El presidente.

Carlos Alberto Montaner

Fragmento

1
Príncipes y presidentes

EL PRÍNCIPE

La imagen que nos queda de Nicolás Maquiavelo es un retrato de Santi di Tito, pintado algunos años después de la muerte del escritor, ocurrida en 1527. Probablemente Di Tito lo copió de un original que se ha perdido, en el que se ve, de medio cuerpo, a un señor delgado, de cabeza pequeña, cabellos cortos y sonrisa irónica, con rasgos insignificantes, como de roedor, enfundado en un peto negro y una holgada camisa rojiza.

En 1513, este florentino culto y discreto, versado en lenguas clásicas, escribió El príncipe. Estaba preso por orden de los Medici, aunque les dedicó la obra (quizá lo hizo por eso). Había sido un diplomático notable en aquellos turbulentos años de batallas entre las diferentes ciudades y “repúblicas” italianas. Le tocó perder y lo apresaron y torturaron. Lo soltaron y lo volvieron a encarcelar permitiéndole, finalmente, una especie de laxo arresto domiciliario.

Nada de rasgarse las vestiduras ante estos hechos: era la práctica habitual de la época. No obstante, Maquiavelo, aunque estaba entre rejas o encerrado en una casa, tuvo la suficiente presencia de ánimo para escribir un breve tratado sobre las cualidades y conductas que debía adoptar el mandamás para ser eficaz y conservar el poder frente a los enemigos y peligros que inevitablemente lo acechaban.

No dice qué modelos de gobernante admira, pero todo parece indicar que se trataba de César Borgia o de Fernando II de Aragón, viudo —lo era cuando se escribió el libro— de Isabel I, reina de Castilla. El papa había designado al matrimonio como los “reyes católicos” por la más pueril de las razones: al de Francia lo hacía llamar “rey cristiano”. Era una cuestión de celos entre los monarcas o de la habilidad de Roma para las relaciones públicas.

Maquiavelo murió sin haber visto su libro publicado y sin imaginarse que la obra lo catapultaría a los primeros planos de la teoría política universal. Mucho menos podría haber intuido que su nombre pasaría a ser sinónimo de cinismo y ausencia de principios, cuando se limitó a describir, con una gran dosis de realismo, lo que eran las relaciones de poder en su tiempo y en su fragmentado mundillo italiano.

En todo caso, para Maquiavelo las enseñanzas de El príncipe eran la mayor cantidad de moral que admitía su época turbulenta. Hasta su muerte a los 58 años estuvo discretamente dedicado a escribir comedias y ensayos históricos, quizá arrepentido de sus incursiones en la política. Su obra más famosa fue publicada póstumamente en 1532. Desde entonces no ha dejado de reimprimirse periódicamente en una docena de idiomas europeos.

EL PRESIDENTE

Lo interesante es que esa consagración de la autoridad medieval, prolongada y terminada en el Renacimiento, fundada casi siempre en el linaje heredado, algo que no cuestiona Maquiavelo, pocas décadas más tarde comenzó a desintegrarse con la aparición de las ideas de la Ilustración y su creciente entronización en la imaginación política colectiva.

Con bastante celeridad fue desapareciendo, por injusta y absurda, la creencia de que los monarcas lo eran “por la gracia de Dios”, dado que supuestamente descendían directamente de Adán, el primer rey, como establecía un tratadista de la talla de Robert Filmer (Patriarca o el poder natural de los reyes, 1680), mientras Jean Bodin aseguraba que “el Príncipe sólo es responsable ante Dios”. Sin embargo, aunque herido de muerte, el antiguo régimen se defendería con uñas y dientes hasta el siglo XIX.

La Ilustración trajo algunas novedades. Thomas Hobbes —dentro de la tradición de Maquiavelo— explicó que la peor plaga que podía afectar a la especie era la anarquía, lo que justificaba la entrega de toda la autoridad a un poder capaz de restaurar y mantener el orden. John Locke planteó que la función del Estado era proteger los derechos individuales, especialmente la vida, la propiedad y la libertad. Juan Jacobo Rousseau estableció que entre gobernantes y gobernados debía existir un contrato social que exigiera obligaciones y compromisos a unos y otros. El barón de Montesquieu describió la importancia de dividir la autoridad en tres Poderes que se contrapesaran con el objeto de evitar la tiranía.

Finalmente, los revolucionarios americanos (1776) y los franceses (1789) cambiaron el eje de la autoridad, creando, en la época moderna, un nuevo sujeto histórico depositario de la soberanía: el ciudadano. A partir de las revoluciones liberales, al menos teóricamente, la autoridad ascendía de los ciudadanos libres a sus representantes, elegidos en comicios democráticos en calidad de mandatarios. Es decir, gobernaban por mandato del pueblo y dentro de los límites de una Constitución.

Aparecieron, pues, los presidentes, nombre en el que englobo a todos los jefes de gobierno, estén al frente de repúblicas o administren monarquías parlamentarias en calidad de primeros ministros. En España, por ejemplo, pese a ser una monarquía parlamentaria, al jefe del gobierno lo llaman presidente. Es prácticamente lo mismo.

Este libro, pues, tiene idéntica intención que el que redactó el florentino Maquiavelo hace más de cinco siglos: despejarles el camino a los servidores públicos para que puedan hacer mejor su trabajo, pero ciñéndome, claro está, a los valores de la democracia y la libertad vigentes desde el triunfo de los principios liberales y a los usos y costumbres típicos de este tipo de regímenes. Simultáneamente, como dejé escrito al principio de este libro, pretendo que quienes tienen que elegir a los servidores públicos también cuenten con un modelo de análisis para ponderar sus cualidades y actitudes.

Al fin y al cabo, en 2016, cuando redacto estos papeles, sigue siendo cierto que, hasta ahora, las alternativas surgidas ante la democracia representativa, como el comunismo, forjado sobre la superstición de que por designio histórico debe gobernar la “clase proletaria” —dos palabras que nada significan realmente—, o el fascismo, organizado en torno a líderes de mano dura que invocan al “pueblo” para ejercer su voluntad, han fracasado estrepitosamente, aunque dejando en el camino millones de cadáveres.

No andaba, pues, muy descaminado Francis Fukuyama cuando, tras el fin del comunismo en Europa, se aventuró a asegurar que la historia había terminado (El fin de la historia y el último hombre, 1992). La verdad es que todavía no existe una mejor manera de relacionar a la sociedad y al Estado que la democracia liberal y la economía de mercado lentamente surgidas de la Ilustración.

LA NECESIDAD DE LA JERARQUÍA

¿Por qué alguien debe mandar? ¿No es posible que surja una sociedad anarquista, sin jefes que ejerzan el poder? No lo creo. Durante cientos de miles de años, nuestra especie ha contado con líderes para guiar a los grupos. Es una de las estrategias del proceso evolutivo para asegurar la supervivencia. Es inevitable contar con una jerarquía que organice a la tribu, la proteja en caso de peligros y la encamine en la dirección de metas comunes.

No se trat

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