Memorias del hielo

Steven Erikson

Fragmento

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CAPÍTULO 1

Deseó volatilizarse y de inmediato se sintió culpable. Pensó en los besos que Clara y Arnau le habían regalado frente a la puerta de la escuela, justo antes de salir corriendo hacia el portalón. Esos besos son la clave de todo, Elisa, y lo sabes. Pero la mujer que la observaba ahora desde el espejo parecía burlarse de ella: mírate, tienes ojeras y estás flaca; son las once de la mañana y ya has cumplido con todos tus quehaceres, recogiste el traje de tu marido de la tintorería, llevaste la ropa usada a las monjas de tu antigua escuela y compraste la libreta que te pidió tu hija, ¡debes de estar agotada! Hizo un mohín y salió del baño. Subió a la buhardilla arrastrando los pies y deslizando el índice con indolencia por la barandilla. Abrió la puerta de su retiro y permaneció indecisa en el umbral, con la mano reposando sobre el manubrio dorado. El bastidor con el cuadro de punto de cruz que le había regalado su madre hacía un par de años dormía plácidamente junto al sofá, varias revistas de autodefinidos cubrían, desordenadas, la mesilla auxiliar, y Suite Francesa la aguardaba en el alféizar de la ventana con aquella tarjeta del gabinete de psicólogos que había empleado como punto de lectura sobresaliendo por su borde superior. Qué tedio… Finalmente decidió buscar en la librería algún título menos literario pero que lograse arrancarle una sonrisa; se dirigió a la estantería que cubría la amplia pared del fondo y se dedicó a repasar los lomos mientras los acariciaba con los dedos, suerte de vosotros que me transportáis; se percató de que algunos libros estaban mal colocados y pensó que, además, estaban distribuidos sin criterio. De repente se le ocurrió que podría clasificarlos e incluso crear su propio índice, por autores o tal vez por materias, y se emocionó, ¡horas de trabajo!, ¿por qué no?, la mente ocupada haciendo algo que le gustaba, repasando sus pequeños tesoros, como cuando trabajaba en la librería con Vicente, y se puso manos a la obra, una montañita de ejemplares por aquí, estos otros sobre la silla, vaya, tienen polvo, antes de recolocarlos he de pasarles un paño… Media hora después había vaciado todos los estantes y cientos de tomos apilados aguardaban desde todos los rincones de la buhardilla, expectantes. Dio varios pasos hacia atrás, ¡por Dios, qué desorden!, se arrepintió un poquito de su arrebato y le vino a la mente el pasaje del Quijote en que se quemaban todos los libros de caballería; no pudo evitar reír: ¡si Álex entrara aquí ahora… haría lo mismo! Suspiró. Pero, ¡no te amilanes, Elisa!, ¿cuántos volúmenes pueden ser, quinientos? Lo harás por orden alfabético de autores, decidido. ¡Adelante, mujer! Sí, sí, adelante, se dijo, mientras reculaba con intención de bajar y preguntar a la asistenta, la buena María me sabrá decir con qué producto limpiar el mueble de caoba. Pero justo en ese instante sonó el teléfono. Sorteó los obstáculos hasta llegar al secreter y descolgó.

—¿Sí?

—¿Elisa? ¡Soy Pilar!

Elisa sonrió, hacía semanas que no hablaba con su amiga. Se sentó sobre la moqueta mullida, esas solían ser largas conversaciones. Tras los saludos iniciales y las preguntas y respuestas de rigor, sí, los niños están bien, y Álex ocupado como siempre, me alegro de que también vosotras estéis bien, surgió el verdadero motivo de la llamada.

—No sé qué te habrá contado Laura, pero sabes que mi hermana es una exagerada, Pilar —protestó—. Estoy bien. Es solo que me falta algo de actividad… De hecho le comenté a Álex que quizá debería volver a trabajar.

—¡Claro! Es una idea estupenda. ¿Y qué harás? ¿Volver con Vicente?

Elisa se mordisqueó el labio.

—No, no. En realidad… Álex dice que los niños son pequeños. Quizá en un par de años.

Elisa escuchó el silencio al otro lado de la línea, roto finalmente por un simple «vaya». Reaccionó rápido. No deseaba preguntas que ni ella misma se atrevía a hacerse.

—Oye, Pilar. ¿Sabes qué se me ocurre? El próximo fin de semana es la castañada y Álex va a estar de viaje. Si Montse y tú no tenéis planes, podríamos ir a celebrarla con vosotras; el Montseny debe de estar precioso ahora… —pidió, con confianza.

—¡Me parece una idea excelente! No íbamos a hacer nada especial. Venid el viernes; y si los niños hacen puente os podéis quedar hasta el martes. ¿Se lo dirás tú a Laura? Por cierto, que… ¿no has notado nada extraño en tu hermana, últimamente?

¿Laura? Elisa reflexionó. La había visto la semana anterior, celebraron el cumpleaños de su padre. Ciertamente no había estado muy locuaz, pero nunca lo era en presencia de su madre; las manías de esta y los eventos familiares la fastidiaban.

—No sabría decirte, Pilar. No he visto nada raro ni me ha comentado nada. ¿Por qué te lo parece? —preguntó, mientras observaba sin ver el esmalte de sus uñas.

—Bueno. No sé. Hablé con ella hace un par de días, la noté mohína. ¿No tendrá mal de amores?

Elisa rio.

—¿Mal de amores, mi hermana? ¡Podría tener al hombre que quisiera con solo chasquear los dedos! Pero, ¿dijo algo en concreto?

—No. Concreto no. Estaba… filosófica, ya sabes, la vida, el tiempo que pasa… En fin, no me hagas caso. Todo el mundo puede tener un mal día. Oye, lo dicho, que os espero el viernes.

Acordaron la hora de llegada, discutieron un poco sobre lo mismo de siempre, que no, no traigáis comida, que sí, no seas pesada, Pilar, para finalmente despedirse sabiendo ambas que Elisa haría lo que le diera la gana al respecto. Colgó y quedó pensativa. Debía de tratarse de una apreciación errónea por parte de Pilar. Laura siempre le explicaba todo. Se levantó y fue hacia la ventana. Se sentó en el alféizar y observó el libro que Némirosvky nunca finalizó; angustia, miedo, incerteza, muerte. La recorrió un escalofrío. Decididamente no era una obra adecuada para su momento vital. La añadiría a cualquiera de las pilas, y quizá más adelante la retomaría. Observó de nuevo con pereza el caos literario que había organizado ella solita y de nuevo volvió a su hermana. Intentó analizar su comportamiento de las últimas semanas sin hallar nada inquietante en él y sin embargo… Mordisqueó la uña del pulgar mientras contemplaba la calle. Los plataneros estaban semidesnudos y las pocas hojas que resistían se mecían compungidas por su inminente final al ritmo de la brisa suave. La señora Victoria, la portera del edificio de enfrente, barría la acera con parsimonia, limpia que te limpia sobre limpio, aguardando, seguro, que algún vecino entrase o saliese para poder charlar ni que fuese unos minutos. Pero la calle estaba absolutamente desierta.

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CAPÍTULO 2

Si le quedaba alguna duda, aquella imagen la disipó.

Habían organizado un picnic en la planicie donde habían jugado de niñas con Montse y Pilar, y el día había transcurrido plácido entre recuerdos y risas. Clara y Arnau daban muestras de estar agotados después de la caminata y de la docena de ca

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