban excesivos. Por otra parte, el único murciélago de los alrededores del hotel parecía incapaz de volar más allá de las farolas de la explanada.
Oyó que alguien abría la puerta justo en el momento en que, dejándose de divagaciones, se disponía a bajar a la cocina del hotel, y un instante después vio a Pascal, el niño de cinco años hijo de Ugarte, y detrás de él a Guiomar, el amigo con quien compartía el apartamento. El niño comenzó a reír y le lanzó de una patada el balón que traía en los brazos. El balón dio en una lámpara.
—¿En qué quedamos, Pascal? ¿Quieres ser D’Artagnan o quieres ser Boniek? —le dijo Carlos.
Pero el niño siguió riendo, un poco histérico, y dio una segunda patada al balón. El revistero que había junto al sofá recibió el primer impacto, y la mesita baja que quedaba en el centro de la alfombra el segundo.
—¡Penalti! —gritó el niño.
—Contesta, Pascal. Contesta a lo que te pregunta Carlos —intervino Guiomar desde el otro lado del biombo de madera que separaba la sala del pasillo. Medía casi dos metros y el borde del biombo le quedaba a la altura de las gafas.
—Eso, contesta. ¿Cuál de los dos eres? ¿D’Artagnan o Boniek? —repitió Carlos. Pero el niño estaba muy excitado por haber conseguido entrar en el apartamento de quienes consideraba tíos suyos, y no podía dejar de reírse.
—Cuéntaselo, Pascal —le dijo Guiomar saliendo de detrás del biombo y encendiendo un cigarrillo—. Yo, en parte, soy D’Artagnan y por eso llevo la espada al cinto, pero en parte también soy el representante de Boniek y de todos sus compañeros de la selección de Polonia, y por eso no puedo aceptar que estés aquí tan tranquilo ahora que ellos van a emprender la batalla.
—Ya sé que falta poco para el partido, pero ahora no puedo bajar al salón. Ya iré luego —dijo Carlos recogiendo el balón que había quedado sobre la alfombra y que Pascal intentaba rematar de nuevo.
—¿Cómo que no vas a bajar? ¿Qué pasa? —preguntó Guiomar cambiando de tono. Detrás de las gafas, sus ojos mostraban sorpresa.
—¿Qué quieres que pase? No pasa nada.
—No lo entiendo —dijo Guiomar ajustándose las gafas y bajando la vista—. Será una tontería, pero a mí me parece que en algo se tiene que notar que la selección de Polonia se aloja en nuestro hotel, y tampoco está mal que todos hagamos una fiesta con la excusa del partido. Toda la gente está ya en el salón, y la mesa con los sándwiches y las cervezas también está preparada. Tú eres el único que falta. Y no deja de ser raro. Al fin y al cabo tú eres el que más afición tiene al fútbol en este hotel.
—No te lo tomes a mal. Ya sé que eres el responsable de la fiesta y que has empleado bastante tiempo organizándola, pero ya te lo he dicho, ahora no puedo ir. Tengo que llevarles la comida a los perros.
—Los perros pueden cenar más tarde, supongo.
—No es sólo eso. También tengo que pasar por la panadería. Los perros pueden esperar, pero la masa del pan, no. Hay que removerla cuando toca, no cuando a uno le da la gana.
—Pues no me lo creo. Te conozco desde hace mucho tiempo, y no me lo creo. Creía que la época de los secretos había terminado. De verdad, Carlos.
—No te enfades, Foxi —dijo Carlos. Foxi, uno de los alias que Guiomar había tenido durante su militancia política, era una degeneración de fox terrier. Como los perros de esa raza, Guiomar tenía fama de incansable. De no mediar alguna explicación convincente, seguiría preguntándose por la actitud de Carlos durante días o durante semanas.
—Ya nos informarás. Nosotros estaremos en nuestros puestos —dijo Guiomar con un suspiro. La expresión pertenecía a otra época y a otras circunstancias, y subrayaba el reproche a la actitud reservada de Carlos.
—De verdad que no tengo ningún secreto. Lo que pasa es que me apetece dar una vuelta antes de ir al salón y ponerme a hablar con Ugarte y los demás. Todos tenemos nuestros defectos, Foxi. Así como unos son tercos y aficionados a las reuniones festivas, otros somos un poco insociables.
—¡El balón! —gritó Pascal alargando los brazos hacia Carlos. Pero éste no se lo dio.
—Sí que tienes un secreto. Lo mismo que yo, por cierto. Por si no lo sabías, yo también tengo un secreto —dijo Guiomar cogiendo el balón y dándoselo al niño. La sonrisa volvía a estar en sus labios.
—Está escrito. Vemos la paja en el ojo del prójimo, pero no la viga en el nuestro —dijo Carlos acentuando el tono de broma. Pensó que Guiomar estaría proyectando un viaje a Cuba, porque llevaba tiempo hablando de pasar allí una buena temporada.
—El tuyo y el mío son dos casos distintos. Yo quiero contarte lo que me pasa, pero no puedo. Mañana o pasado mañana quizá sí pueda, pero hoy no puedo. Tú en cambio no quieres contar nada.
—Ya sabes que siempre he sido así. Tampoco antes solíais saber mucho acerca de mis compañías femeninas —dijo Carlos mirando al niño. Pascal estaba lloriqueando, y tiraba del cinturón de Guiomar en dirección a la puerta del apartamento.
—Ya sé que falta poco para que empiece el partido, Pascal. Ahora mismo nos marchamos —dijo Guiomar acariciándole el pelo. Luego miró fijamente a Carlos—. ¿Qué pasa? —preguntó en un susurro, alejando las palabras de los oídos del niño—. ¿Estás saliendo con dos a la vez? Te lo digo porque he visto a María Teresa en el salón.
—Seguro que estaba sirviendo los sándwiches a todo el mundo. En parte ése es el problema. María Teresa trabaja por dos camareras, y casi no la puedo ver. Y por cierto, ¿se le pagan las horas extras? No me gustaría que...
—Pregúntaselo a Ugarte, Carlos. Yo sólo sé de compras —le interrumpió Guiomar negándose a coger el cabo que le tendía Carlos. Luego volvió a bajar la voz—. ¿Quién es tu nueva amiga? ¿Beatriz? ¿La nostra bellissima Beatriu?
Beatriz llevaba seis meses trabajando en la recepción del hotel. Era una mujer muy guapa. La expresión con que la designaba Guiomar, la nostra bellissima Beatriu, provenía de una opereta muy popular en Barcelona cinco años antes, en la época en que ellos se habían hecho cargo del hotel.
—Podría ser —dijo Carlos.
«Muy bien, Carlos, felicidades —oyó en su interior. La Rata no quería quedarse sin hacer un comentario sobre la conversación—. Cada vez eres más hábil engañando a la gente que tienes cerca, y no debes preocuparte por nada. Guiomar está muy lejos de sospechar la verdad. Y más vale que siga así, porque el día que se entere de lo que está ocurriendo en el hotel se va a sentir muy herido. Él cree que los dos sois muy amigos y que la confianza entre vosotros es completa». «Tranquilo, Carlos —oyó a continuación. La conciencia le hablaba ahora por mediación de la figura de Sabino. Desde la época de Biarritz, y a partir, sobre todo, de su muerte en una calle de Bilbao, Sabino era su voz buena, la única que sabía enfrentarse a la Rata—. Estás haciendo lo único que puedes hacer en tu situación, y lo estás haciendo bien. Guiomar te agradecerá que no le cuentes nada. Es la única manera de dejarle fuera del asunto».
—En fin, ya me contarás —dijo Guiomar después de un rato de silencio—. Vamos, Pascal —añadió luego cogiendo al niño por los hombros y conduciéndole hacia la puerta del apartamento—. Vamos corriendo antes de que empiece el partido, porque los que no ven los partidos desde el principio son aficionados de medio pelo, y eso es algo que no queremos ser nosotros. ¿Verdad, Pascal? ¿Tú quieres ser un aficionado de medio pelo o no?
El niño gritó que no, y luego desapareció escaleras abajo siguiendo al balón que acababa de lanzar en la misma dirección.
El hotel era un edificio blanco y de corte racionalista, formado por un pabellón rectangular de sesenta habitaciones al que se unía, en uno de sus extremos, la torre cuadrada donde se hallaban los apartamentos de los socios del mismo hotel, así como el restaurante y otros servicios. Carlos esperó a que los balonazos de Pascal dejaran de oírse en la escalera, y luego, bajando a la planta baja de la torre —él y Guiomar vivían en la tercera y última—, se dirigió a la parte reservada a restaurante y cocina. Ésta quedaba a la derecha de la escalera, al otro lado de la zona de recepción del hotel, y al otro lado, también, del salón donde en aquel mismo instante comenzaba a celebrarse la fiesta.
En la cocina no había nadie, pero Doro —el cocinero del hotel— ya había hecho buena parte de su trabajo, y los platos de ensalada y marisco con que los jugadores polacos iban a comenzar la cena aquella noche se alternaban en una de las repisas y parecían más bien adornos, la decoración reluciente y alegre de una capilla dispuesta para una ceremonia. Con la mayor rapidez posible, Carlos avivó las brasas de la parrilla que ocupaba uno de los ángulos de la cocina y puso allí dos trozos gruesos de carne; y después de revisar lo que había en las ollas y en la cámara frigorífica, empezó a componer un plato de entrada similar al que Doro había preparado para los futbolistas. Acababa de completarlo cuando un rugido atravesó toda la planta baja de la torre del hotel y llegó hasta la cocina: «¡Gol! ¡Gol! ¡Gol!». El comentarista de la televisión repetía una y otra vez el grito, y todos los que estaban reunidos en el salón —con Pascal a la cabeza— le hacían coro. No cabía duda de que Boniek, Lato y los demás habían empezado a hacer méritos para el banquete. Carlos reprimió su deseo de ir a ver la repetición de la jugada y volvió a la parrilla para dar la vuelta a la carne. Cuanto antes acabara la operación de la cena, mejor.
Estaba cubriendo las dos bandejas con papel de plata cuando sintió que alguien le observaba. Era Nuria, una mujer joven y corpulenta que vivía en el pueblo de la falda de Montserrat y que Ugarte —con la excusa de que su marido estaba en paro— había contratado recientemente para trabajar en la cocina. A Carlos no le gustaba.
—No sé cómo puede hacer eso —dijo ella sin moverse de la puerta que unía la cocina con el comedor—. Con tanta miseria como hay y usted dando a los perros una comida tan cara. No hay derecho.
Mientras se acercaba a ella —muy despacio, manteniendo las dos bandejas a la altura del pecho—, Carlos recordó las explicaciones que Ugarte les había dado a él y a Guiomar, en el sentido de que aquella gente, tanto Nuria como su marido, era de ideas izquierdistas, gente que había sido militante de un sindicato comunista durante la época de la dictadura; gente que, en definitiva, merecía que alguien como ellos les ayudara. Mentira, todo era mentira. Nuria no hablaba como una comunista, sino en el inconfundible y aburrido estilo de los catequistas.
—Es la segunda vez que me echa en cara esto de la comida para los perros. A la tercera, la despido del hotel —le dijo con voz tranquila. A continuación, con ánimo de seguir hacia el comedor, alargó la pierna y dio un fuerte empujón a la puerta. El movimiento fue tan rápido que la mujer no tuvo tiempo de apartarse y recibió un golpe con la esquina de la puerta.
—Quien me contrató fue Ugarte —gimoteó la mujer llevándose una mano a la rodilla.
Sin siquiera mirarla, Carlos entró en el comedor y se dirigió a la terraza. Nuria era una estúpida. Y Ugarte seguía siendo el mismo mentiroso de siempre. Le conocía desde hacía mucho tiempo, y sabía muy bien con qué tipo de mujer le gustaba acostarse. Le gustaban las mujeres corpulentas, como Nuria. Pero por otro lado —la idea se le ocurrió cuando ya había atravesado la puerta giratoria que había entre el comedor y la terraza— él estaba demasiado nervioso, y no controlaba bien sus reacciones. Tenía que tranquilizarse. Lo que acababa de hacer era una tontería.
—Lo siento. No quería hacerle daño —dijo a la mujer después de dejar las bandejas sobre una mesa de la terraza y volver a la cocina. Pero ella, que acababa de recoger la pieza de carne que él había olvidado junto a la parrilla, hizo como que no le había oído y desapareció en el interior de la cámara frigorífica.
De nuevo en la terraza, se quedó un momento contemplando las mesas ya preparadas para la cena. Todas estaban como debían estar, con su lámpara, sus flores, sus banderitas de papel rojas y blancas con el escudo de Polonia en medio; en una de ellas, además —la mesa larga que iban a ocupar los jugadores de la selección—, ondeaba la bandera roja que Danuta Wyca, la intérprete del equipo, había traído con ella. Sí, Doro trabajaba bien, y lo mismo sus dos hijos y la mujer de Ugarte, Laura. En cuanto a él, tampoco cabían quejas. Había conseguido que su pan tuviera prestigio entre los clientes, y además, junto con Guiomar, era el responsable de que un buen cocinero como Doro hubiese decidido venir a trabajar al hotel. Mientras tanto, Ugarte sólo atendía a sus propios intereses, y se dedicaba a contratar a personas estúpidas como Nuria. En cuanto se arreglaran las cosas tendría que hablar con él. O con su mujer.
La terraza estaba separada de la explanada del hotel por una pared que acababa en una barandilla de hierro forjado. Carlos recogió las bandejas, y después de abrir, otra vez con la pierna, el portillo de la barandilla, bajó los tres escalones que daban a la explanada y se encaminó hacia el almacén donde guardaba sus dos perros de caza. «No tan deprisa, Carlos —oyó entonces. Era Sabino—. Si te ven con las bandejas y casi corriendo, sospecharán. Olvida lo que te acaba de suceder y pórtate con naturalidad». «Esa estúpida me puede traer complicaciones», pensó Carlos aflojando el paso. Pero Sabino no volvió a hablar.
El pequeño murciélago seguía girando alrededor de una de las farolas, y el estridor de los insectos seguía también allí, en los campos de olivos o de almendros y en el matorral que los rodeaba y luego se extendía hacia la carretera o hacia la parte posterior del hotel. Carlos pasó junto a la farola del murciélago, y saliendo de la explanada bajó por el camino de tierra que discurría colina abajo hasta llegar al claro —una segunda explanada entre árboles— donde se encontraban el almacén y la panadería del hotel. Era ya noche completa, y Carlos —las luces del hotel no llegaban hasta allí— se detuvo un momento para habituarse a la oscuridad. Greta y Belle, los dos perros que guardaba en el almacén, comenzaron a gemir de impaciencia. Sentían el olor de la comida en las bandejas.
—¡Calla, Belle! —susurró Carlos al pasar por delante del almacén, y el perro, el más viejo de los dos, se calló al instante. Greta lo hizo un poco más tarde, aunque sin mucho convencimiento.
Había hecho aquel recorrido muchas veces, y llegó hasta la panadería sin que ningún plato de las bandejas se moviera. Enseguida, nada más acercarse a la puerta de la caseta, sintió el olor de la harina, y a continuación, elevándose sobre éste como una voz se eleva sobre otra, un segundo olor, el del pan que había cocido en el horno aquella misma tarde. Inspiró profundamente. Le parecía que la combinación de aquellos dos olores tan cercanos rodeaba y protegía la caseta, alzando a su alrededor una nueva pared que, aunque invisible, era capaz de impedir que el ruido y las zozobras del mundo entraran allí. Por eso amaba aquella caseta sobre todas las dependencias del hotel, porque estaba protegida por aquella pared, porque los olores —tal como hubiera dicho su hermano Kropotky— le otorgaban un aura especial. Carlos pasaba muchas horas en aquel lugar. Cinco o seis veces al día, cruzaba la puerta —de madera y pintada de blanco— y se dedicaba a alguna de las tareas requeridas por el centenar de panes que normalmente se consumían en el restaurante del hotel. A Carlos le gustaba aquel trabajo, casi tanto como el lugar; adaptándose a él, rindiéndose a las horas y a los plazos que la labor exigía, conseguía que la Rata —la parte de su conciencia que él imaginaba como una rata— le dejase en paz.
Arriba y abajo anda errante mi alma, implorando reposo: de esta manera huye el ciervo herido hacia los bosques, adonde a mediodía era costumbre suya descansar, a la sombra, tranquilo; pero el lecho de musgo... El folio donde estaba escrito el poema —parte de una carta que su hermano le había enviado a la cárcel, en realidad— estaba sujeto con chinchetas en el otro lado de la puerta, y a Carlos le gustaba encontrarse con él cada vez que entraba en la panadería o salía de ella, y leer, casi sin quererlo, alguna de sus líneas. Había imágenes que, sin saber bien por qué, le atraían. Le había ocurrido una hora antes con el mar helado de su sueño. Le ocurría siempre con el ciervo que buscaba el bosque para descansar.
Se disponía a cerrar del todo la puerta cuando sus pensamientos quedaron interrumpidos por un ruido procedente del olivar cercano. ¿Había sido el chasquido de una rama? A él le parecía que sí, que alguien había aplastado una rama con el pie y la había quebrado. Apagó la luz de la panadería y salió fuera. Vio enseguida una figura que se acercaba agitando la punta roja de su cigarrillo a modo de saludo.
—No podía soportar el calor del agujero y he salido a fumarme un cigarrillo —dijo ella. Era la misma mujer que había hablado con él por teléfono, uno de los miembros de la pareja de activistas que la prensa de Madrid y Barcelona denominaba Jon & Jone. El olor de su perfume se mezclaba con el de la harina y el pan.
—Tranquila. Los guardias están dentro del hotel viendo el partido —respondió Carlos por puro reflejo. Pero el que la mujer estuviera fuera del refugio infringía todas las normas de seguridad, y estaba sorprendido.
—También Jon está viendo el partido, y ésa ha sido la segunda razón que me ha hecho salir. No aguanto el fútbol. Esa forma de berrear de los comentaristas me ataca los nervios. Me resulta insufrible, la verdad. Me recuerda las tardes de domingo de la época franquista —Jone suspiró, y miró hacia lo alto. Allá arriba, el cielo mediterráneo estaba lleno de estrellas, pero casi no tenía luna; al menos no la suficiente para que él pudiera distinguir bien los rasgos de la mujer. Con todo, parecía menos joven de lo que las fotografías que estaban publicando los periódicos hacían pensar. Debía de tener unos treinta años, quizá más.
—¿Qué es eso de que hace calor en el agujero? Yo nunca he tenido esa impresión —dijo Carlos muy serio.
—La televisión dice que nunca ha habido en junio unas temperaturas tan altas como las de este año. Lo repiten cien veces al día, y yo me lo creo las cien. Hace un calor insoportable, lo mismo fuera que dentro —dijo la mujer tirando el cigarrillo al suelo y apagándolo con el pie. Tenía el pelo muy corto, y llevaba una camiseta ceñida de tirantes.
Carlos se quedó callado, como esperando a que el humo que salía de la boca de la mujer desapareciera en el aire. Luego habló muy despacio.
—No se han respetado mis condiciones. Le dije al contacto que estaba dispuesto a esconderos por un tiempo, pero a condición de que os quedarais en el agujero y de que no nos viéramos. Y él me aseguró que sí, que ningún problema. Y vengo hoy aquí y te encuentro fumando un cigarrillo debajo de un árbol. Igual que una turista en un cámping. Sinceramente, no lo entiendo. Lo que haces es muy peligroso. Para todos.
Estaban muy cerca el uno del otro, y a Carlos —que era alto, casi tanto como Guiomar, y le llevaba a ella unos veinte centímetros— le llegaban directamente el perfume y el olor a sudor de la mujer.
—Desgraciadamente, tienes razón —dijo ella después de encender un nuevo cigarrillo. Carlos observó que le brillaba el escote. Entre los pechos que apenas tapaba la camiseta, corría un hilo de sudor—. Y lo peor es que nos han visto —añadió después ayudándose de una maldición—. Fue anteayer. Hacia las once de la noche, salimos Jon y yo hasta la fuente de ahí abajo, y cuando estábamos refrescándonos un niño de unos cinco años nos alumbró con una linterna. Casi le disparo, la verdad. Me faltó un pelo.
—¿Qué quieres decir? ¿Que sacaste la pistola?
—Ya te he dicho que estuve a punto de pegarle un tiro.
Se apartó de la puerta de la panadería y volvió a maldecir, contra el niño, contra los padres que le dejaban andar solo entre los árboles a esas horas de la noche, contra el clima del Mediterráneo que les había empujado a romper las normas de seguridad. Le costaba contenerse para no empezar a gritar.
—El niño era Pascal, el hijo de dos amigos míos. Es el único niño del hotel, y por eso se pasa el día dando vueltas por ahí, porque se aburre mucho. La fuente a la que fuisteis vosotros es su lugar de juego preferido.
Guiomar había bautizado la fuente como la Fontana de Derby, en recuerdo de la anécdota que uno de los hijos del cocinero había protagonizado al intentar lavar allí su moto. Pero la fuente acababa de perder su resonancia cómica. Se había convertido en el lugar donde Jon y Jone se habían encontrado con Pascal. Carlos se preguntaba acerca de las consecuencias que podía tener aquel incidente.
Jone volvió a quejarse del calor, cansinamente esta vez, e insistió en que la temperatura del agujero donde tenían que estar no bajaba nunca de los veinticinco grados. De noche era incluso peor, porque las paredes del sótano estaban recalentadas y resultaba difícil dormir, sobre todo por la necesidad de compartir aquel pequeño espacio con trastos, cojines, libros y todo lo demás, incluyendo en lo demás a Jon, su compañero.
—Esa mierda de prensa dice que Jon y yo estamos unidos sentimentalmente. Pero no es verdad, y eso hace las cosas todavía más complicadas —concluyó, empezando de nuevo a maldecir. Carlos dedujo que la mujer se acababa de acordar de los artículos que la prensa sensacionalista había publicado tras el tiroteo que Jon y ella habían sostenido semanas antes con la policía, artículos en que se les comparaba con Bonnie & Clyde. A pesar de todo, había algo en la frase de la mujer que no cuadraba. «La explicación era completamente innecesaria. Yo diría que te ha querido enviar un mensaje. Un mensaje personal», oyó en su interior. Sí, era probable que Sabino tuviera razón. Jone llevaba meses fuera de la zona que la prensa denominaba «el santuario francés de los terroristas», lejos por lo tanto de su posible amigo, y ese tiempo sería demasiado para una mujer obligada a vivir en continua tensión.
Carlos se la imaginó sin ropa y tumbada en el césped que rodeaba la Fontana de Derby, y vio sus pechos, su vientre, su sexo, sus muslos blancos, y un instante después esa primera imagen desapareció de su mente y apareció en su lugar una segunda que la corregía ligeramente: Jone seguía desnuda, pero ahora estaba de pie, y entonces él la tomaba del brazo y la alejaba unos metros del punto donde habían quedado apiladas sus zapatillas, sus pantalones, sus bragas, su camiseta de tirantes, y una vez allí introducía su mano entre los muslos de ella y le cogía el sexo con fuerza, golpeándolo un poco.
Las imágenes le excitaban, y tuvo el deseo de poner las manos en los hombros de la mujer para luego irlas bajando hasta aquellos pechos mojados de sudor y que casi no cabían en la camiseta de tirantes, pero el recuerdo de una de las enseñanzas de Sabino llegó a su mente y le hizo dudar. «Un activista no debe olvidar nunca las normas de seguridad —leía Sabino de un librillo de pastas blancas dirigiéndose a unos diez jóvenes que, como el mismo Carlos, acababan de entrar en la lucha armada y asistían a sus cursillos—. Si lo hace, si procede sin respetar punto por punto las normas, pone en peligro tanto su trabajo como el de todo el grupo. Es lo que ocurre cuando alguien se deja guiar por la comodidad. El activista cómodo acaba actuando con improvisación y desorden. Y no hay nada que sea más peligroso que la improvisación y el desorden. En otras palabras, hace más daño a la organización un militante aficionado a la comodidad que un chivato».
Sabino llevaba más de quince años enterrado en un cementerio al lado de Biarritz, y era imposible que los nuevos activistas como Jone llevaran la marca de sus cursillos de formación. La mujer sabía demasiado. Sabía que la escondían los propietarios de un hotel, sabía qué fisonomía tenía él, sabía aproximadamente en qué lugar de los alrededores de Barcelona se encontraba. Por otro lado —eso era lo peor—, Pascal los había visto, y había visto también la pistola. De estar allí, Sabino no podría dar crédito a aquella situación. No le cabría en la cabeza que unos activistas se portaran con tanta negligencia. A Sabino le bastaba advertir en alguien una ligera afición al alcohol o una cierta locuacidad para apartarlo del grupo que asistía a los cursillos. Y aun en tales ocasiones —como cuando debió alejar del grupo a su hermano Kropotky— Sabino actuaba con cautela, sin herir nunca la susceptibilidad del discípulo rechazado. Sabía que una persona despechada podía resultar muy peligrosa.
—¿Al final qué pasó con el niño? —preguntó Carlos.
—No sé si nos creyó. Nos preguntó si veníamos a entrevistar a ese futbolista polaco, Boniek o quien sea, y nosotros le dijimos que sí, pero que no lo sabía nadie y que guardara el secreto.
—Lo veo muy difícil. Cuando se pone a hablar, no calla. Además, habla con todo el mundo —dijo Carlos con un suspiro. Luego soltó una palabrota—. Realmente, no entiendo vuestra manera de actuar. Las normas de seguridad tienen que respetarse siempre, de lo contrario...
—Por favor, a mí no me vengas con sermones —le interrumpió ella levantando la voz. Luego, arrepintiéndose de su reacción, le puso una mano en el brazo y susurró unas palabras de disculpa—. Le dije que había encontrado la pistola en el suelo —añadió, ya más tranquila—, pero que no la necesitaba para nada y que la iba a enterrar. Y creo que fui muy convincente. De todos modos, ya estoy harta de esta historia.
Carlos pensó que Jon y ella estarían enfadados por el fallo cometido, y que quizás ésa fuera la razón de que se la viera tan irritable.
—Jon está un poco nervioso —continuó Jone después de un rato de silencio y hablando como para sí misma. Carlos pensó que era inteligente, que había adivinado lo que él estaba pensando—. Pero tampoco es de extrañar. Llevamos casi dos meses fuera de casa, desde principios de mayo, y la campaña, además, ha sido muy dura. Por poco nos liquidan en el tiroteo de Bilbao. Y luego, encima, no teníamos infraestructura y tuvimos que andar durmiendo en el monte unos diez días, hasta que nos trajeron aquí. Ése es el problema ahora, que no tenemos infraestructura. Resulta casi imposible conseguir un piso donde meterse.
—Quizá no debamos preocuparnos por lo del niño. Tampoco es tan grave —dijo Carlos.
«Es gracioso eso que acabas de decir —oyó entonces. La Rata se burlaba y ponía al descubierto la verdad que él se resistía a aceptar. Naturalmente, las consecuencias del incidente con Pascal podían ser graves. Hacía años que no pertenecía a la organización. No era más que un colaborador ocasional, un militante retirado que se había prestado a hacer un favor. Si la mujer o su compañero eran capturados con vida, allí en el hotel o un tiempo más tarde en cualquier otro sitio, él sería la pieza débil, el elemento que Jon y Jone sacrificarían para proteger a los verdaderos miembros de la organización—. Efectivamente, me alegro de que te hayas dado cuenta, tú serás el primero en pagar los platos rotos. Y ya sé... —al llegar a este pu