Diario de un cuerpo

Fragmento

Advertencia

ADVERTENCIA

Mi amiga Lison –mi vieja, querida, insustituible y muy exasperante amiga Lison– domina el arte de los regalos molestos, esa escultura inconclusa que ocupa los dos tercios de mi habitación, por ejemplo, o las telas que deja secar durante meses en mi pasillo y mi comedor con el pretexto de que su taller se le ha quedado demasiado pequeño.Tienen en las manos el último de sus regalos. Se plantó en mi casa cierta mañana, lo apartó todo de la mesa donde yo esperaba tomar mi desayuno y dejó caer allí un montón de cuadernos legados por su padre, recientemente fallecido. Sus ojos enrojecidos indicaban que se había pasado la noche leyéndolos. Algo que yo mismo hice la siguiente noche.Taciturno, irónico, tieso como una escoba, aureolado por una reputación internacional de viejo sabio de la que no hacía caso alguno, el padre de Lison, con el que me crucé cinco o seis veces en mi vida, me intimidaba. Si hay algo que yo no podía en absoluto imaginar de él es que hubiera pasado toda su vida escribiendo esas páginas. Por completo pasmado, solicité la opinión de mi amigo Postel, que había sido durante mucho tiempo su médico (como fue el de la familia Malaussène). La respuesta fue instantánea: ¡Publicación! Sin vacilar. ¡Manda eso a tu editor y publicadlo! Había un busilis. Pedir a un editor que publique el manuscrito de una personalidad bastante conocida que exige mantener el anonimato no es cosa fácil. ¿Debo sentir algún remordimiento por haberle arrancado semejante favor a un honesto y respetable trabajador del libro? Ustedes mismos lo decidirán.

D. P.

Carta a Lison

3 de agosto de 2010

Querida Lison:

Has regresado ya de mi entierro, has vuelto a tu casa, algo tristona, por fuerza, pero París te espera, tus amigos, tu taller, algunas telas que se están cocinando, tus numerosos proyectos, entre ellos el decorado para la Opéra, tus furores políticos, el porvenir de las gemelas, la vida, tu vida. Sorpresa: cuando has llegado, una carta del notario R. te anuncia en términos del todo jurídicos que tiene en su poder un paquete de tu padre que te está destinado. ¡Caramba, un regalo post mórtem de papá! Acudes corriendo, claro está. Y el notario te hace un extraño presente: ¡nada menos que mi cuerpo! No, no mi cuerpo en carne y hueso, sino el diario que he llevado a hurtadillas durante toda mi vida. (Solo tu madre lo sabía, estos últimos tiempos.) Sorpresa, pues. ¡Mi padre escribía un diario! Pero ¿qué te ha dado, papá, un diario tú, tan distinguido, tan inalcanzable? ¡Y durante toda tu vida! No un diario íntimo, hija mía, ya conoces mis prevenciones contra la recensión de nuestros fluctuantes estados de ánimo.Tampoco encontrarás en él nada sobre mi vida profesional, mis opiniones, mis conferencias o eso que Étienne llamaba pomposamente mis «combates», nada sobre el padre social y nada sobre cómo va el mundo. No, Lison, solo el diario de mi cuerpo, de veras.Te sorprenderá tanto más cuanto yo no era un padre muy «físico». No creo que mis hijos ni mis nietos me hayan visto nunca desnudo, muy pocas veces en traje de baño, y jamás me sorprendieron sacando bíceps ante un espejo.Tampoco pienso, ay, haber sido pródigo en mimos. Por lo que se refiere a hablaros de mis pupas, a Bruno y a ti, antes la muerte (algo que, por lo demás, ha sucedido, pero una vez bien apurada mi cuenta). El cuerpo no era un tema de conversación entre nosotros, y os dejé, a Bruno y a ti, que os las arreglarais solos con la evolución del vuestro. No veas en ello el efecto de una indiferencia o un pudor especiales; nacido en 1923, yo era ni más ni menos que un burgués de mi tiempo, de los que todavía utilizan el punto y coma y nunca van a desayunar en pijama, sino duchados, recién afeitados y debidamente encorsetados en su traje de diario. El cuerpo es un invento de vuestra generación, Lison. Al menos por lo que se refiere al uso que de él se hace y al espectáculo que de él se ofrece. Pero en cuanto a las relaciones que nuestro espíritu mantiene con él, como caja de sorpresas y bomba de deyecciones, el silencio es hoy tan denso como lo era en mi tiempo. Si lo miráramos de cerca advertiríamos que no hay gente más púdica que los actores porno más desbraguetados o los artistas del body art más mondos y lirondos. Por lo que se refiere a los médicos (¿cuándo fue la última vez que te auscultaron?), los de hoy, el cuerpo simplemente ni lo tocan. A ellos solo les interesa el rompecabezas celular, el cuerpo radiografiado, ecografiado, escaneado, analizado, el cuerpo biológico, genético, molecular, la fábrica de anticuerpos. ¿Quieres que te diga una cosa? Cuanto más se analiza ese cuerpo moderno, cuanto más se lo exhibe, menos existe. Anula do en proporción inversa a su exposición. Yo hice la crónica cotidiana de otro cuerpo; nuestro compañero de viaje, nuestra máquina de ser. Pero cotidiana, es demasiado decir; no esperes leer un diario exhaustivo, no se trata de una recensión día tras día sino, más bien, sorpresa a sorpresa –nuestro cuerpo no es avaro en ellas– desde mi duodécimo hasta mi octogésimo octavo y último año, y salpicada por largos silencios, ya verás, en esas playas de la vida donde nuestro cuerpo permite que lo olvidemos. Pero cada vez que mi cuerpo se manifestó ante mi espíritu, me encontró con la pluma en la mano, atento a la sorpresa del día. He descrito esas manifestaciones lo más escrupulosamente posible, con los medios de a bordo, sin pretensión científica. Hija mía, mi amor, esta es mi herencia: no se trata de un rasgo psicológico sino de mi jardín secreto, que desde muchos puntos de vista es nuestro territorio más común. Te lo confío. ¿Por qué precisamente a ti? Porque te he adorado. Basta ya con no habértelo dicho mientras yo vivía; concédeme este placer póstumo. Si Grégoire hubiera vivido, sin duda habría yo legado este diario a Grégoire, habría interesado al médico que era y divertido al nieto. ¡Dios, cómo quise a ese chiquillo! Grégoire, muerto tan joven, y tú, abuela hoy, constituís mi hatillo de segura felicidad, mi viático para el gran viaje. Bien. Se acabaron las efusiones. Haz con estos cuadernos lo que te parezca; a la basura si consideras intempestivo este regalo de un padre a su hija, distribución familiar si te apetece, publicación si lo estimas necesario. En este último caso, procura que el autor permanezca en el anonimato –tanto más cuanto podría ser cualquiera–, cambia los nombres de la gente y los lugares: nunca se sabe dónde anidan las susceptibilidades. No busques una publicación exhaustiva, no lo lograrías. Por lo demás, cierto número de cuadernos se perdieron con el transcurso de los años y muchos otros son puramente repetitivos. Sáltatelos; pienso, por ejemplo, en los de mi infancia, cuando contabilizaba el número de mis flexiones y mis abdominales, o los de mi juventud, donde acumulaba la lista de las aventuras amorosas como un contable de mi sexualidad. En fin, haz con todo eso lo que quieras, como quieras, y estará bien hecho.

Te he querido.

Papá

1. El primer día (septiembre de 1936)

1

EL PRIMER DÍA (septiembre de 1936)

Mamá era la única a la que yo no había llamado.

64 años, 2 meses, 18 días

Lunes, 28 de diciembre de 1987

Una estúpida broma que Grégoire y su compañero Philippe han hecho a la pequeña Fanny me ha recordado la escena original de este diario, el trauma que lo hizo nacer.

Mona, a la que le gusta hacer sitio, mandó montar una hoguera de trastos viejos, la mayoría de los cuales databan de la época de Manès: sillas cojas, somieres enmohecidos, una carretilla carcomida, neumáticos fuera de uso, es decir, un auto de fe gigantesco y pestilente. ¡Algo que, a fin de cuentas, es menos siniestro que un mercadillo! Encargó de ello a los muchachos, que decidieron representar el proceso de Juana de Arco. Fui arrancado de mi trabajo por los aullidos de la pequeña Fanny, reclutada para hacer el papel de la santa. Durante todo el día, Grégoire y Philippe le habían alabado el mérito de Juana, de la que Fanny, a sus seis años, nunca había oído hablar. Utilizaron como señuelo las ventajas del paraíso, y ella palmeaba saltando de júbilo mientras el sacrificio se acercaba. Pero cuando vio la hoguera a la que se proponían arrojarla viva, corrió hacia mí aullando. (Mona, Lison y Marguerite habían salido.) Sus manitas me agarraron con un terror de garras. ¡Abuelo! ¡Abuelo! Intenté consolarla con algunos «bueno, bueno», algunos «ya está», algunos «no pasa nada» (algo pasaba, y era incluso bastante grave, pero yo no estaba al corriente de aquel proyecto de canonización). La tomé en mis rodillas y sentí que estaba húmeda. Más que eso, incluso: se lo había hecho en las bragas, se había ensuciado de terror. Su corazón palpitaba a un ritmo terrorífico, respiraba a minúsculas bocanadas. Sus mandíbulas estaban tan soldadas que temí una crisis de tetania. La metí en un baño caliente. Allí me contó, a retazos, entre dos restos de sollozos, el destino que esos dos brutos le habían reservado.

Y heme aquí devuelto a la creación de este diario. Septiembre de 1936.Tengo doce años, muy pronto trece. Soy scout. Antes,era lobato, cargando con uno de esos nombres de animales puestos de moda por El libro de la selva. Soy scout, pues, y es importante; ya no soy lobato, ya no soy pequeño, soy mayor, soy un mayor. Finalizan las vacaciones. Participo en un campamento scout en algún lugar de los Alpes. Estamos en guerra con otra patrulla que nos ha robado el banderín. Hay que ir a recuperarlo. La regla del juego es sencilla. Cada uno de nosotros lleva el pañuelo a la espalda, sujeto por el cinturón de los pantalones. Nuestros adversarios también. A este pañuelo lo llamamos una vida. No solo tenemos que regresar de la expedición con nuestro banderín, sino trayendo el mayor número de vidas posibles.También los llamamos cabelleras y nos las colgamos del cinturón. El que consigue mayor número es un temible guerrero, un «as de la caza», como esos aviadores de la Gran Guerra cuyas carlingas se adornaban con cruces alemanas en proporción con el número de aviones derribados. En fin, jugamos a la guerra. Como no soy muy fuerte, pierdo mi vida al comienzo de las hostilidades. He caído en una emboscada. Arrojado al suelo por dos enemigos, el tercero me arranca la vida. Me atan a un árbol para que no me sienta tentado, incluso muerto, de reanudar el combate. Y me abandonan allí. En pleno bosque. Atado a un pino cuya resina se me pega a las piernas y los brazos desnudos. Mis enemigos se esfuman. El frente se aleja, oigo esporádicamente gritos cada vez más tenues y, luego, nada. El gran silencio de los bosques cae sobre mi imaginación. Ese silencio de la espesura que rumorea de todos los modos posibles: chasquidos, roces, suspiros, risitas, el viento entre las copas… Me digo que los animales, ahuyentados por nuestros juegos, reaparecerán ahora. No hay lobos, claro, soy mayor, no creo ya en los lobos devoradores de hombres, no, lobos no, pero sí jabalíes, por ejemplo. ¿Qué le hace un jabalí a un muchacho atado a un árbol? Nada, sin duda, le deja en paz. Pero ¿y si es una hembra acompañada por sus jabatos? Sin embargo, no tengo miedo. Sencillamente me planteo ese tipo de preguntas que aparecen en una situación donde todo está por ex

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