En las calles de Madrid

José María Sanz 'Loquillo'

Fragmento

Intro_2

Intro 2

Intro 2

Todavía retumban en mis oídos el traqueteo de un tren rumbo a Cartagena, el sonido de aquel último acorde en la sala Zeleste, el griterío de una despedida entre amigos, periodistas afines, novias y novietas, que adornaron o maquillaron, visto desde la distancia, mi adiós a la ciudad.

Los Intocables, los C-Pillos, dos bandas en la rampa de lanzamiento, dieron la nota en aquella tarde-noche en la que dije adiós a mi primera juventud, me sabía abandonando la fiesta en su mejor momento. En una situación así, uno no sabe muy bien qué pensar: si todo eso es una prueba de vida, una venganza o es el jodido destino quien ha decidido por ti, toca largarse.

En la calle hay miedo real a que a los militares les dé por dar otro golpe de Estado; afirmo para calmar a la tropa —aunque no se lo cree nadie— que con los restos de la Armada americana de los que presume la Marina española no creo que podamos ir muy lejos.

Sabino pone cara de circunstancias, ha sido inteligente alistándose como voluntario para, de ese modo, poder elegir destino; en su caso a unas paradas de metro de su casa, pero a cambio le ha tocado comerse el marrón del 23-F. Siendo el rango de más graduación durante la asonada, se puso al frente y no le tocó otra que formar a medio cuartel de San Andrés, mientras sus mandos esperaban órdenes unos, y el discurso del Rey el resto, pegados todos a la radio o al televisor con varios cubatas de más y un miedo en el cuerpo, que, según su percepción, lo hacía todo más complicado y peligroso.

La Estación de Francia dista muy poco de la sala Zeleste, así que, para que no me sienta solo, una guardia pretoriana me acompaña alegre y combativa hasta el andén donde aguarda una representación de lo mejor de cada casa, niñatos que como yo dejan el nido y con los que tendré que compartir los próximos dos años de mi vida.

«Los otros» están acompañados en su mayoría de sus familiares más cercanos, en mi caso me he negado a que padre y madre contribuyan a ser parte del espectáculo, al fin y al cabo yo soy el hijo del Artillero, excombatiente republicano, carabinero; no me da la gana que tengan que pasar por ver a su hijo ponerse a las órdenes de los mandos que habían ganado la guerra. Hasta aquí podíamos llegar.

En medio de una aglomeración humana que recuerda a un fotograma de Doctor Zhivago, voy buscando mi lugar en la turba. Al pasar junto a «los otros», fijo la mirada en las novias de turno y apuesto por todas ellas a que, a su vuelta, ninguna los va a ir a esperar, un clásico de la mili según los testimonios de los más cercanos que dicen saberlo todo, así que más vale que me acostumbre.

La sonrisa de Jaime Bi lo dice todo: en el submarino donde él sirvió a la patria las cosas eran de otra manera, ¿verdad? Más estrechas, por ejemplo, aunque fuera el sumergible donde se rodó Estación polar Cebra.

Resulta patética la imagen, todo el mundo en la ventana del vagón asomando su perfil emocionado, y yo en la escalerilla gritando «¡Rock and roll!» a los presentes; a mi novia se le escapa una lágrima y Jaime Bi sugiere con la mano un placer solitario, el muy cabrón...

Un frasco plagado de anfetaminas y un paquete de tabaco lleno de cigarrillos de la risa corren a refugiarse en un bolsillo secreto de mi chupa de cuero primeriza, ahora raída por el tiempo y que será testigo mudo de esta prueba de vida que resulta ser el servicio a la patria.

Nada más subir al vagón tomo conciencia de que a mi vuelta no seré la misma persona, lo que no imagino es por qué razón o circunstancia, eso será una sorpresa, un divertido giro del destino.

En el fondo largarme de la ciudad ha sido lo mejor que me ha pasado, pero quita, quita, que todavía terminarás diciendo que el servicio militar fue un acierto, ¡y una mierda! Solo una estación de paso como tantas otras en la vida, un punto de inflexión que te lleva a otro.

Nada hacía presagiar el 21 de abril del 81 que Bruce Springsteen iba a cambiar el sentido de la historia en aquella noche casi invernal de una humedad fuera de lo común entre calles poco transitadas y Palacio de los Deportes en retirada, y ya ves.

Durante el tiempo en que el genio de New Jersey se paseó por el escenario mostrando todo su poderío, yo no dejaba de recibir sensaciones encontradas, era la primera vez que el rock como propuesta vital se colaba por mis poros, aquello no era simple divertimento, era otra cosa, un manual de iniciación a la vida en toda regla.

No tenía nada que ver con el postureo rocker, «cómo molamos y a qué chica vacilamos», eso era la realidad, en una semana, capullo, a la puta mili.

En medio de todo el torbellino que era mi cabeza viajé con Los Intocables a Zaragoza para actuar en el parque de atracciones junto a Lole y Manuel, un concierto que terminó suspendiéndose. Ante el nutrido grupo de fans que esperaban fuera del auditorio no nos quedó otra que trasladar el show a un pequeño bar, donde salimos del paso con más orgullo que otra cosa.

Una semana después de Springsteen serían The Clash quienes tendrían el honor de bajar el telón en el nuevo pabellón del Joventut de Badalona, el equipo que en su momento se negó a ficharme en mis días de baloncesto por un problema con la pinta que me traía a los entrenamientos, una suerte del destino que me llevó directo al Cotonificio de Badalona, donde aprendí los valores de la disciplina y del trabajo en equipo, factores que años después terminarían por dar forma al monstruo que ahora soy.

The Clash abrieron con «London Calling», una declaración de principios que hacíamos nuestra desde la salida del doble disco que se vendía a precio de uno, toda una jugada de marketing con una portada que sugería uno de los primeros discos de Elvis por su tipografía.

La presentación en España de The Clash era también el inicio de su gira europea tras la publicación de su nuevo trabajo: Sandinista!

The Clash nos regalaron un concierto caótico y muy punk que contrastaba con la pinta de rockers que se gastaban, ahora sé que se habían zurrado entre ellos en el backstage y no me sorprende.

Durante el concierto alguien se acercaba de tanto en tanto para felicitarme por mi primer álbum, Los tiempos están cambiando, y preguntaba cuándo lo iba a presentar en directo, mientras aquí el que firma ponía cara de circunstancias ante un futuro que apuntaba al servicio de Su Majestad.

Jaime Bi y Yuro el Negro, heraldos de los rockers condales, cubrían los flancos, y entre los tres nos repartíamos las anfetaminas que todavía sobraban del día anterior.

Todo fue muy rápido, el concierto y todo lo que vino luego.

Springsteen y The Clash, ¡¡¡Dios!!!

El ruido y la furia de vivir en la misma semana, la última semana de mi juventud, todo un lenguaje de símbolos para poder entretenerse cuando no tuviera nada que hacer en cualquiera de las interminables guardias que me tenía que comer de ahora en adelante.

Springsteen y The Clash, la música que había marcado mi generación, ¿qué más se podía pedir a la vida antes de poner punto final a mi adolesc

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