Restos humanos

Jordi Soler

Fragmento

Desde que oí la voz del director ya sabía el tipo de trabajo que iba a proponerme. Siempre me caían a mí los encargos excéntricos, pero aquella vez algo había en su voz, una cierta impaciencia por llegar a lo que me iba a decir, que lo hacía comerse la cola o la cabeza de las palabras.

En los últimos meses yo había escrito en el periódico, por ejemplo, sobre una ex gimnasta rusa, medalla de oro en los juegos olímpicos de Montreal que entonces, veinticinco años después, vivía alcoholizada en la portería de un edificio de la época estalinista, en un lodoso andurrial a las afueras de Moscú.

O sobre la frustrada batalla legal de una docena de enanos que, en 1996, habían formado un equipo de futbol y que, a causa de su muy evidente singularidad, no podían jugar en la segunda regional española.

O sobre un perfumero que se había hecho muy rico vendiendo una fragancia, en los pueblos de la frontera entre México y Estados Unidos, que incrementaba la virilidad gracias a las hormonas de saraguato, o mono aullador, que contenía su fórmula.

O sobre uno de los vagabundos reales que aparece en la película Viridiana (1961) de Luis Buñuel y que entonces, cuarenta años después de su actuación, seguía siendo vagabundo, pero en la plaza Quinet, en París, ciudad a la que, según contaba en aquella entrevista, no recordaba cómo había llegado.

La verdad es que no podía quejarme, me pagaban bien, viajaba al país donde estuvieran estas historias y, de paso, iba juntando capítulos para un libro de criaturas excéntricas que tenía pensado publicar en cuanto tuviera suficiente material.

Lo que me encargó aquel día el director me pareció de entrada, a pesar de la impaciencia que había en su voz, poco épico. No había viaje, porque sucedía en un barrio de la ciudad, y se trataba de escribir una pieza sobre un hombre que se dedicaba a hacer el bien. En realidad el director dijo «a procurar el bien», lo cual entrañaba un compromiso mayor que yo no alcancé a calibrar en aquel momento.

–¿Una especie de misionero? –le pregunté.

–No –me respondió él–. Más bien un santo.

–¿Un santo? –dije, tratando de descifrar si el director me estaba tomando el pelo. Si había que reírse o no de lo que acababa de decirme.

Pero no era ninguna broma. Me contó que, alertado por un colega, había estado la tarde anterior en el mercado donde aparecía el santo, de sandalias y túnica blanca, para predicar, mientras recorría los pasillos, una serie de ideas alrededor del amor, la bondad, la honestidad, la rectitud.

–¿Y esto pasa aquí? –le pregunté asombrado.

–Aquí y ahora. En el siglo veintiuno –respondió el director entusiasmado, porque empezaba a notar que su mensaje había llegado a donde él quería. Sabía que un reportero de raza, como lo era yo entonces, una vez que se interesaba en un tema, no paraba hasta que regresaba a la redacción con la presa entre las fauces.

Antes de colgar, soltó la imagen que me puso a dar vueltas alrededor de la mesa, mientras pensaba de manera nerviosa, caótica y desordenada de qué forma iba a abordar a ese personaje, y desde qué ángulo iba a encuadrarlo para escribir sobre él en el periódico.

–El único referente que se me ocurre es Jesucristo Superestrella –dijo el director, y después colgó.

Al día siguiente estaba yo en el mercado, preguntando a la gente por el santo. Todos lo conocían y cada quien tenía su opinión sobre él. Había quien lo consideraba un loco. A otros les parecía simplemente un vagabundo, un bueno para nada, un vividor o un inútil. Pero también había otros, una minoría, que lo respetaban e incluso hasta creían en él. Como era el caso de Mayola y Jesús Andrés, un matrimonio de pescaderos que se irían convirtiendo en piezas esenciales de la historia que iba a empezar a escribir.

Por recomendación de ellos me senté a esperar en el bar del mercado. El santo no tenía hora fija de llegada, pero, según me aseguraron todos, aparecería durante la mañana.

–Estaré atento, no quisiera perdérmelo –le dije a Jesús Andrés.

–No se preocupe. Es imposible que se lo pierda –me respondió el pescadero.

Bebí dos cafés con leche en lo que hojeaba un periódico deportivo que había en la barra. La barra era un tablón grasoso y cacarizo por donde se paseaba un gato. Pasaba muy cerca de mi antebrazo y de la taza donde humeaba el café. Me desafiaba, se empeñaba en hacerme ver quién era el dueño de aquel espacio.

Cuando iba a pedir una cerveza, para matizar el nerviosismo que empezaba a producirme la cafeína, entró el santo en el mercado, precedido por un revuelo de gritos y voces que, como me había advertido el pescadero, hacía imposible no enterarse de su presencia.

El referente que me había dicho el director del periódico, la noche anterior, era muy preciso. El santo, en efecto, parecía Jesucristo Superestrella. Era un hombre delgado, de greña y barbón, de túnica blanca, sandalias y unos cincuenta años de edad. En cuanto me acerqué para verlo mejor, observé que tenía un brillo de locura en la mirada y el contorno de los ojos enrojecido, como un alambre candente.

El santo entró caminando por el pasillo de la carne y los embutidos, y luego siguió por el de las frutas y las verduras. Iba soltando en un puesto y en otro consignas solidarias, generosas, amorosas. A una señora que regateaba el precio de los mangos le dijo:

–La fruta es más importante que el dinero.

Y al carnicero, que, desde su punto de vista, vendía demasiado caro el kilo de espaldilla, le soltó:

–La carne que más vale es la tuya y la de tus semejantes, que está todavía viva.

Iba lanzando estos mensajes crípticos mientras recorría los pasillos del mercado, parsimoniosamente, como si en lugar de por el suelo infecto tachonado de frutas podridas y goterones de sangre de res fuera caminando sobre las aguas, con sus sandalias y su túnica de faldones blancos largos. El santo se desplazaba con una majestuosa teatralidad, parecía una figura salida del trazo de un pintor medieval, uno de esos retratos de cristos largos y delgados que pueblan las iglesias góticas.

–¡Buenos días, hijos míos! –decía el santo, y algunos vecinos le respondían con respeto, con admiración incluso.

Otros más parcos lo saludaban con un movimiento de cabeza. También había quien no hacía absolutamente nada, ni un gesto. Pero nadie le quitaba los ojos de encima. Su paso por el mercado se desarrollaba en perfecta armonía, avanzaba rodeado, más bien acorazado, por un halo de espiritualidad, hasta que un hombre, medio oculto entre dos pilas de cajas de madera, gritó, con una crudeza desmedida, con una voz que parecía una piedra haciendo añicos un cristal.

–¡Con esos trapos y esas sandalias pareces maricón!

Después de ese violento estallido sobrevino un denso silencio. Al santo se le descompuso la cara. Yo estaba muy cerca de él, tratando de no perderme ningún detalle, y me pareció que hacía un esfuerzo por contenerse, por no responder a esa provocación. Pero unos segundos más tarde la situación se había salido de control. El hombre, quizá drogado, quizá con demasiadas copas, quizá un energúmeno en su estado natural, quizá un individuo harto de los sermones de aquel predicador de barrio, se le echó encima. El santo intentó

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