El conjunto del libro está dedicado a la memoria de Luis Viñuela, muerto trágicamente al salir de la adolescencia. «Los de allá arriba» está dedicado a la memoria de Dolores Laborda, que se reía mucho con él. «El desertor», a Chema Sarmiento, que lo puso en cine, y «La torre del alemán», a la memoria de Juan Benet, andariego curioso por los mismos valles que se evocan en el cuento.
Prólogo
En el prólogo a la antología 50 cuentos y una fábula, donde en 1997 reuní los cuentos que había venido publicando hasta entonces, explicaba que Cuentos del reino secreto «es una recreación de ciertos parajes leoneses, rurales y urbanos, de mi infancia y adolescencia, con la intención de introducir en ellos historias fantásticas». En aquel prólogo había hablado antes de que, como una prolongación de las historias oídas en mi niñez y de la literatura fantástica que tanto me había interesado en mi juventud, al escribir este libro había tenido la intención de «naturalizar lo fantástico en mi experiencia», añadiendo que el libro «sería un ejemplo de aquel propósito de llevarme lo fantástico a mi ciudad, a mis aldeas, a mis primeros paisajes, para colorear con ello aquel mundo que, subyugándome en ciertos aspectos, me resultaba al tiempo tan adusto y hermético».
Un crítico apuntó que esa declaración parecía mostrar la voluntad de inaugurar una tradición. Yo no había sido tan pretencioso, pues la tradición de lo fantástico en la literatura española, aunque menos vigorosa que la del realismo, es aún más antigua, pero lo cierto es que tuve la intención de profundizar en ese campo, consciente no sólo de seguir una de las líneas venerables de mi propia cultura literaria, sino también para intentar enfrentarme a la ignorancia, el olvido o el menosprecio que desde los cuarteles del canon se suelen mostrar hacia ella.
De manera que en Cuentos del reino secreto hay muchos temas habituales en el imaginario fantástico: azarosas relaciones entre la realidad y su simulacro, saltos maravillosos en el espacio y en el tiempo, desdoblamiento de personas y lugares, metamorfosis, fantasmas, rebelión y hasta tiranía de los objetos, interferencias de delirio y vigilia, todo lo que, a mi juicio, se acomoda con tanta naturalidad al mundo de la ficción literaria.
Lo que entonces no conté fueron las circunstancias en que escribí los cuentos del libro, y creo que merece la pena, pues siendo del todo cierto, parece corresponder al argumento de un cuento fantástico. Hacia 1980, un amigo que por entonces se dedicaba al comercio de antigüedades y que tenía tienda en León, en una calle cercana a la catedral, me vendió una mesa de lo que él llamaba estilo «tudor-rural», un antiguo velador de madera de roble, el tablero de unos noventa centímetros de diámetro susceptible de colocarse verticalmente para poder retirar el mueble contra la pared, con numerosas señales de carcoma en su pie trifurcado.
Por entonces yo ya tenía un pequeño reducto escritorio, con su correspondiente mesa, pero el mueble nuevo despertó mi curiosidad por comprobar si ese tablero abatible, sujeto por un viejo resorte de hierro, permitía que el velador fuese un objeto realmente útil, de modo que un día lo utilicé para hacer unas anotaciones: y de repente, mientras escribía, tuve la iluminación de numerosas tramas literarias, por lo que intuí, maravillado, que el velador estaba impregnado de cuentos.
Mi sospecha se fue confirmando en días sucesivos, y sobre ese velador tudor-rural escribí este libro a lo largo de un año y pico, pese a las incomodidades del bailoteo del tablero y del lugar en que el mueble se encontraba, alejado de mis libros y objetos usuales a la hora de escribir, de modo que esta colección de cuentos podría haberse titulado también Cuentos del velador, lo que además hubiera llevado en su nombre una evocación de aquellas «veladas» en las que se contaban cuentos, palabra que deriva, precisamente, de las velas con que la gente iluminaba esas reuniones, veladas que en León recibieron, entre otros, el nombre de «filandones», por la actividad manual que las presidía, que era la de hilar.
Embebido en la escritura de los cuentos que el velador traía, recuerdo una llamada muy alarmada de mi hermano, que por entonces participaba activamente en la restauración democrática, el día 23 de febrero de 1981, que me hizo regresar de mi embeleso, como si la mesa fuese además un vehículo que me transportaba a una dimensión muy apartada de la realidad. También debo decir que, concluido el libro, la mesa perdió su capacidad de estímulo literario, y la contemplé como el viejo velador con el tablero mal ajustado que es, donde se escribe sin comodidad, adecuado sólo para sostener un jarrón con flores y algunos retratos familiares. Sin embargo, acaso hace muchos años sirvió para sostener las velas o las lámparas de reuniones en las que se contaban cuentos y se relataban historias inquietantes, y yo encontré el rastro de las que aún lo impregnaban.
Tengo que añadir que algunos de estos cuentos resultaron proféticos en cierto