Almanegra (Trilogía del perdón 2)

Florencia Bonelli

Fragmento

(1750-1753)
Capítulo I

Aitor Ñeenguirú se despertó confundido y con el cuerpo agarrotado. Tragó varias veces para humedecer la garganta, y la boca le supo a podrido. Frunció el ceño y se incorporó a medias, apoyando el antebrazo en el suelo. Una presión en las sienes le causaba un dolor tan agudo, que terminó por provocarle arcadas. Intentó apaciguar la tormenta de su estómago tomando largas inspiraciones, pero fue en vano. Vomitó en el piso de piedra. Al mal sabor de boca se le sumó el del vómito, y no colaboró para que se sintiese mejor. Escupió varias veces y se secó con la manga de la camisa.

Estudió el entorno con ojos legañosos y se acordó de que la noche anterior, después de enterarse de la peor noticia de su vida, había terminado en la torreta, borracho y soñando que le hacía el amor a Emanuela. La felicidad que había experimentado en el sueño colisionó con la realidad, y le acentuó el dolor de cabeza y el malestar del estómago. Estiró la mano y sujetó los tres objetos que había hallado al pie del telescopio: el soneto ciento dieciséis de Shakespeare traducido al guaraní, el collar de conchillas que le había regalado a Emanuela en su quinto cumpleaños y la piedra violeta que le había traído del río.

Se sentó con cuidado, los ojos cerrados y la respiración acelerada. Cada movimiento le provocaba ecos de punzadas y malestares. Al levantar los párpados, la descubrió a Olivia, dormida a pocos palmos de él. Desnuda. Las imágenes lo bombardearon, y comprendió, entonces, que había soñado que le hacía el amor a su Jasy, cuando en realidad se lo hacía a la india. Se sujetó la cabeza y ahogó un grito de frustración, seguro de que había plantado su semilla en el vientre de la muchacha, algo de lo que siempre se había cuidado.

—Mierda —masculló, en tanto un sentimiento de odio e ira se apoderaba de su endemoniado carácter. Se odiaba a sí mismo y odiaba a la mujer que yacía cerca de él porque, juntos, habían lastimado profundamente a Emanuela, al extremo de conducirla a tomar una decisión con la cual él aún no se reconciliaba, con la cual jamás se reconciliaría: su amada Jasy había abandonado el pueblo, a su familia y, sobre todo, a él. ¿Cómo haría para empezar cada jornada sin ella?

Se puso de pie sujetándose a la pared y apretándose los párpados. No quería vomitar de nuevo. Respiró lenta y profundamente hasta que se detuvieron los giros en su cabeza y se creyó capaz de caminar. Lo hizo dando tumbos y, mientras se alejaba hacia la puerta, no echó un vistazo a la mujer que quedaba sola, tendida en el suelo. Al salir, se dio cuenta de que el pueblo dormía. Bajó con cuidado la escalera externa y, al llegar al final, se alegró de encontrar a su fiel caballo, que lanzó soplidos y piafó a modo de queja. Incapaz de montarlo sin riesgo a terminar escupiendo el estómago, lo condujo por la rienda hasta su casa, donde lo ató en el horcón de la enramada. Como no se atrevía a entrar, se sentó en el suelo, apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos. Tuvo la impresión de que habían pasado algunos segundos cuando escuchó la voz de su madre.

—Aitor, hijo, despierta.

—No, déjame.

—Vamos, abre los ojos.

—No puedo.

—Entonces, bebe esto con los ojos cerrados. Es una tisana de toro-ka’a. Te calmará el malestar. Manú siempre se la daba a Laurencio abuelo cuando se chupaba.

Malbalá le colocó la calabacita en la mano y la guió hasta los labios de su hijo.

—Cuidado, está caliente. Pero caliente será mejor. Así, muy bien —lo animó cuando Aitor tragó el primer sorbo—. Después te vas derechito al arroyo y tomas un baño, que apestas a alcohol y a vómito, hijo mío.

Acabó de beber la infusión y permaneció sentado, con la cabeza contra la pared y los ojos cerrados, hasta que el estómago se le fue asentando y la pulsada en las sienes, calmando. Escuchaba que su madre se movía cerca de él, y también los ruidos que hacía Bruno dentro de la casa mientras se vestía para ir a trabajar. Y él, ¿qué haría? Sin duda, tomaría el baño que le había sugerido su madre. Pero, ¿y después? ¿Cómo seguiría adelante si el aire que necesitaba para respirar lo había abandonado? Los ojos se le calentaron bajo los párpados cerrados. No quería llorar, no quería sentir lástima de sí mismo. Él era el único culpable de la tragedia que lo asolaba. Él tendría que buscar la salida.

Más animado, se incorporó con precaución. Por fortuna, el entorno había cesado de girar y ya no lo asaltaban las náuseas. Descubrió la muda, el paño de algodón, el pedazo de jabón y el pote con ungüento de urucú que le había dejado su madre y, sin decir palabra, los tomó y se marchó caminando hacia el arroyo. Se le ocurrió ir al lugar secreto, ese recodo del Yabebirí oculto en un sector especialmente denso de la selva, donde él y Jasy habían compartido momentos inolvidables bajo la cascada. Enseguida rechazó la idea; no se torturaría; lo que precisaba era recobrar el dominio y la calma para razonar. Desde ese día y hasta el día en que soltase el último respiro, encontrar a Emanuela se convertiría en el sentido de su existencia.

El agua estaba helada, y recibió con gusto el impacto del frío en el cuerpo; lo despabiló de un golpe. Se enjabonó deprisa y con vigor, hizo buches y gárgaras para deshacerse del mal aliento y se lavó el pelo. Salió del arroyo, se envolvió en la pieza de algodón y se friccionó los brazos y el pecho para entrar en calor. Más a gusto, con la tela echada a la espalda, se sentó sobre unas rocas y se quedó mirando fijamente la superficie del agua, que iba aquietándose.

Los ojos se le llenaron de lágrimas, cuya calidez contrastó al rodar por las mejillas frías. Le costaba creer que regresaría al pueblo y Emanuela no estaría allí para recibirlo con la alegría que siempre la acompañaba, desde niña, y que ella nunca había perdido. Nadie lo había mirado con la devoción de su Jasy. Nunca se lo dijo y en ese momento se arrepentía, pero, cada vez que sus ojos azules le decían cuánto lo admiraban y cuánto confiaban en su fuerza y en su destreza, él se sentía poderoso, con la capacidad para vencer cualquier batalla. Se cubrió la cara y lloró en silencio, aterrado por la idea de no volver a verla, y también por la posibilidad de que, si la encontraba, ella lo contemplase con odio y desprecio. Ese pensamiento le arrancó un rugido de rabia y frustración. Lo había tenido todo y lo había perdido en unos segundos de debilidad e insensatez. Se arrepentía profunda y sinceramente. ¿La vida no le daría otra oportunidad? Quería redimirse, pedirle perdón, besarle los pies, mojárselos con lágrimas, levantar la vista y encontrarse con la mirada dulce y amorosa de su Jasy.

—¡Jasyyy! —exclamó, con los puños apretados y la cabeza echada hacia atrás.

El clamor agitó a las aves, que profirieron graznidos y echaron a volar en bandada. Su lamento se propagó también en la densidad de la vegetación y alteró a los animales, que aullaron y gruñeron y se agitaron en los árboles y en el suelo.

—¡Perdóname, amor mío! ¡Perdóname! ¡Perdóname! Perdóname —susurró al final, casi sin voz, y

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