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Fragmento

Noviembre de 2013

Noviembre de 2013

1

Estaba oscuro. Hacía frío. Y el tren a Scarborough se le había escapado en la cara. El tren que había acordado con su padre. Hannah le había jurado que lo alcanzaría.

—Pues sería la primera vez que eres puntual —había contestado este—. No estoy seguro de si es buena idea dejarte ir sola a Hull.

—Pero la abuela tiene muchas ganas. ¡Es su cumpleaños!

—¡Tú y tu abuela! La verdad, no entiendo… —Se calló el resto de la frase. Nunca había tenido una buena relación con su madre. Hannah no sabía cuál era el motivo, pero como nadie se llevaba bien con él, pensaba que tenía que ver con su forma de ser. Estaba casi siempre de mal humor, era desagradable y seco. Su esposa tampoco lo había aguantado: cuando Hannah cumplió cuatro años, se esfumó.

Aquel lluvioso día de noviembre, sábado, por fin Ryan se dejó camelar y permitió a su hija de catorce años ir sola a Kingston upon Hull a visitar a su abuela por su cumpleaños. Pero dejó muy claro que todo aquello le tocaba las narices.

—Siempre estás en las nubes. Siempre llegas tarde. No eres capaz de sacar nada adelante. Tengo mis dudas de que esto salga bien.

Hannah sabía que la tenía por una inútil, pero en esa ocasión no se dejó disuadir. Suplicó, le dio la lata y al final consiguió que le diera permiso. Eligieron juntos los trenes, el de Scarborough a Hull y el de regreso. A la vuelta, él la estaría esperando con el coche y desde allí irían a Staintondale, donde vivían. Era un pueblo muy pequeño con un pésimo servicio de autobús.

El tren se había ido, no había nada que hacer. Hannah se quedó de pie en el andén, luchando contra las lágrimas. ¿Cómo le había podido pasar? Se había propuesto muy en serio no decepcionar a su padre. Quería demostrarle que se podía confiar en ella, que era independiente y casi una adulta. En vez de eso, no hacía más que confirmar sus prejuicios.

Se secó las lágrimas. Llorar no le serviría de nada. Preguntó a un empleado y este le dijo que el próximo tren a Scarborough saldría casi dos horas después. No le quedaba otra opción: revolvió en el bolso hasta dar con el móvil y llamó a su padre, empleado en una empresa de limpieza de fachadas para la que se había ofrecido a trabajar el sábado. Como era de esperar, se enfadó mucho.

—¡Te quería recoger a las siete y cuarto! Y ahora ¿qué hago esas dos horas? ¡A las siete habremos acabado aquí! Por Dios, Hannah, ¿por qué siempre pasa lo mismo contigo? ¿Es tan difícil salir puntual por una vez?

Ella tragó saliva. ¿Qué podía decir? Su abuela le había pedido en el último momento que sacara la ropa de la lavadora y la pusiera en el cesto, y quizá esos habían sido los dos minutos decisivos, los que le habían faltado. Aunque debía admitir que había calculado con muy poco margen. Como siempre.

—¡Como siempre! —Su padre terminaba con su retahíla de reproches, que en realidad no había escuchado—. ¿Y sabes qué? ¡A ver cómo vuelves a casa! ¡Estoy harto de sacarte siempre de tus líos! —Y colgó furioso.

Hannah se preguntó qué hacer. Salió despacio del andén, cruzó el edificio de la estación y dudó un momento al pasar por una de las cafeterías, un Pumpkin. Llevaba algo de dinero encima, quizá podía entrar, pedir una Coca-Cola y un muffin y esperar… Eso sería muy adulto. Pero entonces recordó la dureza de la voz de su padre y se le volvieron a saltar las lágrimas. Regresaría a casa de su abuela. Deseaba que la abrazara y la consolara.

Salió a la plaza de la estación. Por los cuatro carriles de la avenida Ferensway discurría un tráfico denso, no mucho menor que el de un día laborable. Había comenzado a anochecer, el aire era frío y lloviznaba. Se estremeció y se encogió en el abrigo.

Lo peor de todo era que aquel contratiempo encajaba a la perfección con la idea que su padre tenía de ella. Por desgracia, no conseguía convencerlo de que ya no era una niña pequeña y tonta. A él todo le parecía mal, refunfuñaba, siempre le hacía reproches. Hannah se preguntaba con frecuencia cómo sería su vida si su madre siguiera con ellos. No tenía un recuerdo claro de ella, pero en las fotos se la veía joven y muy guapa, con una sonrisa preciosa. Comprendía que se hubiera separado de un hombre como Ryan, pero no entendía por qué se había marchado tan lejos.

—A Australia, probablemente —gruñó él cuando, años atrás, le preguntó con timidez adónde había ido su madre—. Tiene familia allí.

Nunca volvieron a contactar.

Se puso los auriculares del móvil. Los bajos de la música lo ahogaban todo, el tráfico, el murmullo de la gente. Incluso la furiosa voz de su padre, que seguía resonando en su cabeza. Casi siempre llevaba los cascos, aunque a él no le gustara nada. Pero con la música podía evadirse, olvidar los problemas y dificultades de la vida. Al menos por un tiempo. Por desgracia, no desaparecían como por arte de magia. Siempre regresaban, una y otra vez.

Retrocedió sobresaltada al notar unos insistentes toques en el hombro. Se giró bruscamente y se quitó los auriculares.

Se encontró con los ojos oscuros de un joven.

—¿Hannah? —preguntó—. ¿Hannah Caswell?

—¿Sí? —Con la capucha puesta y los mechones de pelo mojado que le caían sobre los ojos no lograba reconocerlo.

—Perdona, no quería asustarte —dijo él—. Te he llamado un par de veces, pero no me oías.

Ahora sabía quién era. Kevin Bent. Vivía con su madre y su hermano mayor en una granja situada en una zona tranquila de Staintondale, a pocos kilómetros de Hannah. No había padre, nadie sabía con exactitud qué había sido de él. Ryan hablaba sobre los Bent con el mayor desprecio, y le había prohibido terminantemente acercarse a esos chicos. Ella no entendía su actitud. La señora Bent era muy simpática, y de ningún modo se la podía culpar por padecer esclerosis múltiple; iba en silla de ruedas y no podía trabajar en la granja. Era cierto que los Bent vivían de las ayudas sociales, pero era injusto demonizarlos por ello.

—Hola, Kevin —contestó, deseando que no notara el rastro de las lágrimas. Él tenía diecinueve años, no quería que la viera como una niña llorosa.

—¿Estás sola? —preguntó.

Ella asintió.

—Sí. Acabo de perder el tren.

Él le enseñó la llave del coche.

—Puedo llevarte. Bueno, solo hasta Scarborough. Voy a Cropton a ver a unos amigos, pero a lo mejor tu padre puede recogerte.

Hannah se lo pensó. Si se iba con él llegaría a Scarborough casi a la hora acordada. Obviamente, a su padre no podía decirle que la había llevado Kevin Bent, pero ya se le ocurriría otra explicación. Y puede que hasta consiguiera impresionarlo al cumplir con su palabra.

—Tienes que dar un rodeo —apuntó—. Llegarás mucho antes a Cropton si no pasas por Scarboroug

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