La marca del diablo

Glenn Cooper

Fragmento

cap-1

Prólogo

Roma, 1139

Dejó las cortinas abiertas para contemplar el cielo nocturno, pero la ventana daba al oeste y él necesitaba mirar hacia el este.

El Palazzo Apostolico Lateranense, tal como lo llamaban los romanos, o Palacio de Letrán, era enorme; sin duda el edificio más grande y monumental que jamás hubiera visto. Era la residencia del Papa. Su lengua materna era el gaélico, que nadie conocía por esos lares. Conversar en latín le resultaba arduo, así que durante su visita se entendía con sus anfitriones en inglés.

Apartó la fina sábana y tanteó la oscuridad con los pies hasta dar con las sandalias. Se había acostado con el sencillo hábito de monje, pese a su derecho a utilizar un atavío de mayor rango. Era Máel Máedóc Ua Morgair, conocido como Malachy,* obispo de Down, y estaba allí como invitado del papa Inocencio II.

El viaje desde Irlanda había sido largo y no carente de dificultades, pues había tenido que atravesar las tierras indómitas de Escocia, Inglaterra y Francia. El recorrido le había llevado todo el verano y ahora, a finales de septiembre, el aire ya empezaba a ser fresco. En Francia se había alojado durante algunos días en casa del admirado teólogo Bernard de Clairvaux, un hombre cuya inteligencia sin duda estaba a la altura de la suya. Pero había logrado engañar a Bernard con su falsa devoción y supuesta sinceridad. Los había engañado a todos.

La celda monacal de Malachy en el pabellón de huéspedes estaba muy alejada de las regias habitaciones papales de techos altos. Llevaba dos semanas en Roma y solo había visto al anciano en dos ocasiones: la primera durante una audiencia de trámite en sus habitaciones privadas; la segunda como miembro del séquito que acompañaba al pontífice a visitar su proyecto más querido, la reconstrucción de su iglesia preferida, la antigua Santa María en Trastevere. Quién sabía cuánto tardarían en convocarlo de nuevo para abordar lo que le había llevado hasta allí: pedirle a Inocencio que le concediese los pallia (los símbolos de autoridad eclesiástica) de obispo de Armagh y Cashel. Pero eso carecía de importancia. Lo que resultaba vital era que había conseguido estar en Roma el 24 de septiembre de 1139, y ya se acercaba la medianoche.

Malachy se deslizó sigilosamente por los pasillos desiertos, adaptando sus ojos a la oscuridad. Se imaginó como una escurridiza criatura nocturna que reptaba por el palacio dormido.

«No tienen ni idea de quién soy.

»No tienen ni idea de qué soy.

»¡Y pensar que me han digerido por completo y me han permitido residir en sus entrañas!»

Había una escalera que conducía hasta el tejado. Malachy ya la había visto antes, pero nunca había subido por ella. Solo podía cruzar los dedos con la esperanza de no toparse con ningún obstáculo que le impidiese llegar hasta el cielo nocturno.

Cuando ya no pudo subir más, corrió un cerrojo de hierro y empujó con el hombro la pesada trampilla hasta que esta cedió y se abrió. La pendiente del tejado era tan pronunciada que debía tener mucho cuidado para no perder el equilibrio. Para avanzar más seguro se quitó las sandalias. Sentía las tejas frías y lisas en las plantas de los pies. No osó echar un vistazo al cielo en dirección este hasta que apoyó la espalda contra la chimenea más cercana y clavó los talones en las tejas.

Solo entonces Malachy permitió que sus ojos se deleitasen con la visión de los cielos.

Sobre la enorme y dormida ciudad de Roma, el oscuro firmamento limpio de nubes era perfecto en todos los sentidos. Y, tal y como sabía que iba a suceder, ya se había iniciado el eclipse lunar.

Había pasado años estudiando los mapas astrales.

Igual que otros grandes astrólogos antes que él, como Balbilus de la antigua Roma, Malachy era un sabio que conocía los cielos, pero dudaba que ninguno de sus predecesores hubiera gozado de una oportunidad como esa. ¡Qué desastroso, qué catastrófico habría resultado si el cielo hubiera estado nublado!

¡Tenía que contemplar la luna con sus propios ojos!

¡En el momento preciso debía contar las estrellas!

Los eclipses lunares totales ya eran de por sí bastante inusuales, pero ¿se había producido alguna vez uno como el de aquella noche?

Esa noche la Luna estaba en Piscis, su constelación sagrada.

Y acababa de completar su ciclo de diecinueve años y se hundía de nuevo bajo el eclipse del sol hacia su Nodo Sur, el punto de máxima adversidad: «la Cola del Diablo», como lo denominaban los astrólogos.

¡Esta convergencia de acontecimientos celestes tal vez no se hubiese producido jamás y tal vez no volviese a darse nunca! Aquella era una noche llena de prodigios. Era una noche en la que un hombre como Malachy podía crear una poderosa profecía.

Ahora lo único que podía hacer era esperar.

La dorada luna tardaría casi una hora en deslizarse hacia la completa oscuridad, su órbita devorada por un gigante invisible.

Cuando llegase el momento, Malachy tenía que estar preparado, su mente debía estar libre de cualquier distracción. La vejiga le incordiaba, así que se levantó el hábito y dejó de contenerse, contemplando divertido cómo su orina saltaba desde el tejado hasta el jardín del Papa. Lástima que el viejo cabrón no estuviese allí, mirando hacia arriba con la boca abierta.

El eclipse tapó un cuarto, la mitad, tres cuartos de la luna. Malachy apenas sentía el frío nocturno. Cuando el último resplandor lunar desapareció, se formó de pronto una penumbra, un resplandor denso y ambarino. Y entonces vio lo que había estado esperando. A través de esa penumbra brillaban varias estrellas. Ni pocas, ni muchas.

Tuvo tiempo suficiente para contarlas y recontarlas una vez más para estar seguro antes de que la penumbra desapareciese.

Diez. Cincuenta. Ochenta. Cien. ¡Ciento veinte!

Memorizó las cifras y repitió la cuenta.

Sí, ciento veinte.

El eclipse empezó a desaparecer y la penumbra se disolvió.

Malachy se escabulló con cuidado de regreso hacia la trampilla, bajó por las escaleras y volvió a sus aposentos, ansioso de no perder ni un instante.

Una vez allí, encendió una gruesa vela y mojó la pluma en un tintero. Empezó a escribir lo más rápido que pudo. Se pasaría toda la noche escribiendo, hasta el amanecer. Lo veía con claridad, con la misma claridad con que las estrellas brillaban en el ojo de su mente.

Allí, en el Palacio de Letrán, en Roma, en el seno de la cristiandad, en el hogar de su gran enemigo y del enemigo de los suyos, Malachy tuvo una lúcida e infalible visión de lo que sucedería.

Habría ciento doce papas más: ciento doce papas antes del fin de la Iglesia. Y del fin del mundo tal como lo conocían.

cap-2

1

Roma, 2000

Qué quiere K? —preguntó el tipo. Estaba sentado y tamborileaba nerviosamente con sus gruesos dedos en los brazos de madera de una silla.

Pese a que al otro lado de la línea ya habían colgado, el otro seguía con el teléfono en la m

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