Mapa secreto del bosque

Jordi Soler

Fragmento

cap-2

1

Henri Bergson distinguía entre dos tipos de orden. Un espacio, digamos un escritorio, en donde cada cosa está en su sitio, tiene un orden geométrico. En cambio, en el espacio en donde los objetos tienen una disposición aparentemente caótica, reina otro tipo de orden: el orgánico. Pensemos en un escritorio invadido por pilas de papeles, columnas bamboleantes de libros, montones de carpetas, tres o cuatro gafas con distintas averías, un lío de cables de diversos aparatos, un pasaporte y una taza de café, ya frío, a medio beber. Este escritorio ni está tomado por el desorden ni es un caos, es un espacio que se articula a partir de un orden dinámico, un orden vivo que crece y decrece, que se relaja y se contrae de manera orgánica y, en sus propios términos, armónica.

Llamar orden solo a la disposición geométrica de los objetos, y desorden a lo que está ordenado de manera orgánica, no es más que un prejuicio.

A diferencia del geométrico, el orden orgánico estimula permanentemente el pensamiento de quien lo pone en práctica, porque está obligado a descubrir rutas, a imaginar estrategias y asociaciones excéntricas con el fin de llegar al objeto que busca.

El orden orgánico funciona, la prueba es que la gente que habita estos espacios aparentemente desordenados encuentra siempre el objeto que está buscando y a veces, además, recupera otro que también le sirve en ese momento o que llevaba tiempo perdido.

El orden geométrico nos permite encontrar rápidamente lo que buscamos, en cambio el orden orgánico es una constante invitación a la aventura.

«De una manera general, la realidad está ordenada en la exacta medida en que satisface nuestro pensamiento. El orden es, pues, un cierto acuerdo entre el sujeto y el objeto», nos dice Bergson en un libro que escribió hace más de cien años (L’évolution créatrice, 1907).

Bergson nació en 1859 y la parte sustancial de su obra la plasmó a principios del siglo XX; a pesar del tiempo que nos separa muchas de sus ideas parecen escritas para nosotros, los habitantes del siglo XXI. Bergson fue uno de los hijos filosóficos de Heráclito: sostenía que la vida, más que una danza de partículas, es un proceso, que todo cambia permanentemente, pues nuestra verdadera substancia es el movimiento.

Anoto la máxima de Heráclito, por si acaso, aunque sé que es de todos conocida: «En el mismo río entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos».

Años más tarde la ciencia daría la razón a Bergson y a Heráclito, al demostrarnos que el 90 por ciento de los átomos que constituyen nuestro cuerpo se renuevan cada año. Si la materia de la que estoy hecho se renueva continuamente, ¿sigo siendo la misma persona?

Los libros de Bergson nos invitan a combatir la petrificación, a observar que ese apego que tenemos por las cosas, que él llamaba «la lógica de los sólidos», se debe a que estas nos dan la sensación de permanencia, matizan nuestra inevitable fugacidad, que, sin esa lógica que hemos inventado, nos obligaría a vivir en un vértigo permanente.

Bergson nos recomienda relativizar las experiencias por la vía del humor, de la risa, del baile, y nos sugiere que, en cuanto al tiempo, en lugar de fijarnos en su paso por el reloj, nos concentremos en su duración.

En 1913 el tumulto que quería asistir a su conferencia Spiritualité et liberté, que dictaba en riguroso francés, ocasionó un severo caos en un teatro de Manhattan. Su impronta en aquel país era de tal calado que en 1917 convenció al presidente Woodrow Wilson para que Estados Unidos se uniera a los Aliados. Bergson era un pensador de aire oriental, un poco budista. Hurgando en su biografía descubrí que uno de sus alumnos, en la época en la que daba clase en París, fue el poeta Antonio Machado, que años más tarde, en Proverbios y cantares, aplicaría esa fugacidad heraclitiana que le había enseñado su maestro en esta advertencia que forma parte de sus versos más famosos: «pero lo nuestro es pasar».

Extendiendo la idea del orden que tenía Bergson, puede vislumbrarse una vida geométrica, fundamentada en las rutinas, en las costumbres, en la inercia, cuya contraparte sería la vida orgánica en la que intervienen la imaginación, la creatividad, la espontaneidad y, otra vez, la aventura.

La vida geométrica va en contra de ese proceso imparable que hacía notar Heráclito, y sin embargo permite a las personas conducirse de forma práctica y eficiente; elegir, por ejemplo, la ruta más rápida para llegar de un punto a otro, sin ponerse a considerar que casi siempre son más interesantes los caminos orgánicos, en los que descubrimos cosas nuevas, en donde hay que imaginar, improvisar, caminar errando mientras crece la atractiva posibilidad de perdernos. Si es que esto todavía es posible en el milenio de los Google Maps.

Machado tiene otros versos bergsonianos que invitan a elegir la ruta orgánica: «Cuatro cosas tiene el hombre que no sirven en la mar: ancla, gobernalle y remos, y miedo de naufragar».

Fluir es importante, nos viene a decir el poeta, inspirado en la filosofía de su maestro, que a su vez recomienda: «Cuando estamos fluyendo a lo largo del proceso (de la vida), la preocupación por el tiempo desaparece», hay que seguir siempre «la melodía continua de nuestra vida interior».

cap-3

2

Elegí una montaña para fluir. Las veredas que hay trazadas entre los árboles del bosque, y que están representadas en un mapa de la zona, son el orden geométrico al que se atiene, siguiendo la lógica de los sólidos, la temerosa criatura humana. Desplazarse siempre por la misma vereda, recorrer cada día, de un punto a otro, el mismo camino, nos da una inequívoca sensación de permanencia.

Contra mi desplazamiento geométrico Camarón, el perro que me acompaña desde hace años en mis recorridos por diversos bosques, propone el desplazamiento orgánico, una ruta vital y al margen de la cartografía que cuadricula y constriñe, en el bosque y en la ciudad, los movimientos de nuestra especie.

La ciudad es, en rigor, una cuadrícula que nos obliga a desplazarnos con un orden geométrico, pero si se observa cuidadosamente el territorio casi siempre existe la opción orgánica. Por ejemplo, una tarde estaba en la ciudad de Sofia, en Bulgaria, a punto de visitar los sitios turísticos que marcan todas las guías, pero tuve el deseo impetuoso de abandonar el circuito, de desertar, así que escapé del boulevard Vitosha para inventar una ruta verdadera por las entrañas del barrio que estaba entre el boulevard y la avenida Hristo Botev, lejos del tráfago de los automóviles que hacían un escándalo considerable y que ensuciaban, con unas manchas que iban de lo oscuro a lo amarillento, la nieve que cubría el pavimento. Me metí por una calle al interior del barrio, un barrio normal de Sofia con casitas bajas que tenían un pequeño jardín al frente y por detrás un patio o jardín más amplio. Gracias a la uniformidad que establece la nieve, una propiedad se fundía con la otra y todas formaban un larguísimo pasadizo blanco cuyo final quedaba fuera de mi v

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