El final de la guerra

Paul Preston

Fragmento

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Agradecimientos

Durante la escritura de este libro he tenido la suerte de poder contar con los consejos acerca de distintos temas de los siguientes amigos y colegas: Michael Alpert, Javier Cervera, Robert Coale, Luis Español Bouché, Alfonso Domingo, Xulio García Bilbao, Carmen González Martínez, Fernando Hernández Sánchez, Eladi Mainar Cabanas, Ricardo Miralles, Enrique Moradiellos, Óscar Rodríguez Barreiro, Cristina Rodríguez Gutiérrez, Sandra Souto y Julián Vadillo.

Por su colaboración a la hora de encontrar información en distintos archivos estoy muy agradecido a Laura Díaz Herrera, una ayuda inestimable en Madrid y en Ávila; Ángeles Egido León; José Manuel Vidal Zapater y Luis Vidal Zapater, que me permitieron consultar las memorias inéditas de José Manuel Vidal Zapater; y María Jesús González Hernández, que me ayudó con la Causa General. Aurelio Martín Nájera, como tantas otras veces, fue infinitamente generoso con los documentos guardados en el Archivo Histórico de la Fundación Pablo Iglesias. Lady Aurelia y sir George Young me permitieron amablemente usar el archivo de sir George Young. Mi deuda principal es con Carmen Negrín y Sergio Millares Cantero, por su infatigable ayuda tanto con los documentos como con las fotos de la Fundación Juan Negrín de Las Palmas.

Quiero también dejar constancia de mi agradecimiento a Jesús Navarro, Juan Carlos Escandell y José Ramón Valero Escandell por un día inolvidable que pasamos visitando la «Posición Yuste» (El Poblet), las casas de la «Posición Dakar» y el aeródromo de El Fondò en Monóvar (ahora un viñedo). El profesor Escandell tuvo además la generosidad de compartir conmigo mapas y fotografías de la zona del Val de Vinalopó.

La gestación de este libro, como otros míos anteriores, ha sido especialmente grata gracias a la fortuna de poder contrastar y comentar muchos datos e interpretaciones con mis amigos Helen Graham, Linda Palfreeman y Ángel Viñas.

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Una tragedia innecesaria

Esta es la historia de una tragedia humanitaria evitable que costó muchos miles de vidas y arruinó decenas de miles más. Tiene numerosos protagonistas, pero se centra en tres individuos. El primero, el doctor Juan Negrín, víctima de lo que se podría llamar una conjura de necios, trató de impedirla. Los otros dos fueron responsables de lo acontecido. Uno, Julián Besteiro, actuó con ingenuidad culposa. El otro, Segismundo Casado, con una sorprendente combinación de cinismo, arrogancia y egoísmo.

El 5 de marzo de 1939, el coronel Casado, un eterno insatisfecho que desde mayo de 1938 era comandante del Ejército Republicano del Centro, lanzó un golpe militar contra el Gobierno de Juan Negrín. Irónicamente, así provocó que el final de la Guerra Civil española fuese casi idéntico al comienzo. Como habían hecho Mola, Franco y los demás conspiradores de 1936, Casado dirigió a una parte del ejército republicano en una revuelta contra su Gobierno. Aseguraba, como habían hecho los anteriores, y también sin fundamento alguno, que el Gobierno de Negrín era una marioneta del Partido Comunista y que se avecinaba un golpe de Estado inminente para instaurar una dictadura comunista. Esa misma acusación fue vertida por anarquistas como José García Pradas, quien dijo que Negrín estaba encabezando personalmente un golpe comunista.1 Nada apunta a que fuera así; merece la pena recordar la valoración que hizo de Negrín el gran corresponsal de guerra estadounidense Herbert Matthews, que lo conocía bien:

Negrín no era comunista ni revolucionario... No creo que Negrín se planteara la idea de una revolución social antes de la Guerra Civil... Durante toda su vida, Negrín mostró cierta indiferencia y ceguera hacia los problemas sociales. Paradójicamente, eso lo alineó con los comunistas en la Guerra Civil. Era igual de ciego en un sentido ideológico. Fue un socialista de preguerra solo de nombre. Rusia fue la única nación que ayudó a la España republicana; los comunistas españoles figuraban entre los mejores y más disciplinados soldados; las Brigadas Internacionales, con su cúpula comunista, eran inestimables. Por tanto, el presidente Negrín trabajó con los rusos, pero nunca sucumbió a ellos ni aceptó sus órdenes.2

El doctor Marcelino Pascua, un amigo suyo de toda la vida, expresaba una opinión parecida:

¿Negrín era comunista? ¡Qué gran disparate! Ni a mil leguas. Tenía congenitalmente un fuerte individualismo, en nada propicio a seguir un régimen de disciplina mutua ni una conducta de cooperación colectiva ni a soportar constreñido reglamentaciones y normas dictadas por un partido, ni para atenerse a ciertos comportamientos personales que, como es bien sabido, los instrumentos de ideologías marxistas imponen a sus adherentes. En su «hero worship», el máximo admirado como político era Clemenceau (y no su contemporáneo Lenin) no obstante serle conocida la política represiva y reaccionaria que este tuvo en el poder para con el campo sindical y la persistente enemiga y hasta aversión respecto a los socialistas franceses. Yo interpreté siempre esta veneración suya al «Tigre» como seducido en el fondo por su energía personal y por la eficacia que desplegara como jefe del Gobierno durante la Primera Guerra Mundial. Lo cual aminora la aparente contradicción primordialmente por esa razón de entereza y resolución apuntadas, con la gestión política que Negrín tuvo, o mejor dicho quiso tener, en pragmatismo imperativo que pudiéramos llamar de imbuición clemencista para ganar la guerra cuando ejerció la presidencia del Consejo, catalogado como «socialista».

Según Pascua, Negrín adoptó como eslogan particular el comentario de Clemenceau, según el cual: «Dans la guerre comme dans la paix le dernier mot est à ceux qui ne se rendent jamais».3

Casado afirmaba que había lanzado el golpe porque estaba convencido de que podría frenar la que era una matanza cada vez más insensata y de que sería capaz de obtener la clemencia de Franco para todos, a excepción de los comunistas. Aunque realmente fuera esa su altruista motivación, y existen abundantes pruebas que apuntan a lo contrario, lo hizo de la peor manera imaginable. En sus tratos con Franco se comportó como si no tuviera nada con que negociar. Pareció olvidar el hecho de que Franco estaba obsesionado con Madrid, el símbolo mismo de la resistencia, donde había fracasado en 1936, y al año siguiente en el Jarama y Brunete. A diferencia de Negrín, que podía amenazar con una resistencia continuada cuando Franco recibía las presiones de sus aliados alemanes e italianos para que pusiera fin a la guerra a la mayor brevedad, Casado adoptó la postura de que el conflicto ya estaba perdido. Por tanto, su única esperanza era la idea ingenua y bastante arrogante de que Franco se dejaría convencer por una vaga retórica de patriotismo compartido y espíritu fraternal de la gran familia militar, como si en cierto sentido ambos fuesen iguales.4 A consecuencia de ello, s

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