Era una mujer de treinta y siete años que había pasado la última parte de su vida en prisión. Menuda, de expresión habitualmente seria, vestía con pulcritud y con prendas de corte masculino; al caminar, era lenta, tranquila; al hablar, su voz sorprendía, porque era ligeramente ronca; al mirar, sus ojos parecían duros, dos esferas de color marrón a las que el tiempo había sacado un brillo sombrío. Después de su puesta en libertad, había pasado una noche horrible, deambulando por los bares de la ciudad, Barcelona, y durmiendo con un hombre al que acababa de conocer. Luego, a la mañana siguiente, después de más bares y más caminatas, había decidido volver a su ciudad natal, Bilbao. Cuarenta minutos más tarde, estaba ya frente a una de las puertas automáticas de la estación del tren.
La puerta sintió su cercanía y vibró con fuerza, como si las dos hojas de cristal fueran a separarse de un momento a otro, y luego, actuando esta vez como un espejo —ella se había quedado quieta y mirándose— le mostró con precisión los pormenores de su figura, la maleta de cuero que llevaba agarrada con las dos manos, las medias de color negro, los mocasines también negros, la chaqueta de ante con el lazo rojo del sida prendido en la solapa, la camisa blanca, la cabeza de pelo muy corto. Una y otra vez sus ojos repasaron la imagen, como una persona que acaba de vestirse y no está muy segura de su aspecto.
—No estoy tan mal —dijo en voz baja fijando la vista en sus piernas. Después de los años de encierro, verse de cuerpo entero le resultaba raro. Los espejos de la cárcel no solían pasar de los cuarenta centímetros de altura.
La puerta volvió a temblar y dos jóvenes extranjeras, muy corpulentas las dos, con mochilas que se elevaban por encima de sus cabezas, salieron de la estación ocupando el lugar donde había estado su imagen. Dos pasos más, y se plantaron frente a ella.
—Could you help me, please? —le preguntó una de ellas desplegando con brusquedad, como si fuera un paraguas, lo que parecía un plano de la ciudad. Su voz tenía un deje insolente, a la manera de las estudiantes quinceañeras de las series de televisión.
—No, I can’t —dijo la mujer sin ni siquiera levantar la vista. No tenía humor para ponerse a examinar un plano de una ciudad de la que, prácticamente, sólo conocía la cárcel. Además, despreciaba a los turistas. A los turistas en general y a los turistas de mochila en particular.
La sequedad de la respuesta sobresaltó a las dos jóvenes, aunque, después del primer momento, la reacción derivó en una mueca voluntariamente exagerada. ¿Cómo podía tratarlas de aquella manera? ¿No tenía educación? ¿Por qué era tan agresiva?
«Oléis a sudor. Más os valdría buscar una ducha», pensó la mujer, pasándose la maleta a una sola mano y cruzando la línea de la puerta. No entendió lo que le gritaron las dos extranjeras. El inglés que había aprendido en la cárcel le servía para leer y también, en cierta medida, para hablar, pero no para entender los insultos de británicos o norteamericanos.
Una vez dentro del edificio tuvo la sensación de que se mareaba, el presentimiento de que, si seguía avanzando hacia la gente que se arremolinaba en las salas de espera o frente a las taquillas, las piernas acabarían por fallarle, y se apresuró a buscar refugio en la zona trasera de una de las tiendas, menos transitada, más vacía que el resto. A su alrededor, por todas partes, ocurrían cosas: una luz roja comenzaba a parpadear, un niño tropezaba con el carro de las maletas y caía de bruces al suelo, alguien corría con la cabeza vuelta hacia el panel electrónico de los horarios. Y en los momentos de calma, cuando el movimiento general declinaba, sus ojos tropezaban —como el niño que se había caído de bruces— con el destello de las columnas acristaladas o con el plástico chillón, amarillo o rojo, de algunas superficies.
«Así que nos dejas. Pues muchas felicidades, de verdad. De ahora en adelante tendrás toda la electricidad que quieras.»
Las palabras que Margarita, una de sus compañeras de celda, le había dicho en su despedida de la cárcel cobraban evidencia en el interior de la estación. Había electricidad por todas partes: arriba, en el techo, repleto de plafones de luz; y abajo, en el suelo, donde las lámparas del edificio —las del techo y otras cien más— se reflejaban en las plaquetas creando una atmósfera brillante que acababa por afectar a todos los objetos expuestos en el edificio, desde las revistas o los libros hasta los caramelos de las tiendas de dulces. La diferencia con respecto a la cárcel era, desde luego, enorme, porque allá, en las celdas y en los pasillos, reinaba sobre todo la oscuridad; una especie de polvo gris que se esparcía por el aire y ahogaba la poca luz de las bombillas y los fluorescentes.
Los ojos de la mujer se movieron inquietos de un lado a otro, primero hacia la pizzería que quedaba a su izquierda, al fondo, luego hacia la zona de las cafeterías, pero no vio el mostrador de la oficina de información. No estaba en el lugar que ella recordaba, enfrente de las taquillas. En cuanto al panel de los horarios —que también le resultaba nuevo—, el nombre de Bilbao no figuraba entre los destinos de los trenes que estaban a punto de salir.
Apretó los labios y suspiró con fastidio. El reloj de la estación —un Certina negro y blanco, muy sobrio— marcaba las dos y veinte de la tarde. En el de su muñeca —también un Certina, de hombre— eran las dos y veintitrés. Sí, se arrepentía de no haber llamado aquella mañana a la estación. Estaba acostumbrada a los horarios fijos de la cárcel, a una vida que discurría, no como un río o una corriente marina, sino como las ruedecillas de los relojes, girando siempre sobre el mismo eje y sin cambiar nunca de velocidad, y cualquier imprevisto, cualquier indefinición, le producía desasosiego. Debía informarse cuanto antes de sus posibilidades de viaje.
Volvió a coger la maleta, ahora con la mano izquierda, y se acercó al grupo de viajeros que esperaba en un recinto equipado con sillas de plástico de color verde. Un chico joven, con uniforme de soldado, leía un periódico deportivo. Se acercó hasta él y le solicitó ayuda. ¿Podría informarle de los horarios?
—¿Por qué no se lo pregunta al ordenador? —le dijo el soldado, señalándole una columna rectangular. A media altura, la columna tenía una ventanilla, y en la ventanilla una pantalla luminosa de color azul.
Dejó la maleta en el suelo y se esforzó en seguir las instrucciones del ordenador. Pero lo único que consiguió fue que la máquina le informara de los trenes que marchaban a localidades próximas a Barcelona o a ciudades como París, Zúrich o Milán. Volvió a suspirar. Aquello era un fastidio.
—¿Necesita ayuda?
El soldado se había acercado hasta la columna rectangular. Ella le explicó que no lograba encontrar el horario de los trenes con destino a Bilbao.
—No hay ninguno hasta las once de la noche —le dijo el soldado sonriendo con una pizca de coquetería. Al ver la cara de asombro de ella, acentuó su sonrisa y cambió de tratamiento—. ¿Te parece tarde? —le dijo—. ¿No puedes pasar la tarde en Barcelona?
No tenía prisa por llegar a ninguna parte, ni siquiera por llegar a Bilbao, y estuvo a punto de aceptar la invitación que se insinuaba tras las palabras del soldado. Al fin y al cabo, era la primera que, en aquellos términos, con medias palabras, con delicadeza, se le presentaba en muchos años, al menos desde el sexo opuesto, y ella necesitaba de todo lo que pudiera ayudarle a reforzar la confianza y seguridad en sí misma; necesitaba que la miraran, que le hablaran, que la desearan; como a una mujer normal, no como a una puta. Sin embargo, apenas habían transcurrido veinticuatro horas desde su salida de la cárcel, y menos aún, sólo unas diez horas, desde su encuentro con el desconocido que se había acostado con ella en un hotel barato, y sentía deseos de estar sola. Miró al soldado y le respondió negativamente. No podía seguir en Barcelona, debía llegar cuanto antes a Bilbao.
—Entonces te diré la verdad —dijo el soldado con un suspiro. Estaba algo decepcionado—. Lo mejor es que vayas en autobús. Sale hacia las tres y media y hace todo el trayecto por autopista. A las diez de la noche estarás en casa.
—Por lo que veo, sabes mucho de horarios —dijo, esforzándose en sonreír.
—Por un amigo del cuartel. Siempre viaja en ese autobús. Suele coger el billete ahí mismo, en la parte trasera de la estación. La compañía se llama Babitrans.
El soldado se despidió de ella bromeando sobre las oportunidades perdidas y amagando un saludo militar. Por un instante, ella pensó continuar la broma y añadir un hilván más a la relación que se había establecido entre ellos, pero se limitó a dejarle marchar mientras le seguía con la mirada.
El soldado desapareció entre la gente, en la escalera mecánica que conectaba la estación con el metro. Sí, había sido mala suerte no haberse encontrado con él diez o doce horas antes. O quizá la verdadera mala suerte había sido encontrarse con el otro, con el tipo repugnante que la había abordado cuando ella ya llevaba recorridos cuatro o cinco bares.
Su mirada se encontró con la máquina de tabaco que había junto a la entrada de la pizzería, y los pensamientos que rondaban por su cabeza cambiaron inmediatamente de dirección y volaron hacia la época de su vida en que podía elegir cualquier marca de tabaco, o mejor, elegir la marca con la que se identificaba y cuyos paquetes solía llevar, al menos en ciertas ocasiones, como un amuleto. Se sintió de pronto más alegre, y pensó que allí mismo, con aquella nimiedad, podría comenzar su recuperación. O mejor dicho: la recuperación de sí misma por medio de los objetos que la habían rodeado en su vida anterior.
«Trata de buscar tus cosas —le había aconsejado Margarita al decirle adiós—. Las cosas saben esperar, y son las únicas que nos pueden ayudar al salir de la cárcel. Cuando dejes esto trata de recordar cuáles eran y ponte a buscarlas. Te ayudarán mucho. Yo haré lo mismo algún día. Volveré a Argentina y no pararé hasta encontrar mis botas camperas».
La risa con que su compañera de celda había cerrado el pequeño discurso flotó en su mente mientras se acercaba a la máquina de tabaco. Margarita ya había cumplido los sesenta años, y todavía le quedaba mucho tiempo de condena. La posibilidad de que volviera a su país natal era remota.
Su marca preferida, Lark, ocupaba la última columna de la máquina. Introdujo tres monedas en la ranura y pulsó el botón.
—¡Por fin! —exclamó para sí misma.
Llevaba varios años sin poder fumar regularmente aquella marca, Lark, su marca de siempre, la que durante su adolescencia había elegido casi como un emblema de su forma de ser. Ella había sido «la chica que fumaba Lark», y ahora, después de pasar cuatro años en una celda de la cárcel de Barcelona, tenía la posibilidad de volver a serlo. Por otra parte, la cajetilla de color rojo oscuro —rarísima de ver entre los cuatro muros de la prisión— le demostraba que, en efecto, ya estaba en la calle, y que no tardaría en tener un bolso nuevo, y en el bolso una llave, la llave de su casa, el objeto por excelencia, el más característico de las personas libres.
Puso el paquete sobre la mano abierta.
«Lark has an inner chamber of charcoal granules to smooth the taste», leyó. Por encima de las letras, un dibujo mostraba el interior del filtro con los granos de carbón vegetal.
Metió el paquete en el bolsillo de la chaqueta y se dirigió al otro lado de la estación por un pasillo lateral. Enseguida, antes incluso de alcanzar la zona de las puertas de salida, vio dos autobuses aparcados en la explanada exterior, el primero completamente blanco, el segundo amarillo y blanco, y tuvo la impresión de que tenían los motores en marcha y estaban a punto de partir. Avivó el paso y cruzó casi corriendo la puerta automática en la que desembocaba el pasillo.
Asustados por su aparición, los diez o doce gorriones que en aquel momento comían las migas de pan que les acababa de arrojar una anciana echaron a volar.
—¿Adónde vas con tanta prisa? —le gritó la anciana con voz desagradable, antes de ponerse a maldecir contra el viento que, soplando a ráfagas, le zarandeaba los faldones. Parecía algo trastornada.
Los gorriones giraron sobre la explanada y, ciñéndose al viento, sobrevolaron la estación con rumbo a la cárcel, que estaba justo allí, en aquel barrio, a menos de quinientos metros. Una idea cruzó por su mente y le hizo sonreír. Era probable que aquellos pájaros tuvieran su nido en los huecos del muro de la cárcel. O más aún: era probable que aquella bandada fuera una de las que ella solía ver desde el ventanuco de la cocina o desde el patio.
Dos conductores charlaban junto al autobús de color blanco y amarillo.
—Efectivamente, éste es el autobús. Sale a las cuatro menos veinte y vuela hasta Bilbao —le respondió uno de ellos. Tanto él como su compañero parecían de buen humor.
—Vuela cuando conduzco yo. Cuando conduces tú, se arrastra —añadió el segundo conductor, y los dos hombres se echaron a reír y se cruzaron un par de puñetazos al brazo.
Miró al reloj. Faltaba menos de una hora.
—¿Dónde se coge el billete? —preguntó.
—Dentro de la estación. Ahí mismo —respondió el conductor que acababa de hacer la broma, señalando la puerta con el número siete—. Pero no hace falta que lo cojas tú. Mi compañero estará encantado de hacerte ese favor. Seguro que sí. Es muy educado y, además, muy mujeriego.
—Gracias, pero no será necesario —dijo ella adelantándose a la respuesta del otro conductor. Luego, por la pura necesidad de separarse de ellos, caminó hacia una de las esquinas de la explanada y se sentó en un banco de cemento.
Dejó la maleta en el suelo y sacó la cajetilla de tabaco. La cinta dorada del envoltorio de celofán y el papel de plata que cubría los cigarrillos volaron en la misma dirección que los gorriones, hacia la cárcel.
¿Y el humo? ¿Volaría igual? Encendió el cigarrillo con su mechero de plástico, tragó el humo y luego, resistiéndose a los recuerdos que le traía el sabor de aquel tabaco —recuerdos de un baile del colegio, recuerdos de un día de playa—, lo expulsó con lentitud. Al igual que los pájaros y los envoltorios de papel, el humo tomó la dirección de la cárcel.
Cerró los ojos y movió bruscamente la cabeza. Debía dejarse de aquella clase de juegos, debía sosegarse y frenar los pensamientos que, como un enjambre de abejas, se arremolinaban en su mente para acabar siempre en el mismo sitio: la cárcel.
—Tengo que pasar de ello. Ahora estoy fuera —se dijo en voz baja. Sin embargo, lo sabía muy bien, olvidarse de la cárcel le iba a resultar difícil. Tan difícil como abandonar las costumbres que había adquirido allí. La de hablar a solas, por ejemplo.
Se echó hacia atrás en el banco y, por primera vez en aquel día, sus ojos vieron el cielo. No fue una visión agradable. El cielo no se parecía en nada al «lento río azul» del que hablaba un poema dedicado a Barcelona. Al contrario, parecía construido con mármol gris, como el techo