Las lágrimas de la diosa Maorí

Sarah Lark

Fragmento

lagrimas-7

El crepúsculo descendía lentamente sobre las montañas y el mar. El sol, que solía estar bajo durante el invierno, se hundía sereno en el mar mientras sus últimos rayos impregnaban de un resplandor dorado rojizo el majestuoso monte Taranaki.

La cumbre de la montaña estaba cubierta de nieve y constituía un impresionante escenario para el poblado de Parihaka.

«Como si fuera una atalaya —solía decir la madre de Atamarie—, disfrutamos de su belleza y nos sentimos seguros con su presencia.»

Atamarie encontraba esto a veces un poco extraño: a fin de cuentas, en la escuela había aprendido que el monte Taranaki era un volcán, y no precisamente de los apacibles. La última erupción se había producido ciento cincuenta años atrás y teóricamente podía volver a repetirse en cualquier momento. Pero su madre no hacía caso de tales argumentos cuando Atamarie hablaba con ella. «Qué va, Atamarie, los dioses conservarán ahora la paz, ya ha pasado el período de guerras», decía. Y entonces contaba a Atamarie y a los otros niños la leyenda acerca del dios del monte Taranaki, que se peleó con otro dios de montaña por el amor de una diosa del bosque. La diosa Pihanga se decidió por el rival y Taranaki se retiró a la costa, enfadado tras la pelea entre los dioses. Estalló así la guerra en su mundo y en el de los seres humanos. Pero había esperanza. En cierto momento, Taranaki cambiaría su actitud beligerante y cuando los dioses se reconciliasen, los hombres gozarían también de una paz duradera.

La mayoría de los niños escuchaban esas historias boquiabiertos y muy serios, pero a Atamarie le interesaba más la actividad volcánica del monte y sus efectos sobre la tierra. Sus asignaturas favoritas en la Otago Girls’ School de Dunedin eran las Matemáticas, la Física y la Geografía. De las historias románticas ya se ocupaba su amiga Roberta.

De ahí que esa noche Atamarie sintiera poco interés por las narraciones y canciones de los ancianos de Parihaka, que hablaban a los niños de las constelaciones que aparecerían en el firmamento esa noche o las siguientes: de Matariki —los ojos del dios Tawhirimatea— o de una madre con seis hijas que se dirigían a ayudar al extenuado sol a recuperarse tras el inverno... Para Atamarie no eran más que las Pléyades, que cada invierno a esa hora surgían en el cielo de Nueva Zelanda. Muy útiles para fijar el solsticio de invierno y, en épocas anteriores, para la navegación por el mar que separaba Hawaiki, el lugar de origen de los maoríes, y Aotearoa, el país donde vivían en la actualidad y que los blancos llamaban Nueva Zelanda. Por supuesto, eran muy hermosas para ser contempladas en el cielo nocturno. Sin embargo, la magia de las estrellas no se apoderaba de Atamarie y apenas prestaba atención a las sagas y relatos en torno a Matariki.

En cambio, lo que sí atraía su interés era la función de los hornos de tierra, que los habitantes de Parihaka llenaban previamente con verduras y carne. Esta actividad formaba parte de la ceremonia de la fiesta de año nuevo que los maoríes celebraban con la aparición de las Pléyades a finales de mayo o principios de junio.

Atamarie observaba fascinada los orificios incandescentes que los hombres excavaban por la mañana. Los hangi aprovechaban la actividad del Taranaki para cocer los alimentos. La carne y las verduras se envolvían en hojas y se colocaban en cestos que se depositaban sobre las piedras calientes. A continuación se cubrían con paños húmedos y se cerraba la cavidad con tierra. Los alimentos se cocían durante las horas siguientes para estar listos, a ser posible, exactamente en el momento en que brillara la constelación de Matariki en el cielo.

Atamarie buscaba las estrellas con la misma avidez que los demás niños. Se alegraba de la fiesta, a fin de cuentas había viajado expresamente desde Dunedin hasta la Isla Norte para participar en ella. Sin embargo, no estaba segura de que las Pléyades realmente aparecieran durante las breves vacaciones de invierno. Pero Matariki y Kupe, la madre de Atamarie y su padre adoptivo, habían insistido en que lo hiciera.

«¡Tienes que asistir a la fiesta del año nuevo de Parihaka! —le había escrito Matariki, que llevaba el nombre de la constelación. Muchos nombres maoríes aludían en su origen a fenómenos de la naturaleza; Atamarie, por ejemplo, significaba “salida de sol”—. Aquí tiene un encanto especial.»

La muchacha puso los ojos en blanco. Para sus padres, todo lo relacionado con Parihaka tenía un encanto especial. Antes de que naciera Atamarie habían vivido en el famoso poblado, en la época en que el líder Te Whiti predicaba ahí la paz entre los blancos, los pakeha y los maoríes. Kupe estuvo en la cárcel después de que los ingleses asaltaran el poblado y expropiasen a sus habitantes. Y Matariki huyó con el hombre que sería el padre biológico de Atamarie.

A pesar de todo, Te Whiti había regresado mucho después a Parihaka, y con él muchos de sus fieles partidarios. Habían reconstruido el poblado y estaban ocupados en volver a convertirlo en un centro espiritual de los primeros colonos de Nueva Zelanda. Aunque esta vez menos impulsados por los sueños que por contratos y convenios más seguros. Kupe y Matariki habían comprado una parcela de terreno al gobierno de Taranaki, aunque no le parecía nada justo tener que pagar a los blancos por las tierras de su propia tribu. Kupe, quien entretanto ya era abogado, había presentado algunas demandas. Era muy probable que Te Whiti y su tribu recibieran indemnizaciones y a la larga recuperasen su tierra.

En cualquier caso, la gente regresó y Parihaka volvió a llenarse de niños a los que Matariki daba clases en una nueva escuela. En principio, no podía siquiera considerarse la idea de construir una High School. Por esa razón Atamarie asistía a una reputada escuela de chicas de Dunedin y alternaba los fines de semana en casa de sus abuelos y con la familia de su amiga Roberta.

Atamarie solo podía viajar a Parihaka durante las vacaciones. Se alegraba de reunirse con sus padres y disfrutar de la libertad con que se vivía en el poblado maorí, donde había menos normas y prohibiciones que en la Otago Girls’ School. No obstante, tenía suficiente con unas semanas de tejer lino, bailar y tocar los instrumentos tradicionales de los maoríes, pescar y trabajar en los campos de cultivo. A Atamarie le gustaba el lema de Parihaka: «¡Queremos hacer del mundo un lugar mejor!», pero tenía unas ideas al respecto muy distintas de las que sostenían quienes enseñaban las artes tradicionales del pueblo maorí en Parihaka. Cada vez que la muchacha se esforzaba por mejorar algo concreto, por ejemplo los bastidores en que tejían el lino o las nasas de pesca, los maoríes rechazaban indignados sus sugerencias. Y a veces hasta hablaban con acritud de los orígenes pakeha de Atamarie, razón por la que Matariki todavía se enfadaba más que su hija. A Atamarie no le importaba cuántos de sus antecesores pertenecían a uno u otro pueblo. Lo único que no quería era pasar tejiendo más horas de las necesarias y que se le escaparan los peces de las nasas porque estas no cerraban bien.

Al final de las vacaciones se alegraba de marcharse de Parihaka y volver a Dunedin. La Otago Girls’ School era una institución sumamente moderna y las profesoras estimulaban la capacidad inventiva de sus alumnas.

Ahora, sin embargo, se avecinaba la fiesta del año nuevo maorí y en alg

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