Sinfín

Martín Caparrós

Fragmento

cap-2

1. Selva, la selva

Dice que quiere que se acabe. Yo lo que quiero es que se acabe, dice, y no me atrevo a preguntarle si quiere que se acabe su zozobra o que se acabe todo.

—Que se acabe de una buena vez.

Dice de nuevo el hombre, y otra vez no me animo. De eso sé.

No los vemos, creemos

que no están. O ni siquiera

nos tomamos el trabajo de creerlo.

No los vemos.

Aquí nadie diría que pasó todo eso. Aquí pasa una mujer con una cabra en brazos y un chico agarrado a su rodilla, descalzo, la cara sucia de alguna fruta rosa, la cabeza rapada; aquí un hombre corre y tres hombres le gritan algo que no entiendo; aquí lloran bebés, madres les cantan; aquí dos muchachos se intercambian unas pantallas chicas, casi rígidas; aquí una chica de tetas como mares les pasa por delante y no la miran; aquí hay perros de carne, más mujeres sentadas a la puerta de sus casas o chozas o casillas: trozos de plástico ensamblados con tornillos, los techos de palma, los suelos de tierra vuelta barro; aquí el calor es bruto, los olores; aquí hay personas viejas —hombres viejos y mujeres viejas—, sus caras arrugadas, sus espaldas arqueadas, sus pies chatos: personas como no suelen verse. Aquí, un hombre me dice que se llama Juliano, que tiene como setenta años —«como unos setenta», dice, «o quién sabe noventa» y sonríe sin sus dientes— y que él siempre vivió acá, que dónde más.

—No, yo siempre viví acá. Me acuerdo que en esos años llegué a pensar en irme, esos tiempos cuando se iban, no sé si usted se acuerda, si se puede acordar. Pero a mí me faltaron agallas, o como quiera que se llamen. ¿Usted cómo las llama? Mire si tuve suerte, que de puro cobarde me salvé…

Dice, y sonríe otra vez: brillo de babas en la encía. Juliano está sentado en una silla de plástico de dos patas, apoyada contra la pared de trozos de plástico para que no se caiga: la luz es poca, entra por un agujero en la pared. En un estante tiene un microondas: unos hornos que usaban mis abuelos, o quién sabe sus padres.

—Todos se fueron, pobres. Todos los que pudieron.

Después dice que pobres los pobres que se fueron, que nunca se imaginaron lo que les pasaría, que se fueron buscando una vida mejor y terminaron como terminaron. Pero que quién lo habría imaginado; que él sabe, porque alguno de ellos se escapó, pudo volver y les contó las cosas.

—Ahora parece que la gente de allá se volvió loca.

Dice, y yo le pregunto si realmente le parece de locos lo que hicimos y él insiste en que sí, que a quién se le ocurre, que cómo se les pudo ocurrir, y yo le pregunto —aunque ya sé— si está hablando de 天.

—Claro, de qué le voy a estar hablando.

—¿Y usted no querría tenerla?

—¿Yo? ¿Yo para qué la quiero? Yo ya viví como tenía que vivir. Yo no voy a meter mi cabeza en esas máquinas del diablo.

Dice Juliano y escupe en el suelo —un gargajo azul eléctrico, opulento, brillante, bamboleante— y dice que esas son locuras de ricos, de los que tienen tanto que tienen tanto miedo.

—Nosotros vivimos acá, tranquilos, no vamos a meternos en esas zapateras. Nosotros tenemos nuestros problemas que son nuestros, no queremos los de ellos. Esas cosas no son para nosotros.

Me dice, y yo no termino de creerle. Entonces le pregunto si es mejor vivir setenta años que todos los años y él me mira: y eso cómo vamos a saberlo, me pregunta. Después pega un grito y la mujer de la cabra aparece en la choza; el chico no. Juliano le pregunta si quiere o no una 天.

—¿Una qué?

—Una 天, nena, eso que se hacen allá arriba.

—Yo lo que quiero es comer, padre. Eso es lo que quiero.

Afuera ladra un perro y varios le contestan. Aquí el mundo es otro mundo. Aquí todo parece igual a lo que era antes de 2061. O, incluso, de 2039. Aquí el mundo es lo que es, más allá de lo que a muchos les parece.[1]

No los vemos, creemos

un mundo que no es.

Nos creemos que todos

son nosotros. Por eso

hablamos de este tiempo

como el tiempo de 天.[2]

Es fácil y es

difícil tan

difícil tan

necio tan

difícil.

En Darwin, el pueblo de Juliano, en plena Selva Patagónica, tan cerca del mar y tan lejos de todo, dos o tres mil viven de los animales que pueden cazar —monos pequeños, vaquitas retobadas, pingüinos adaptados a la tierra— y del agua de los ríos barrosos y de la espera que no espera nada. Muchos se mueren pronto de sus infecciones, de sus cruces, de algún ataque o reyerta o confusión; otros llegan a viejos: es una visión tan extraña, un hombre o una mujer con sus ochenta años. No es que no los hayamos visto en tiras, en holos, en todo tipo de representaciones, pero verlos así, en vivo, con su respiración y sus olores es una experiencia que todos deberían tener. Un viejo es un ser que parece tan frágil —cuya fortaleza a lo largo de los años lo ha llevado a parecer tan frágil—, un ser que se ve gastado por adentro, con un deterioro que, de adentro, hace fuerza por salir y apoderarse. Un viejo es un ser confundido, que hace sonidos cuando respira y no siempre los hace cuando habla, que se mueve sin querer cuando quiere estar quieto y se queda quieto cuando quiere moverse, que fija la vista porque no ve nada, que se agarra de cualquier tronco firme porque nunca está firme, que piensa en el futuro porque no tiene uno. O eso, por lo menos, me dice doña Berta:

—Yo lo que más extraño de antes es que antes no extrañaba. Pensaba que todo estaba por venir. Qué ilusa, ¿no?

Me contesta, medio dedo pulgar en la nariz, cuando le pregunto cómo es ser viejo.

—Vieja.

Me dice: «usted dirá cómo es ser vieja». Y yo no quiero explicarle que da igual, que lo que me sorprende y me intriga es la vejez en general, tener todos esos años, pasárselos sentados en la puerta de su choza esperando que no les llegue lo que esperan: vivir con su muerte en la cabeza. Pero no se lo digo: sería demasiado complicado. Le digo que me gustaría saber cómo se siente alguien cuando tiene tantos años y ella me dice que espere, que qué apuro tengo, que ya me va a llegar, y yo no puedo contenerme:

—No, no creo que me llegue, por eso le pregunto.

—Muchacha, qué problema es el suyo. ¿Estará enferma?

Doña Berta no entiende, no parece entender. Yo no sé si sabría explicarle. Doña Berta tiene un lunar en pleno medio de la frente, del que brota esa mata de pelos oscuros, enredados, matojos. Es difícil mirar otra cosa que la mata; justo abajo, sus ojos están húmedos y no veo si tienen un color.

—Usted sabe que allá arriba la gente no llega a la edad que ustedes tienen, ¿no?

—¿Por qué? ¿Se nos enferman todos?

Dice, con la sonrisa también sin sus dientes, y no sé si se ríe de mí o de verdad no sabe. Yo entiendo —por fin entiendo— que quizá sea cierto que cientos, miles de millones todavía viven y se mueren como nuestros abuelos.

—¿Usted no escuchó hablar de 天, señora?

—Creo que sí, muchacha. Pero me dicen que no son cosas de mujeres.

Dice, se saca el pulgar de la nariz, lo chupa.

Una d

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