CAPÍTULO 1
El 16 de septiembre de 1829 no fue un día más en la vida de don Estanislao De La Cruz. La tragedia se había desatado muy temprano esa mañana en la colonia Monte Grande, a tan sólo unas pocas leguas de su estancia. Unos cuantos nubarrones oscurecían el cielo y hasta el aire parecía enrarecido. Supo que algo andaba mal cuando Paulino, el capataz, le comunicó que las vacas del escocés, como era llamado por la peonada, andaban pastando cerca de la laguna. John McLaine jamás dejaba que su ganado se alejara más allá de los límites de sus tierras, por lo tanto, con un mal presentimiento rondándole por la cabeza, salió rumbo a la colonia para averiguar qué estaba ocurriendo. Ni bien puso un pie dentro de la humilde vivienda, tuvo que sujetarse con fuerza a la pared para no desmayarse. El olor nauseabundo de la carne podrida se mezclaba con el de la sangre seca. Se le revolvió el estómago y se vio obligado a retroceder. Se cubrió el rostro con la mano y tomando coraje avanzó un poco. El cuerpo de Davinia yacía a un lado de la mesa, tenía la falda levantada y los calzones desgarrados. Sus piernas se habían tornado violáceas a causa de las magulladuras. Ya no había nada que hacer por la pobre mujer; un corte profundo en la garganta había acabado con su vida. Se inclinó hacia ella y volvió a colocar la falda en su sitio. No había necesidad de que nadie más supiera de las vejaciones a las que había sido sometida Davinia McLaine antes de morir.
Estaba incorporándose cuando un gemido a su derecha lo alertó. Barrió la pequeña cocina con la mirada y entonces reparó en un bulto al otro lado de la habitación, junto a la chimenea. Se levantó rápidamente y corrió hacia él.
John McLaine se agarró con firmeza al brazo de su amigo y trató de decirle algo pero de su garganta sólo salió un sonido gutural. Estaba vivo, pero no duraría mucho: la herida en su abdomen era mortal. Lo sujetó de los hombros, acomodándolo encima de su regazo y acercó el oído a su rostro para tratar de escuchar mejor. Con un último esfuerzo, John McLaine balbuceó el nombre de su hija, al tiempo que señalaba con su mano la alfombra que estaba debajo de la mesa, y que sabía, llevaba al sótano.
Apenas unos segundos después, el cuerpo del escocés comenzó a sacudirse en violentos e interminables estertores hasta que finalmente ya no se movió más. Estanislao cerró sus ojos y rezó una plegaria encomendando su alma al Señor.
Sin perder más tiempo fue hasta la mesa, quitó la alfombra y levantó la pesada puerta de madera que conducía al sótano. Tomó el quinqué que colgaba de la pared y lo encendió. Bajó con cuidado, iluminando uno a uno los peldaños de la escalera. El lugar estaba atiborrado de bolsas de harina y frascos de conservas. Debajo de uno de los estantes había una caja de madera cubierta con una manta blanca. Apoyó el quinqué en una de las repisas y titubeó unos segundos antes de proceder. Cuando apartó la manta, la pequeña Rosemarie no se movía, y por un instante, el corazón de Estanislao De La Cruz se detuvo. Sintió un escalofrío en todo el cuerpo. No podía estar muerta ella también… Como una respuesta a sus plegarias, la niña abrió los ojos.
Despacio, para no asustarla, la tomó entre sus brazos y la envolvió con la manta. Entonces vio en el fondo de la caja, el medallón que pertenecía a su madre; lo tomó y lo colocó alrededor del cuello de la pequeña. Ella se quedó quietecita, acurrucada contra su pecho, y don Estanislao no pudo evitar derramar una lágrima.
Cuidaría de la pequeña como si fuera suya, se lo debía a su amigo. La llevó a la estancia y, tras juntar a un par de peones, regresó a la colonia para enterrar a los McLaine.
La Matanza, verano de 1848
Enrique se llevó ambos brazos detrás de la cabeza y contempló el firmamento. Inspiró con fuerza, llenándose los pulmones de aire. La brisa mecía la hierba a su alrededor y los tibios rayos de sol le daban de lleno en la cara. Se llevó una paja seca a la boca y la mordisqueó. Como ocurría todos los años, la familia De La Cruz se había trasladado a la estancia para alejarse del calor sofocante de enero y del hedor que reinaba en la ciudad durante la época del verano.
Don Estanislao, su padre, después de una proba carrera militar abandonó el sable para dedicarse a la cría de ganado, convirtiéndose así en uno de los estancieros más prósperos de la región. Su nueva posición social lo había llevado a codearse con grandes figuras del ámbito político y era un habitué en las tertulias porteñas.
A él no le entusiasmaban los entuertos políticos. Lo suyo era el campo, y a pesar de no ser el primogénito, todos sabían que cuando don Estanislao abandonase este mundo él ocuparía su lugar al frente de los negocios de la familia. Su hermano Leandro, apenas un año mayor, sentía pasión por las letras y soñaba con escribir para algún periódico importante. Gracias a uno de sus tantos amigos intelectuales, había conseguido publicar un par de artículos en El Defensor de la Independencia Americana. Para evitar un disgusto con su padre, acérrimo partidario del gobierno de Rosas y federal hasta el tuétano, se escudaba detrás de un alias. El único que conocía la verdadera identidad de Libre Pensador, era él; para los demás, Leandro De La Cruz no era más que un simple empleado de imprenta, con ínfulas de escritor y poeta.
La poca diferencia de edad entre ambos había contribuido a forjar una estrecha relación de amistad, la cual sólo se resentía cuando uno de ellos miraba a la muchacha que le gustaba al otro.
—¡Enrique! ¿Dónde te metiste?
Sonrió cuando escuchó la voz chillona de Rosa María. El pastizal a su alrededor evitaba que alguien lo viera desde el casco de la estancia.
—¡Enrique, Asunción está cebando mate en la galería! ¡Si no venís, te vas a quedar sin probar las tortitas de leche que tanto te gustan!
Se le hizo agua la boca, no había nada que le gustara más que las tortitas de leche que preparaba la negra Asunción. Se apoyó sobre los codos y miró por encima de la hierba. Rosa María oteaba en dirección contraria, dándole la espalda al monte. Con una mano en la frente evitaba que los rayos de sol la obnubilaran. El cabello, rojo como el cielo al atardecer, caía en cascada sobre su espalda. En Buenos Aires no solía soltárselo muy a menudo porque según sus propias palabras, “una señorita de sociedad no puede andar quitándose las greñas de la cara a cada rato”. Por eso, armándose de infinita paciencia dejaba que su nana o algunas de las esclavas se lo peinaran a la moda, o simplemente se lo trenzaran en lo alto de la cabeza. En el campo, toda esa formalidad quedaba de lado; Rosa María se soltaba el cabello y se despojaba de cualquier remilgo de señorita de sociedad para convertirse en una chiquilla que corría libre por los rincones de El Capricho sin importarle nada más.
Rosa María McLaine había llegado a la vida de los De La Cruz una cálida mañana de primavera. Su cuerpecito envuelto en una manta de lana blanca, quizá presintiendo la tragedia que acababa de arrancarle a sus padres, se retorcía entre los fuertes brazos de don Estanislao. Mientras, todos a su alrededor apenas podían creer que algo tan frágil y pequeño hubiese sobrevivido al horror.
La odisea de los McLaine se había iniciado gracias a una propuesta colonizadora aprobada por Rivadavia y concretada por Barber Beaumont, oficial de la armada británica y entusiasta filántropo, quien solicitó la donación de tierras para poblarlas con familias inglesas. El primer contingente de colonos arribó a Buenos Aires en junio de 1825. Tras soportar varias vicisitudes, fueron recluidos en el convento de los recoletos mientras esperaban ser destinados a San Pedro. Cuando descubrieron que las tierras que les había prometido el gobierno en el contrato original no existían, algunos inmigrantes regresaron a Buenos Aires. Los menos valientes retornaron a su país de origen con las manos vacías. Fue entonces que los hermanos Parish Robertson, integrantes de la Comisión de Inmigración, lanzaron otra propuesta: traer colonos desde Escocia para que se establecieran en las estancias Santa Catalina, Monte Grande y La Laguna.
John y Davinia McLaine habían sido uno de los cuarenta y tres matrimonios provenientes de tierras escocesas que arribaron a Buenos Aires a bordo de la goleta Symmetry, en el mes de agosto de 1825. Ignorando el destino padecido por los colonos ingleses dos meses antes, cruzaron el océano hacia aquel territorio vasto y desconocido con la única ilusión de forjarse un futuro. Pero más allá del océano los esperaba la tragedia. Ese suelo que habían labrado con sus propias manos, terminó convirtiéndose en su peor pesadilla. La nación vivía convulsionada por la constante y encarnizada lucha entre unitarios y federales. El territorio que rodeaba a la estancia Monte Grande también se había convertido en suelo de batalla, y cuando parecía haberse recuperado la paz, surgió un mal peor: los vándalos, que sacando provecho de la situación, se habían emperrado en usurpar las tierras de la colonia. Una mañana a fines de agosto, una familia entera había sido masacrada mientras desayunaban en la cocina. Luego, sus cuerpos fueron colgados de un árbol para que los demás colonos supieran lo que les esperaba si no abandonaban sus tierras. Así, John y Davinia McLaine no tardaron en convertirse también en víctimas de tan aberrante barbarie. Sólo la pequeña Rosa María, fulgurando como un rayito de luz en medio de la oscuridad, había logrado sobrevivir.
Enrique dejó escapar un suspiro. Rosa María, esa criatura de enormes ojos azules y nariz respingada salpicada de pecas ya no era una niña… Había dejado de serlo hacía tiempo y él empezaba sentir por ella algo mucho más intenso que un inocente sentimiento fraternal. Lo que Rosa María le provocaba a su cuerpo cada vez que pensaba en ella se estaba tornando peligroso e insoportable. De un salto se puso de pie y empezó a sacudirse la hierba de los pantalones. Ella todavía no lo había visto, así que decidió acercarse por detrás para sorprenderla. Avanzó sigilosamente por la orilla de la acequia y cuando estaba a unos pocos metros de la muchacha se detuvo de repente.
Un jinete galopaba hacia ellos proveniente del monte. Su cuerpo se cimbreaba sobre el animal de manera tan majestuosa que parecía haber hechizado a la muchacha con sus gráciles movimientos. Enrique fue testigo, por enésima vez, de cómo Rosa María se quedaba embobada contemplando a su hermano mayor.
Leandro De La Cruz descendió de su caballo, un magnífico ejemplar de lustroso pelaje marrón oscuro al que había bautizado con el nombre de Bandido, y caminó en dirección a donde lo esperaba Rosa María.
Ella, como solía hacerlo cada vez que Leandro aparecía en la estancia tras varios días de ausencia, se levantó el ruedo de la falda y corrió hacia él hasta perderse entre sus brazos.
—¡Leandro! ¡Volviste! —exclamó echándose a reír.
Leandro, elevándola unos cuantos centímetros del suelo, la hizo girar hasta que Rosa María tuvo que rogarle que se detuviera porque se mareaba.
La depositó nuevamente sobre la hierba y la tomó de la barbilla para contemplarla a sus anchas. Poco quedaba de esa niña que prefería correr detrás de él a quedarse jugando con la muñeca de porcelana que su padre había mandado a traer de Francia especialmente para ella. Se encontró preguntándose en qué momento se había convertido en esa mujercita esbelta y hermosa que esperaba su llegada con tanto entusiasmo. Los últimos años no habían sido fáciles para nadie, mucho menos para él, quien intentaba labrarse un porvenir en el mundo de las letras. No comulgar con la causa federal lo había obligado a moverse entre las sombras, ocultándose incluso de su propio padre. Había conseguido publicar algunos artículos en el periódico de uno de sus tantos amigos intelectuales. Artículos que reflejaban los ideales unitarios que se habían gestado durante la época de Bernardino Rivadavia y Martín Rodríguez, y que hablaban de convertir a Buenos Aires en la cabeza de la nación. Leandro recordó las historias que le contaba su padre y que había vivido en carne propia durante esos meses turbulentos, en los cuales la disolución del congreso y la desaparición del poder ejecutivo nacional habían provocado que el temido fantasma de la anarquía sobrevolara sobre todo el territorio. Fue entonces que la Junta de Representantes de Buenos Aires proclamó gobernador a Manuel Dorrego, a quien su padre conocía muy bien, a raíz de haber peleado juntos en la batalla de Tucumán. Leandro sabía que don Estanislao sentía cierta predilección por él a pesar de su fama de bromista y temperamental, carácter que le había valido una discusión con el general Manuel Belgrano, quien en plena batalla de Salta lo había mandado a arrestar por su indisciplina. Siempre había sido propenso a ganarse enemigos y terminó fusilado en un corral, a espaldas de la iglesia de Navarro. La muerte de Dorrego había calado hondo en su padre y siempre que pronunciaba su nombre o relataba algunas de sus hazañas, lo hacía con un dejo de nostalgia. También había avivado la furia de los federales, quienes no dudaron en rebelarse en contra de Lavalle, saqueando pueblos y matando a todo aquel que consideraban unitario. Juan Manuel de Rosas, convertido en el líder federal, fue elegido gobernador y en sus manos cayó el peso de restaurar el orden en la provincia. Sin embargo, mientras Rosas se consolidaba en Buenos Aires, las huestes unitarias del general Paz empezaban a ganar terreno en el interior, derrotando en Córdoba al federal Bustos y enfrentando al caudillo con más poder en la región: Facundo Quiroga. Fue la época más gloriosa del partido unitario, ya que habían logrado remover los gobiernos federales de muchas provincias y conformar la liga del interior. Y era precisamente sobre esos grandes acontecimientos que Leandro escribía en El Defensor de la Independencia Americana.
Era durante las noches, cuando todos en la casa dormían, que dejaba de ser Leandro De La Cruz, para transformarse en Libre Pensador. Su madre, quien creía que se desvelaba hasta las tantas, leyendo libros poco recomendables, hacía la vista gorda y se conformaba con tenerlo cerca. Don Estanislao, en cambio, estaba convencido de que su hijo mayor despilfarraba horas de sueño escribiendo esos poemas cursis y demasiado románticos, que si un día llegasen a salir a la luz sólo lograrían atraer al público femenino. Muchas veces se había preguntado, incluso, si Leandro se habría valido de su trabajo en la imprenta para publicarlos bajo un seudónimo con el cual disfrazar su verdadera identidad.
—¿Me lo trajiste?
La pregunta de Rosa María lo apartó de sus pensamientos.
—Por supuesto, yo siempre cumplo mis promesas, señorita —respondió al tiempo que se mesaba el cabello hacia atrás. Lo llevaba un poco largo, a la altura de los hombros, quizá como otro acto más de rebeldía hacia su padre—. Lo he dejado en la biblioteca, en nuestro rincón secreto.
La muchacha dio un saltito de alegría. Leandro era el único de la familia que compartía su pasión por la lectura; con él podía quedarse hablando sobre libros durante horas y esos momentos eran los que más añoraba cuando él estaba lejos. Inés o su nana Felicia trataban de animarla durante sus largas ausencias con algún peinado nuevo o desplegando delante de sus ojos una variada colección de telas elegantes y pomposas que terminarían luego convirtiéndose en vestidos tras pasar por las hábiles manos de mamá Francisca, pero nada de eso lograba entusiasmarla. Ella prefería recluirse en algún rincón de la casa para leer a escondidas esos libros que, según el sermón del padre Carmelo, “no hacían más que perturbar el alma de una niña inocente como ella”.
—¿Ya terminaste el que te traje la última vez?
Rosa María asintió aunque no se atrevió a confesarle que había leído La fierecilla domada en tres ocasiones solamente porque el protagonista, Lucencio, le recordaba mucho a él.
—Estás cada día más hermosa, Rosa María —dijo de repente, sin saber exactamente por qué—. Apuesto a que más de uno ya empezó a revolotear alrededor tuyo.
Rosa María agachó la cabeza para evitar que Leandro notara el rubor en sus mejillas. Cuando volvió a toparse con los intensos ojos verdes del joven todo su cuerpo se estremeció; por un segundo tuvo la fuerte sensación de que su manera de mirarla había cambiado, incluso se atrevió a fantasear con un beso suyo, pero Leandro le dio la espalda y regresó al lado de su caballo.
Lo observó mientras acomodaba la silla de montar, luego se volteó y extendió el brazo hacia ella, instándola a acompañarlo.
—Vení, Rosa María. Tengo ganas de dar un paseo por la estancia.
Ella titubeó. No era la primera vez que paseaban en caballo, lo habían hecho en infinitas ocasiones. Incluso había sido el propio Leandro quien le enseñara a montar antes de que aprendiera a caminar.
—¡Vamos! ¿Qué estás esperando? —Le extrañó que la muchacha dudase en aceptar su invitación cuando siempre se mostraba entusiasta en cabalgar con él.
Rosa María tomó su mano suavemente pero Leandro la apretó con un poco más de firmeza. La sujetó del talle y con sumo cuidado la ubicó en la parte delantera de la montura. Con la agilidad que lo caracterizaba, se montó detrás de ella, rodeándola con sus muslos, pegándose a su cuerpo hasta que no quedó un espacio libre entre ambos. Leandro se adueñó rápidamente de las riendas y dio unos golpecitos en la grupa de Bandido para que se echara a andar. Rosa María no fue capaz de decir una sola palabra durante el paseo; el nudo en la garganta le impedía hablar. En lo único que podía pensar era en la proximidad de Leandro, en su aliento tibio rozándole la nuca.
Enrique, consumido por los celos, había estado espiando cada uno de sus movimientos hasta que el caballo se internó en la espesura del monte que rodeaba a la estancia y los perdió de vista. Apretó con fuerza los puños mientras maldecía una y otra vez a su hermano mayor.
Cuando Leandro entró al salón, lo primero que notó fue la mirada condenatoria que le dedicó su padre por no llevar en el pecho la divisa punzó.
—Estamos en el medio del campo, padre —se justificó encogiéndose de hombros—. No creo que llegue a oídos del brigadier si llevo o no encima la dichosa cintita roja.
Su tono burlón encrespó aún más los nervios de don Estanislao. El disgusto provocó que le devolviera el mate a la negra Felicia sin siquiera tomarlo.
—Sabés que es obligatorio usarla en toda la Confederación.
Leandro se recostó sobre la chimenea. Desde allí observaba cómo su madre, ausente, bordaba un mantelito sin intervenir en la conversación.
—Lo sé, padre —respondió en tono conciliatorio.
Él tenía la divisa punzó guardada en un cajón de su habitación; en Buenos Aires no podía prescindir de ella aunque quisiera, porque cualquiera que no la llevara prendida en el lado izquierdo del pecho era inmediatamente tachado de unitario, y en los tiempos que corrían, ser llamado unitario era la peor acusación. Ellos eran los traidores, los locos o los impíos. Leandro sabía que no llevarla implicaba un riesgo, ya que podría ser ejecutado, obligado a exiliarse o peor aún, ser torturado por los acólitos del gobernador que habían formado parte de la tan temida Mazorca, disuelta dos años antes, y que ahora se escudaban detrás de un uniforme para seguir sembrando el terror en nombre de la causa federal. La oportuna aparición de Inés para avisarles que podían pasar al comedor evitó que padre e hijo se enfrascaran en otra discusión sin sentido.
Inés Andrade era la hija de Amalia, el ama de llaves de los De La Cruz y había acompañado a la familia a El Capricho atendiendo el pedido de Rosa María. La muchacha, de cabello renegrido y mejillas siempre enrojecidas, se había convertido en su amiga y confidente. Inés, al igual que Rosa María, cargaba con un pasado trágico; su padre, un portugués que había arribado al puerto de Buenos Aires huyendo de su amada Lisboa tras la invasión francesa, encontró la muerte por culpa de una herida infectada, cuando ella todavía estaba en el vientre de su madre. Inés no había conocido a su padre y Rosa María había perdido a los suyos siendo tan pequeña que ni siquiera podía recordarlos. Ese vacío en su corazón, indudablemente, las había acercado mucho más.
Enrique los alcanzó en la galería, mientras se dirigían hacia el comedor. Venía agitado y aunque había aparecido por el portón cercano a las caballerizas, daba la impresión de que no había estado cabalgando. Leandro conocía de sobra sus escarceos amorosos con las esclavas, y lo más probable era que se hubiera estado revolcando con una de ellas en algún rincón de la estancia. Leandro vio que lucía con orgullo el listón federal en su pecho, y por un segundo sintió el impulso de ir a buscar el suyo a su habitación solamente para darle una alegría a su padre; pero desistió casi de inmediato. Podían tacharlo de rebelde pero jamás nadie podría acusarlo de hipócrita.
En el comedor, Rosa María ayudaba a Felicia a servir la mesa. Don Estanislao la asió del brazo y tras apartar la silla para ella, ocupó su sitio en la cabecera. Su esposa se ubicó al lado de la muchacha y frente a ellas lo hicieron los hermanos.
El almuerzo se inició con una suculenta sopa con trocitos de carne, verduras y legumbres, aderezada con salsa de almodrote, que rápidamente despertó el apetito de los comensales. Luego fue el turno de los deliciosos y aclamados zapallitos rellenos de Clelia. Los elogios que recibió esa noche la cocinera engordaron su ego y a su vez hicieron crecer la envidia de la negra Asunción. Nicanor, el mayordomo de la estancia que estaba al servicio de los De La Cruz desde hacía más de treinta años, tomó la jarra de plata y se dispuso a servir el vino Carlón. Se detuvo junto a Rosa María y antes de servirle miró a don Estanislao, esperando su aprobación. Cuando el patrón asintió con un ligero movimiento de cabeza, volcó un poco de vino en la copa de la señorita. A Rosa María se le permitía beber vino solamente en ocasiones especiales y aunque su sabor le parecía demasiado intenso, bebió un sorbo para no desairar a don Estanislao. Lo saboreó lentamente y no fue consciente del efecto devastador que provocó en los hermanos cuando deslizó la lengua por sus labios húmedos.
Inés, disimuladamente le hizo unas señas extrañas a Rosa María. Ella la miró confundida y cuando Inés hizo el gesto de secarse los labios, comprendió por fin lo que trataba de decirle. Tomó la servilleta y con suavidad se secó los suyos sin saber exactamente por qué era tan importante que lo hiciera.
Cuando Leandro apartó la vista de aquella imagen tentadora, descubrió a Marucho junto a la puerta de la cocina. El muchacho le hizo señas con una mano y él asintió con un ligero movimiento de cabeza que nadie percibió. Su visita a El Capricho poco tenía ver con el deseo de compartir tiempo con su familia; si bien cuando no los veía durante largos períodos los echaba de menos, especialmente a Rosa María, tenía asuntos más urgentes que atender. Le habían llegado rumores de que en Entre Ríos Urquiza no estaba conforme con el gobierno del “caudillo porteño” y que la relación entre ambos se había enturbiado después de que el entrerriano firmara unos tratados con la provincia de Corrientes, a pesar de que Rosas se había negado a pactar. Todos sospechaban que Urquiza, amparado en la riqueza económica de su provincia, estaba tramando algo en su contra.
—Si me disculpan, voy a salir a fumar un rato —se excusó Leandro poniéndose de pie. Pasó junto a su madre y le rozó el hombro; doña Francisca le dio unas cuantas palmaditas en la mano y sonrió. Era bueno tener a su hijo mayor otra vez en casa, aunque no podía evitar preocuparse por sus constantes viajes al interior y sobre todo por su falta de interés en el matrimonio. Ya estaba por cumplir veinticuatro años, tenía un buen puesto de trabajo en una imprenta de Buenos Aires y se esperaba de él al menos que les diera el primer nieto. Ya era un gran disgusto para su padre que no se ocupara de administrar sus tierras, tarea que había tenido que delegar a su hijo menor Enrique. Hablaría con Leandro al día siguiente para conocer cuáles eran sus planes para el futuro, y si no pensaba buscar esposa pronto, ella misma se encargaría de presentarle a una buena muchacha.
Don Estanislao y Enrique se encerraron en el salón para beber su habitual copa de coñac mientras se ponían al día con los asuntos de la estancia. Por su parte, Rosa María, en vez de retirarse a su habitación, se escabulló en el despacho sin que nadie la viera. Con gran esfuerzo acercó el sillón a la biblioteca, se encaramó sobre él y metió la mano entre unos antiguos ejemplares de Historia que habían sido enviados desde España por unos parientes de mamá Francisca. Sonrió cuando con la punta de sus dedos rozó el lomo de un libro que estaba al fondo del estante; se estiró un poco más hasta lograr hacerse con él. Lo estrujó contra su pecho como si de un tesoro se tratase y saltó al suelo. Tras reacomodar el sillón en su sitio, se tumbó en él elevando las piernas hasta la altura del pecho y se quitó los zapatos, olvidándose una vez más de comportarse como toda una señorita de sociedad. Una gran sonrisa le iluminó el rostro al descubrir que se trataba de un ejemplar gastado de Rimas, de Esteban Echeverría, uno de los escritores más admirados por Leandro. Él mismo le había relatado cómo, seis años atrás, Echeverría se había visto obligado a huir a Colonia del Sacramento después de adherir al fracasado Levantamiento de Dolores contra el gobierno rosista.
Que Leandro compartiera sus gustos literarios con ella le causaba una inmensa alegría. Él también conocía al dedillo sus preferencias, y en aquellos tiempos, donde era tan difícil incluso conseguir libros debido al bloqueo en la Santa Federación, Leandro hacía lo imposible por complacerla. Pensar en él siempre le arrancaba un suspiro. Compartían un secreto y eso le bastaba para sentirse feliz. Mamá Francisca, atendiendo a los consejos del padre Carmelo, le había prohibido leer otra cosa que no fuera la Biblia o el libro de salmos que llevaban los domingos a misa. Se deleitó con los versos de La Cautiva hasta perder la noción del tiempo. El ruido de unos pasos acercándose por el pasillo la alertó, cerró el libro y se incorporó de un salto. Alcanzó a esconderse debajo del escritorio justo antes de que la puerta se abriera. Casi lanza una exclamación de horror al descubrir que había dejado olvidados sus zapatos; se tapó la boca con la mano y se quedó quieta. Quien fuera que hubiese entrado al despacho, guardó silencio durante un buen rato, luego rodeó el escritorio y se acercó a la ventana. Reconoció de inmediato las botas de Leandro. Estaba a punto de abandonar su escondite para darle una sorpresa cuando alguien llamó a la puerta.
—Adelante, pasá —ordenó Leandro sin voltearse. Rosa María percibió la preocupación en el timbre de su voz.
—Permiso, patroncito.
Era Marucho, uno de los peones de la estancia.
—Tenés que hacerme un favor, Marucho. —Leandro se giró sobre sus talones y a paso firme se acercó al escritorio; Rosa María se echó hacia atrás por temor a que la descubriera y peor aún, creyera que lo estaba espiando—. Necesito que entregués un mensaje…
—¿A la misma persona de la otra vez? —lo interrumpió el joven incapaz de controlar su ansiedad. Las tareas que le encomendaba el hijo del patrón eran muchas veces peligrosas; pero él, como tantos otros, estaba más que dispuesto a entregar su vida por la causa.
—Sí, Marucho. Yo acabo de llegar y si abandono la estancia en este momento podría resultar sospechoso; debemos estar más atentos que nunca. —Hizo una pausa y se inclinó hacia adelante, apoyando ambas manos sobre el escritorio—. Sé de buena fuente que me están vigilando, cualquier precaución es poca, por eso es urgente que mi contacto esté al tanto de lo que sucede.
Rosa María se llevó una mano al pecho.
—Patroncito, no se preocupe, saldré esta misma noche y estaré de regreso mañana bien tempranito antes de que cante el gallo.
Leandro se dejó caer pesadamente en la silla, al hacerlo pisó el vestido de Rosa María. Ella cerró los ojos y se preparó para una reprimenda pero él ni siquiera se percató de que la delicada tela había quedado atrapada debajo de la suela de sus botas. El despacho volvió a sumirse en el más absoluto silencio mientras Leandro redactaba la carta que podía cambiar el rumbo de su vida.
—Acá tenés. —Se puso de pie y rodeó el escritorio—. Se la entregás en mano, nada de intermediarios —le advirtió.
—Quédese tranquilo, patroncito, sabe que puede confiar en mí.
Leandro jamás había puesto en duda la lealtad del muchacho, aunque en ocasiones se arrepentía de haberlo involucrado en sus asuntos. Respiró hondo y por primera vez desde que había puesto un pie en el despacho, se permitió relajarse.
—Me siento orgulloso de vos, Marucho —le dijo palmeándole el hombro.
Sin perder más tiempo, Marucho abandonó la casa rumbo a las caballerizas para cumplir con su encargo. Leandro salió detrás de él para encerrarse en su habitación.
En el despacho, Rosa María todavía intentaba asimilar lo que acababa de escuchar. El enigmático intercambio de palabras entre los dos hombres había dejado en claro sólo una cosa… Leandro estaba en peligro.
CAPÍTULO 2
—¡Niña, por lo que más quiera, quédese quieta! —suplicó la negra Felicia mientras intentaba marcarle los bucles al cabello de Rosa María con un hierro caliente.
Rosa María torció la boca hacia un lado y puso los ojos en blanco en un claro gesto de fastidio. No entendía por qué debía perder tiempo y hacérselo perder a la criada elaborando un peinado tan elegante si estaban en medio del campo.
—Sabés que si fuera por mí lo llevaría suelto, nana —protestó cruzándose de brazos.
Felicia la miró a través del espejo, desaprobando su conducta con un frunce de labios.
—Los bucles la hacen verse mayor, mi niña —manifestó atándole la melena rojiza con un lazo de seda roja—. Le dan un aire de elegancia que hasta la mesma Misia Manuelita envidiaría.
El comentario de la negra la hizo sonreír.
—¿De verdad pensás que me veo mayor? —Se acomodó los bucles que caían delicadamente a ambos lados de su rostro y se quedó viéndose en el espejo para convencerse de que lo que decía Felicia era verdad.
—Sí, mi niña, por supuesto. Sólo un ciego o un zonzo no verían que se está convirtiendo en toda una señorita.
Rosa María se puso de pie para contemplarse en el espejo de cuerpo entero. El sencillo vestido de muselina color lila que llevaba esa mañana le sentaba de maravillas, las pinzas del corpiño realzaban su estrecha cintura y marcaban la redondez de sus pechos que aunque no eran prominentes como los de su amiga Inés, armonizaban con el resto de su anatomía. Se puso de costado y respiró hondo, conteniendo la respiración para ver cómo lucían asomándose por encima del ajustado corsé. Cuando ya no aguantó más, soltó el aire con fuerza y sus pechos volvieron a su sitio.
—Nana, ¿a los hombres les gustan las mujeres con…? Ya sabés… ¿con pechos grandes? —preguntó bajando el tono de su voz. Siempre le había intrigado esa parte de su cuerpo en particular, sobre todo después de un incidente que le había tocado presenciar entre dos de los esclavos que aprovecharon la oscuridad de la despensa para manosearse sin ningún pudor. Ella había ido a buscar un poco de miel de caña para endulzar unos pastelitos y terminó siendo testigo de cómo la negra gemía retorciendo su cuerpo mientras el hombre le apretaba uno de los pechos con la mano cerrada.
Ante la audaz pregunta de Rosa María, Felicia puso los ojos como platos.
—¿A qué viene eso, mi niña?
—A nada, nana, no me hagas caso —se apresuró a responder, restándole importancia a sus propias palabras antes de que terminaran por comprometerla. Jamás le había contado a nadie lo que había visto en la despensa porque sentía vergüenza de tan sólo recordarlo—. ¡Me muero de hambre! Voy a ver si ya está listo el desayuno. —Pasó junto a su nana como un vendaval y abandonó la habitación en dirección a la cocina.
Ya desde la galería le llegó el olor a pan recién horneado. Saludó a las criadas con una sonrisa y Clelia la agasajó con un tazón de leche recién ordeñada y pastelitos de dulce de membrillo, que eran su debilidad. Le gustaba ese momento del día cuando los criados se juntaban en la cocina antes de empezar con las faenas de la casa y el campo. Como quien no quiere la cosa preguntó por el paradero de Marucho, pero nadie supo decirle dónde estaba. Creció su preocupación por el muchacho, quien la noche anterior le asegurara a Leandro que regresaría al despuntar el alba. ¿Y si le había ocurrido algo? Trató de apartar de su mente los malos pensamientos pero fue imposible; no estaría tranquila hasta que Marucho volviera sano y salvo a El Capricho. No pudo seguir desayunando, se le había cerrado el estómago. Necesitaba respirar aire fresco, así que se fue a dar un paseo por el jardín.
Doña Francisca dio unos cuantos golpes a la puerta de la habitación de su hijo antes de entrar. Se sorprendió al verlo parado junto a la ventana; Leandro era de los que disfrutaban levantarse tarde, aunque era evidente que algo lo inquietaba y lo había obligado a saltar de la cama antes de lo habitual. Cuando él se volteó y vio las ojeras en su rostro supo que tampoco había dormido bien.
—Buenos días, madre. —Se acercó para darle un beso en la frente y luego regresó nuevamente al pie de la ventana. Desde allí podía ver como Rosa María correteaba por el jardín con los hijos de los criados.
—¿Qué es lo que te tiene tan preocupado, querido? ¿Ha ocurrido algo en Buenos Aires que no nos has dicho?
Leandro negó con la cabeza. No tenía caso revelarle a su madre la razón de su angustia. Si bien ella procuraba mantenerse alejada del mundo de la política y sólo en contadas ocasiones se atrevía a expresar su opinión sobre la situación que atravesaba la Confederación, la lealtad que le profesaba a su esposo y por consiguiente al gobernador Rosas, los había puesto en bandos diferentes.
—¿Se trata de alguna mujer entonces? —preguntó entrando en el terreno que realmente le interesaba.
Él la miró sorprendido.
—¿Una mujer? No, madre, no se trata de eso tampoco. —Seguía atentamente cada uno de los movimientos de Rosa María en el jardín mientras se divertía con los niños jugando al gallito ciego. Un pañuelo blanco le tapaba los ojos y sus tobillos desnudos se asomaban por debajo de la falda del vestido cada vez que ella se lo levantaba para poder correr con más libertad. La luz del sol hacía brillar su roja cabellera, confiriéndole la imagen de un hada de fuego.
—Leandro, he estado hablando con tu padre y está de acuerdo conmigo en que es hora de que pensés en sentar cabeza. —Hizo una pausa para estudiar su reacción pero ante su falta de respuesta ni siquiera estaba segura de que la hubiera escuchado—. No sé si tenés a alguien en vista pero no será difícil encontrar a una muchacha de buena familia dispuesta a desposarte, querido. Precisamente el otro día me encontré con doña Matilde Sáenz en la iglesia y me comentó que están buscando marido para su hija mayor. ¿Te acuerdas de Valentina, verdad?
¡Por supuesto que la recordaba! La última vez que había visto a Valentina Sáenz había sido en una tertulia en casa de los Soler. La muchacha no se distinguía por su belleza; tampoco por su simpatía. En realidad no tenía ninguna gracia, muy por el contrario, todo en ella le resultaba desagradable. Desde el color de su cabello que parecía una mata de paja seca quemada por el sol hasta el molesto sonido de su voz. Además, para rematar, ni siquiera podía presumir de tener un cuerpo armonioso ya que era más alta que las muchachas de su edad y se asemejaba a una tabla con pies. Si un día decidía casarse, sin duda no lo haría con Valentina Sáenz. En realidad, el matrimonio no era algo que le quitara el sueño; entre el trabajo en la imprenta, los artículos que escribía para El Defensor de la Independencia Americana y mantener a salvo su identidad secreta no había tenido tiempo ni siquiera de enamorarse. Le dedicó una mirada fugaz a su madre y, cuando vio que ella esperaba una respuesta que no estaba preparado para darle, prefirió volver a concentrarse en lo que sucedía afuera. Rosa María había logrado atrapar a Andresito, el hijo de la negra Asunción, entre sus brazos y los demás niños revoloteaban a su alrededor gritando a viva voz su nombre. Ella se quitó la venda de los ojos, ahora le tocaba a Andresito ser el gallito ciego. Buscó refugio de los rayos del sol debajo de la galería y completamente exhausta, se dejó caer en uno de los bancos de madera.
Leandro fue incapaz de apartar la mirada cuando Rosa María se inclinó hacia adelante para cortar una flor y el escote de su vestido se movió, revelando más de lo permitido. Pudo distinguir la redondez y firmeza de sus pechos apretados dentro del corsé. La punzada en la entrepierna fue como un latigazo que sacudió todo su cuerpo. Cuando se volteó para comprobar que su madre no se hubiera dado cuenta de su reacción, descubrió atónito que doña Francisca ya no estaba más a su lado. ¿En qué momento había abandonado la habitación? ¿Cómo era posible que ni siquiera lo hubiera notado? No se reconocía a sí mismo; estaba distraído y no se debía solamente a la misión que le había encomendado a Marucho. Como una respuesta a todas sus dudas, susurró el nombre de Rosa María.
En un intento inútil por espantar de su mente cualquier pensamiento indebido, comenzó a dar vueltas por la habitación como un poseso, pero Rosa María se había adueñado hasta de su voluntad. Si cerraba los ojos, se le aparecía su rostro; si se tapaba los oídos, podía seguir escuchando su sonrisa. Se arrojó sobre la cama y se quedó con la mirada fija en el techo. Dejó escapar un suspiro cuando comprendió la dimensión de su problema…
Rosa María no llevaba su sangre pero siempre había sido, tanto para él como para Enrique, esa hermana menor a la que juraron proteger, después de conocer la tragedia que le había arrancado a sus padres. Fue viéndola crecer y ahora era testigo de cómo esa niña pecosa y regordeta a la que había enseñado a montar desde muy pequeña, se iba transformando en una hermosa mujer. Se maldijo por permitir que Rosa María volviera a ocupar sus pensamientos. No podía perder la cabeza por ninguna mujer, no cuando reinaba la tensión política y social en toda la Confederación y su mayor preocupación era salvar su pellejo y el de la gente que lo secundaba.
Se incorporó de inmediato, saltando de la cama casi con brusquedad.
Acababa de tomar una determinación… Esperaría noticias de Marucho y después se iría. No planeaba regresar a Buenos Aires, esta vez se reuniría con sus amigos en Montevideo. Era mejor poner tierra de por medio antes de cometer una locura.
Inés atravesó raudamente el pasillo y entró en la habitación de Rosa María como una tromba.
—Pensé que ya no vendrías —le recriminó Rosa María. Se estaba preparando para tomar un baño de tina después de pasar buena parte de la mañana correteando con los niños de la estancia.
—La patrona me entretuvo en la cocina —explicó la otra mientras la ayudaba a deshacerse del corsé.
—¿Se sabe algo de Marucho?
Inés enarcó las cejas.
—Es la cuarta vez que me preguntás lo mismo. ¿Por qué tanto interés en ese muchacho?
Rosa María dejó sobre la cómoda de estilo francés la cinta de raso que sujetaba su cabello y no dijo nada.
—¿Qué pasa, ya no confiás más en mí? —insistió Inés, fingiendo estar ofendida.
La muchacha se giró sobre sus talones y la miró con sus enormes ojos azules.
—¡Sos mi mejor amiga, Inés, por supuesto que confío en vos!
—¿Entonces por qué no me contás qué te traés con el tal Marucho?
Rosa María resopló. Resultaba imposible esconderle algo a la fiel Inés; había sido la única en darse cuenta de sus sentimientos hacia Leandro incluso mucho antes de que ella misma lo descubriera; también fue la primera en aconsejarle que se olvidara de él por su propio bien. No quería cometer ninguna indiscreción al hablarle sobre la conversación que había oído a hurtadillas entre Leandro y Marucho, pero necesitaba desahogarse con alguien. Puso un pie dentro de la tina de latón para comprobar la temperatura del agua y se acomodó en uno de los extremos, con las rodillas flexionadas. Inés se arrodilló a su lado, le alcanzó la pastilla de jabón de sosa y luego echó un poco de agua perfumada con jazmines sobre sus hombros.
—Anoche me encerré en el despacho de papá Estanislao para leer —comenzó a decir Rosa María mientras se enjabonaba los brazos—. Luego apareció Leandro…
—¿Estuviste a solas con él en el despacho? —exclamó Inés impulsándose desde el suelo como si fuera un resorte.
—No. Él ni cuenta se dio de que yo estaba ahí, me escondí debajo del escritorio —confesó.
Inés suspiró aliviada.
—¿Y entonces?
—Leandro estaba esperando a Marucho para entregarle una carta y el futuro de mucha gente dependía de que esa dichosa carta llegara a manos de su destinatario. Me asustó la manera en la que hablaban, Inés —manifestó angustiada—. Leandro mencionó que alguien lo vigilaba.
—El joven Leandro siempre ha tenido la cabeza llena de ideas raras, Rosa María. En los tiempos que corren, pensar diferente puede costar muy caro…
Rosa María dejó de enjabonarse súbitamente.
—¿Creés que… que la vida de Leandro corre peligro? —Clavó la vista en el agua y fue incapaz de moverse, incluso contuvo la respiración hasta que volvió a escuchar la voz de su amiga.
—No creo que sea para tanto —la tranquilizó Inés. Ella sabía que el hijo mayor de don Estanislao De La Cruz andaba metido en algún asunto turbio. Cuanto antes lo olvidara, mucho mejor para ella y para todos. ¡No se atrevía ni siquiera a imaginar lo que diría doña Francisca si se enteraba por quién suspiraba Rosa María! Aunque siempre había procurado el bienestar de la muchacha, alguna vez escuchó murmurar a las esclavas más viejas que la patrona no había visto con buenos ojos la llegada de Rosa María a la familia. A medida que pasaban los años y la niña crecía, también parecía aumentar la hostilidad hacia ella. Muchas veces le había insistido a su madre para que le contara lo que sabía, pero Amalia no estaba dispuesta a perder su trabajo así que mantenía la boca cerrada—. El joven Leandro sabe cuidarse muy bien las espaldas, no te hagas mala sangre por él —le dijo finalmente sabiendo que su recomendación le entraría por una oreja y le saldría por la otra.
Rosa María permaneció en silencio, absorta en sus inquietos pensamientos, mientras Inés le lavaba el cabello. Sólo consiguió calmarse cuando su amiga empezó a entonar una antigua canción portuguesa que había aprendido de su madre y que hablaba de una princesa que había dado a luz a un valiente muchacho protagonista de intrépidas hazañas.
Ninguna de las dos se percató de que ya no estaban solas. Escudado detrás de la puerta entreabierta, un par de ojos curiosos se deleitaba con la escena.
Enrique se disponía a bajar las escaleras cuando escuchó el murmullo de voces femeninas que provenía de la habitación de Rosa María. Avanzó por el pasillo con sigilo hasta la puerta que alguien había olvidado cerrar. Se asomó a través de ella y contuvo el aliento frente a la escena que tenía lugar a tan sólo unos pocos metros de distancia.
Rosa María se estaba dando un baño de tina con la ayuda de su inseparable amiga Inés. La parte sensata de su cerebro lo conminaba a alejarse mientras que el resto de su cuerpo le pedía a gritos seguir espiando a la culpable de sus desvelos. El intenso deseo que despertaba en él la muchacha fue finalmente el que ganó la batalla.
Cuando ella se levantó, colocándose en medio de la tina para que Inés la secara, Enrique apenas pudo controlar el cosquilleo que nació mucho más abajo de su cintura. La tela mojada del camisón de liencillo se adhería a las curvas de Rosa María, marcando los pezones rígidos y el triángulo carnoso entre sus piernas. Su respiración se fue haciendo cada vez más pesada y vencido por un irrefrenable impulso animal, su mano derecha terminó en la bragueta de sus pantalones. Contempló embrujado como se recogía la cabellera en lo alto de la cabeza exponiendo su esbelto cuello y parte de su espalda.
Un rumor que provenía de las escaleras lo obligó a apartarse de la puerta. Alcanzó a escabullirse detrás del cortinado de brocato y evitó ser descubierto por una de las esclavas más jóvenes de la estancia; esperó un tiempo prudencial hasta que la muchacha desapareció hacia el desván para cruzar rápidamente el pasillo en dirección a su habitación. Entró y recostado contra la puerta, se frotó la dolorosa erección que le había provocado Rosa María.
Cerró los ojos y respiró profundo; estaba empezando a perder la razón. Podía buscarse a alguna de las criadas, que sabía no tendrían ningún remilgo en revolcarse con él, pero no era lo que quería…; hundirse entre las carnes de las negras ya no lo satisfacía. El alivio estaba en otro lado, en los brazos de otra mujer y esa misma noche pondría fin a su tormento.
Marucho regresó a El Capricho cerca del mediodía. El viaje hasta la posada de don Saturnino Gutiérrez le había llevado más tiempo de lo pensado, a causa de los desvíos que tomó para evitar que alguien lo siguiera o lo interceptara en el camino. Una sonrisa de oreja a oreja le iluminaba el rostro; volvía con la satisfacción de haber cumplido una vez más con la misión que le había encargado el señorito Leandro.
Después de dejar a su alazán en las caballerizas para que descansara del viaje, pasó por la cocina para reponer fuerzas. Juliana, la hermana de Asunción, le sirvió unos mates con buñuelos recién hechos y aprovechó una vez más para coquetear con él. Marucho trató de evitar sus insinuaciones porque sabía lo que se venía luego, un rosario de reprimendas de la negra Asunción advirtiéndole que si le ponía un dedo encima a su Juliana se lo iba a cortar, y Marucho nunca sabía si en realidad se refería al dedo o a otra parte de su anatomía.
—Como siempre, te lucís con tus mates, Juliana —la elogió mientras se sentaba en el banco de madera que ella le alcanzó. No era cuestión tampoco de ser descortés con ella, al final de cuentas y aunque le costara reconocerlo, la negrita le gustaba.
Juliana se mordió el labio y batió las pestañas, gestos coquetos que había aprendido a imitar gracias a las tertulias que solía organizar doña Francisca en la estancia. Si a las señoritas casaderas les servía para conseguir marido, tal vez a ella le serían útiles para conquistar al escurridizo de Marucho.
—Contame, Marucho. ¿Dónde te habías metido? —le ofreció un mate y se sentó junto a él para reforzar su intención de que no lo soltaría hasta saber en qué andaba. Podía soportar cualquier cosa menos que hubiera abandonado la estancia para meterse en la cama de alguna chinita desabrida.
Marucho aspiró con fuerza la bombilla haciendo más ruido de lo normal con el único propósito de hacerla callar, pero Juliana era de las que insistían hasta el hartazgo, así que rápidamente fraguó una mentira para justificar su ausencia la noche anterior.
—El patrón me envió a la estancia de los Carranza para avisarle que las cabezas de ganado que compraron a medias no llegan hasta la semana que viene.
—¿Y pa’ hacer eso nomás tardaste toda la noche en volver? —inquirió la mulata, desconfiando.
Marucho bajó la voz.
—Pasé por la pulpería del gallego un rato —dijo poniendo cara de inocente—. Había un grupo de gauchos jugando al truco y me prendí a la timba.
—¿No habrás estado apostando plata, no?
—No, Juliana, claro que no —le juró besándose el dedo pulgar—. Tomé alguna que otra ginebra de más y preferí quedarme a dormir la mona en vez de cabalgar de noche.
Juliana lo miró con el entrecejo fruncido. La historia que acababa de oír sonaba bastante convincente, aunque había aprendido que no era prudente confiar demasiado en los hombres, mucho menos en aquellos que guardaban prolongados silencios o actuaban sospechosamente como venía haciéndolo Marucho durante los últimos meses, comportamiento extraño que se acentuaba cada vez que el señorito Leandro andaba cerca. Como si lo hubiera estado llamando con el pensamiento, en ese preciso momento el hijo mayor de don Estanislao De La Cruz irrumpió en la cocina.
Marucho le devolvió el mate a Asunción y se puso de pie de sopetón; al hacerlo, el banquito de madera donde había estado sentado rodó por el suelo.
—¡Marucho, por fin! —Leandro prácticamente se le abalanzó encima y antes de que pudiera articular media palabra lo sacó a rastras hacia la galería.
No había nadie pero cualquier precaución era poca, así que siguieron hasta el primer patio para hablar sin interrupciones. Allí, junto al rosedal que doña Francisca cuidaba con tanto esmero para luego ponderar ante sus amistades, una de las esclavas cortaba flores para perfumar las habitaciones de la estancia. Leandro le hizo señas de que se retirara y la muchacha obedeció sin chistar.
—¿Y bien? ¿Qué te dijo don Saturnino?
Marucho se abrió la chaqueta y del bolsillo de su camisa sacó un sobre.
—Me envió esto para usted, patroncito.
Leandro agarró la carta y rasgó el sello. El joven lo observaba atentamente mientras los ojos de su patrón se deslizaban por el papel con avidez. El rostro de Leandro De La Cruz fue mutando de la incertidumbre a la consternación en cuestión de segundos. Luego, estrujó la carta con rabia hasta convertirla en un bollo arrugado de papel.
—Malas noticias…
—Las peores, Marucho. —Se mesó el cabello con manos temblorosas y expiró profundamente—. Como temíamos, me han descubierto. Alguien le ha habado de mí a Rosas y se prepara una emboscada para detenerme. Don Saturnino está dispuesto a darme una mano; un amigo suyo me espera mañana por la noche, cerca del río, con un bote para que cruce a Montevideo.
—¿Se nos va entonces, patroncito?
—No tengo otra salida. Si me quedo acá soy hombre muerto.
—Yo voy con usted —dijo de repente, sin pensar realmente en las consecuencias de su propuesta.
—No, Marucho. No pienso arriesgar el pellejo de nadie, menos el tuyo, mi fiel amigo. —Le dio una palmada en el hombro—. Partiré esta noche después de la cena, cuando todos estén dormidos. Vos procurá tener el caballo listo y un morral con suficientes provisiones para aguantar un par de días. También voy a necesitar que me prestés algo de tu ropa. —Marucho asintió—. Y no ensilles a Bandido, prefiero que se quede en la estancia porque Rosa María se ha encariñado mucho con él.
—Le ensillo al Patalarga, hoy no lo cabalgó nadie y está descansado.
Leandro asintió y le pidió a Marucho que lo dejara solo; necesitaba meditar con calma los próximos pasos a seguir. Sólo tenía una cosa en claro y era que si regresaba a Buenos Aires, su cabeza terminaría clavada en una estaca en la Plaza de la Victoria. La primera parte del plan era cruzar el río por la zona del Bajo sin ser visto; si salía con bien de esa arriesgada empresa, alcanzar la otro orilla era pan comido. Ya en territorio oriental se ocuparía de llegar hasta el mismísimo general Gregorio Aráoz de Lamadrid, quien desde el exilio luchaba en contra del régimen rosista, y se pondría a su entera disposición. Si no había conseguido combatir al tirano con la palabra, tal vez podría hacerlo con la espada.
Por la tarde se armó un gran revuelo en la estancia cuando llegó un chasque trayendo un mensaje del brigadier Rosas para el patrón. Los hombres se encontraban recorriendo los campos y las mujeres bordaban en la galería mientras la negra Asunción les cebaba unos mates.
Doña Francisca, presa de la curiosidad, leyó la nota que iba dirigida a su esposo sin importarle que luego él pudiera regañarla por su atrevimiento. Rosa María levantó la vista de la tela y observó el gran cambio que se obró en el rostro de su madre.
—¡Albricias! Manuela va a dar una tertulia en Palermo de San Benito mañana por la tarde y don Juan Manuel quiere que toda la familia asista —exclamó con tanto ímpetu que su bordado fue a caer al suelo—. Dispondré todo para volver a Buenos Aires cuanto antes. Mi querido esposo ya no podrá retenernos más tiempo en el campo.
No era secreto para nadie que a doña Francisca le agradaban cada vez menos los viajes a la estancia. Ella prefería soportar el calor y el ambiente nauseabundo de la ciudad en el verano antes que recluirse en El Capricho. Era en Buenos Aires donde se desarrollaban los acontecimientos importantes. Su mayor preocupación en ese momento era buscarle esposas a sus hijos, y ciertamente no iba a encontrarlas en medio del campo. Tal vez en la tertulia que ofrecía el gobernador podría matar dos pájaros de un tiro y encontrar mujer no sólo para Leandro sino también para Enrique.
Cuando don Estanislao y sus hijos regresaron del campo fueron de inmediato puestos al tanto de las novedades; como era de esperarse, y para beneplácito de doña Francisca, se dispuso la vuelta a Buenos Aires a la mañana siguiente.
CAPÍTULO 3
Durante la cena, Leandro prácticamente no participó en la conversación. Se limitaba a asentir con la cabeza o a responder con algún que otro monosílabo para no desairar a los demás. Tenía la certeza de que la invitación que había enviado Rosas formaba parte de su estrategia para atraparlo, él mismo había leído la carta en donde se pedía expresamente que asistiera toda la familia. Seguramente esperaba poder arrestarlo en la tertulia, delante de los invitados, para que a nadie le quedara dudas de que él era un traidor. Bebió un poco de vino y observó a su madre por encima de la copa. Se le atenazó el estómago ante la terrible posibilidad de no volver a verla. Doña Francisca Hernández de De La Cruz era una mujer de carácter fuerte y difícil de doblegar; sin embargo, cuando se trataba de alguno de sus hijos esa fortaleza que la caracterizaba se esfumaba por arte de magia. Sabía que sufriría por su repentina partida, pero era mejor un hijo en el exilio que uno muerto. Puso luego la atención en su padre, aquel criollo de voz pausada y elegante que tras servir varios años en la milicia había conseguido forjarse un nombre como uno de los ganaderos más prósperos de la Confederación. La política había abierto un enorme abismo entre ellos y aunque don Estanislao pretendía hacer creer a todo el mundo que ignoraba en qué andaba metido su hijo, tenía la seguridad de que estaba al tanto de cada paso que daba.
Su hermano soltó una carcajada en ese momento, captando toda su atención. Enrique era sin dudas el justo sucesor de don Estanislao De La Cruz; administraba las tierras que habían pertenecido a la familia durante tres generaciones con una pericia envidiable, y además tenía una habilidad innata para los negocios. Cualidades con las cuales supo ganarse de inmediato la confianza de su padre a pesar de no ser el primogénito.
Enrique sabría llevar el buen nombre de los De La Cruz a lo más alto, mientras que él con sus ideales unitarios sólo conseguiría hundirlo en las profundidades del fango.
Era mejor para todos que se fuera, incluso para Rosa María…
La contempló a hurtadillas mientras la muchacha degustaba el arroz con leche que ella misma había preparado esa tarde para agasajar a la familia en la última cena que compartirían en la estancia.
La fuerte atracción que había despertado en él era un motivo más para abandonar Buenos Aires. Guardaba la esperanza de que al no tenerla cerca lograría arrancarse ese intenso sentimiento que había empezado a anidar en su pecho. No quería ni imaginarse el escándalo que supondría el haber puesto los ojos en la mujer equivocada. Pensó en su madre… no soportaría el disgusto.
El vino se le quedó atravesado en la garganta cuando Rosa María lo descubrió mirándola. Ella le dedicó una sonrisa cómplice y fue todo lo que Leandro necesitó para terminar de convencerse de que partir hacia el exilio era la decisión más sensata que podía tomar.
Alegó un molesto dolor de cabeza cuando su padre y su hermano lo invitaron a que los acompañara al salón. Esa noche en particular no tenía deseos de enfrascarse en ninguna discusión sobre política.
—Estoy cansado, padre. El viaje a Buenos Aires será largo —dijo pensando en su propia travesía. Le dio un caluroso abrazo, gesto que dejó muy sorprendido a don Estanislao. Luego hizo lo mismo con su hermano y por último, se acercó a su madre y la besó en la mejilla—. Dios me la bendiga, madrecita.
Doña Francisca le acomodó el mechón rebelde de cabello negro que le caía sobre la frente y le sonrió.
—Descanse, m’hijo.
Cuando llegó el turno de despedirse de Rosa María, se dio cuenta de que le habían empezado a sudar las manos y las palabras se le atoraron en la garganta. Ella se lo quedó mirando, esperando con ansias un abrazo cariñoso como el que Leandro había dado a su padre y a su hermano, o un beso tan lleno de dulzura como el que había depositado en la mejilla de doña Francisca. Pero Leandro no hizo ni una cosa ni la otra, simplemente pasó por su lado sin siquiera mirarla, dejándola allí parada en el medio del salón, con una expresión de total desconcierto en el rostro.
Con lágrimas en los ojos, Rosa María salió corriendo por la otra puerta en dirección a la galería, se tropezó con Felicia y casi se da de bruces contra el suelo.
—Mi niña, ¿qué le pasa?
Rosa María no dejaba de llorar y entre hipidos le relató a su nana la terrible vergüenza por la que acababa de atravesar. Se acurrucó en el pecho de la negra y poco a poco fue calmándose.
—Usted sabe lo que pienso, mi niña. —Le dio unas palmaditas en la espalda—. Nunca debió poner sus ojos en el señorito Leandro…
—¡Él me quiere, nana! ¡Yo lo sé! —replicó separándose de los cálidos brazos de Felicia.
La esclava sacudió la cabeza, negándose a creer lo que con tanta convicción clamaba Rosa María.
—Sáqueselo de la cabeza, mi niña, es lo mejor que usted puede hacer.
—No, nana, no puedo… —se tocó el pecho—. Leandro no está sólo en mi cabeza, está aquí, en mi corazón.
—No, no —insistió Felicia—. Olvídese de él antes de que se desate la tragedia.
Rosa María frunció el ceño.
—¿De qué tragedia hablás?
—De nada, mi niña, no me haga caso. Le voy a pedir a la Virgen del Luján que obre el milagro —manifestó al tiempo que apretaba la medallita que colgaba de su cuello y que se perdía entre la voluptuosidad de sus pechos.
—No quiero que reces para que olvide a Leandro, nana, rezá para que se dé cuenta de lo que siente por mí —replicó con exasperación.
Felicia se santiguó. En ciertos aspectos, Rosa María continuaba siendo una niña y no comprendía la magnitud de sus palabras; su carácter ingenuo le impedía percatarse de lo que realmente sucedía a su alrededor; sólo un ciego era incapaz de ver que había despertado la pasión no sólo del señorito Leandro sino también la de su hermano Enrique. Cuando Rosa María le dijo que quería estar sola, se negó a dejarla. Conocía demasiado bien a la muchacha y de inmediato sospechó que tramaba algo, se pegó a ella durante el resto de la noche hasta que apenas pudo mantenerse en pie. Con los párpados pesados la acompañó hasta su habitación y se aseguró de que se metiera en la cama.
—Hasta mañana, mi niña.
—Que descanses, nana.
Apenas Felicia cerró la puerta, saltó de la cama y en camisón se escabulló hasta el final de la galería. Todo su cuerpo se estremeció cuando sus pies descalzos pisaron las baldosas frías del patio. Por el rabillo del ojo creyó distinguir una sombra que se movía en dirección al portón que conducía a las caballerizas. Se escondió detrás del aljibe para asegurarse de que no había sido fruto de su imaginación. De pronto, la sombra se materializó detrás de ella y casi le da un síncope cuando alguien le puso una mano en el hombro.
—¿Qué estás haciendo levantada, Rosa María?
Dejó escapar un gran suspiro de alivio al reconocer la voz de Leandro. Se dio vuelta y se sorprendió que estuviera vestido como un peón más de la estancia. Le causó un extraño efecto verlo así, con el poncho colorado y el chiripá, sin embargo, aquel aspecto tosco no le quitaba un ápice de atractivo. Entonces reparó en el morral que colgaba de su pecho y al bajar la vista, descubrió que también tenía puestas sus botas de montar.
—Leandro…
—No podés andar sola de noche por la estancia, Rosa María, menos en camisón —le reclamó. No esperaba aquel encuentro y ahora que la tenía enfrente sabía que sería mucho más difícil decirle adiós.
Ella tocó el morral, luego alzó la cabeza. Leandro agradeció que la oscuridad de la noche no le permitiera ver el intenso azul de sus ojos.
—Te vas…
Leandro asintió.
—Es por esa carta que ayer te trajo Marucho, ¿verdad?
—¿Cómo sabés lo de la carta?
—Yo estaba allí y escuché todo —confesó por fin—. ¿Qué has hecho, Leandro?
Él respiró hondo y la asió de la barbilla. Notó que estaba temblando.
—Nada de lo que tenga que arrepentirme, te lo juro —le aseguró. Podía soportar el repudio de sus pares y la constante persecución de la cual era víctima por pensar diferente, pero ahora sabía que jamás podría vivir con el desprecio de Rosa María.
—Llevame con vos —pidió de repente, descolocándolo por completo.
—No me pidas eso, Rosa María. Sabés que no puedo llevarte conmigo, le han puesto precio a mi cabeza y es inminente mi detención. Alejarme de Buenos Aires en este momento es mi única salvación. —El viento le arremolinaba el cabello, azotándolo contra su rostro. Tuvo ganas de acariciarlo pero reprimió el impulso apretando los puños con fuerza.
—¿Adónde irás?
—Es mejor que no lo sepas.
—Mamá Francisca va a morirse de la tristeza… —dijo en un último intento por convencerlo de que se quedara.
—Le he dejado una carta con Asunción, explicándole el motivo de mi partida. Será doloroso al principio pero confío en que entenderá por qué lo hago.
—¡No quiero que te vayas, Leandro! —rogó, arrojándose intempestivamente en sus brazos.
Él se quedó inmóvil, sintiendo como el calor de su cuerpo se traspasaba al suyo a través de la tela de su camisa. Lo embriagó el delicado perfume de su piel y por un segundo, estuvo a punto de derribar la barrera que él mismo había erigido entre ambos. Para su buena fortuna, Rosa María se apartó bruscamente de él.
—Rosa María, tenés que entender que es peligroso que vengas conmigo —le dijo sujetándola de los hombros con firmeza—. Te prometo que cuando todo se calme te voy a escribir, mientras esté lejos podés leer los libros que te traje, será una manera de que estemos juntos.
Ella no dijo nada pero Leandro percibió su enojo.
—¡No quiero tus libros, te quiero a vos! —Gritó de pronto, quebrando el silencio de la noche.
—Rosa María, no digas tonterías…
—No son tonterías, te quiero y si no te lo digo ahora, ¿cuándo voy a poder hacerlo?
—Callate —le pidió, haciendo un enorme esfuerzo por no envolverla entre sus brazos para volver a sentir su calor.
—Te quiero, Leandro, con tanta intensidad que duele —confesó echándose sobre su pecho con los ojos llenos de lágrimas.
Él sacudió la cabeza, negándose a seguir escuchándola, reprimiendo el acuciante impulso de revelarle sus propios sentimientos.
—Basta, Rosa María, por favor…
Leandro le hablaba ahora con la voz más ronca y la muchacha percibió el temblor en su cuerpo. Hizo algo impensado, puso su mano en el cuello masculino y la deslizó lentamente por debajo del poncho, llegando hasta la abertura de su camisa. Sintió cómo los músculos de Leandro se tensaban bajo el influjo de su caricia.
—¿Vos no me querés, Leandro? —preguntó, cerquita de sus labios mientras se sostenía de la punta de sus pies para estar a su altura.
—Claro que te quiero. —Hundió el rostro en su cabello. Era suave y olía a jazmines.
Ella curvó sus labios en una sonrisa; sonrisa que se esfumó rápidamente cuando escuchó lo siguiente que Leandro le dijo.
—Sos mi hermanita, te quiero y me preocupo por vos.
—¡No! ¡No soy tu hermana! —replicó con enfado.
—Como si lo fueras —insistió en un último y desesperado intento por hacerla entrar en razón.
Sus palabras tuvieron el efecto deseado; Rosa María se apartó y él sintió en su pecho un frío penetrante, nunca antes experimentado. ¡Sólo Dios sabía el inmenso dolor que le provocaba tener que alejarse de su lado!
Ella mantuvo un prolongado silencio pero al menos ya no lloraba.
—Fuiste criada como un miembro más de la familia y todo el mundo nos ve como si fuéramos hermanos. Mis padres te sienten como suya aunque por tus venas no corra nuestra misma sangre —manifestó sin saber a ciencia cierta a quién de los dos trataba de convencer realmente de que cualquier sentimiento ajeno al amor fraternal estaba prohibido entre ellos.
Rosa María asintió con un ligero movimiento de cabeza ya que el nudo que le atravesaba la garganta le impidió hablar. Ella siempre había estado convencida de que enamorarse era algo bonito, de que sería amada con la misma intensidad con que eran amadas las protagonistas de las novelas que leía a escondidas. Se había atrevido a volar demasiado alto, posando sus ojos en quien no debía, en un amor que estaba vedado a ella desde el primer momento. Pero, ¿cómo se hacía para arrancarse ese sentimiento del corazón? ¿Cómo podría ordenarle a su cabeza que ya no pensara más en él? Leandro se le había metido en la sangre… esa sangre que ni siquiera compartían y que los había condenado a vivir separados.
Respiró hondo, expulsando con fuerza el aire de sus pulmones y sin mirarlo a los ojos dijo:
—Está bien, Leandro, vos ganás…
A Leandro le dolió en el alma verla resignada, pero era lo mejor para todos. Se sentía terriblemente egoísta por querer partir hacia el exilio con la tranquilidad de que Rosa María por fin comprendía cuán equivocada estaba al haberse enamorado de quien no debía. El tiempo y la distancia se encargarían de hacer que ella lo olvidara. Él intentaría hacer lo mismo.
—Debo irme, Rosa María.
Las palabras de Leandro, implacables y categóricas, le sonaron más a una sentencia de muerte que a una despedida. Cuando le rozó la mejilla con el dorso de la mano, Rosa María apretó los párpados para evitar derramar más lágrimas. De nada servía echarse a llorar, Leandro se iría de todos modos. No supo de dónde juntó las fuerzas necesarias para mirarlo a los ojos sin derrumbarse.
—Yo te esperaré, Leandro… siempre —le prometió con apenas un hilo de voz—. Cuidate mucho, por favor y volvé pronto.
—Te escribiré, esa es mi promesa —le dijo mientras se iba alejando de ella. Regresar pronto a Buenos Aires no dependía solamente de él y prefería anteponer el bienestar de su familia al suyo.
Rosa María se quedó allí, junto al aljibe, sosteniéndose con fuerza del brocal para no salir corriendo detrás de Leandro. Lo observó desaparecer furtivamente entre las sombras de la noche; elevó sus ojos al cielo y le pidió a la virgencita de la Merced que allá donde fuera, cuidara siempre de él.
Un relámpago que iluminó el patio, la ensordeció. Se cubrió la cabeza con ambos brazos y corrió hacia la casa cuando empezaron a caer las primeras gotas. El ruido de la lluvia golpeando contra el tejado amortiguó su pasó por la galería; entró despacio a la habitación por temor a que su nana la estuviera esperando. Respiró aliviada cuando vio que no había nadie. Se secó el cabello con una toalla antes de meterse en la cama. Se arrebujó debajo de las sábanas aunque no pudo conciliar el sueño de inmediato; se entretuvo mirando las diversas formas que dibujaba la luz de la lámpara de aceite sobre las paredes, imaginándose desde flores exóticas hasta criaturas mitológicas. Cualquier distracción valía para apartar de sus pensamientos a Leandro.
No supo exactamente cuándo se quedó dormida, pero un ruido extraño la despertó. La lámpara estaba apagada y la habitación, sumida en la oscuridad más