Sígueme hasta desaparecer

Brenna Yovanoff

Fragmento

cap-1

WAVERLY

Hay algo de horrible en el sol.

Se eleva desde el horizonte como si se tratara de un globo aerostático. Un momento, su resplandor te parece brillante y tímido, y al siguiente centellea amenazadoramente desde lo alto, como si reflejase la ira de Dios.

A veces, cuando pasas demasiadas noches con la mirada fija en el reloj, cuesta distinguir si algo es real o si simplemente lo estás antropomorfizando.

Todos los días sigo una secuencia de acontecimientos; las horas me indican qué camino seguir. Si un momento sigue al anterior de forma lógica, quiere decir que está sucediendo de verdad.

Son las 13:23. Estoy en mi pupitre en la clase de Francés de la señora Denning, detrás de Caitie Price y delante de CJ Borsen, porque es ahí donde me siento.

Estoy en clase de Francés porque ya he superado oficialmente el máximo de créditos de español que ofrece el Henry Morgan, y me estoy quedando sin asignaturas optativas entre las que elegir. Era o francés o decoración de interiores. A veces, cuando muestras demasiada iniciativa, nadie sabe muy bien dónde ponerte.

Estamos desmitificando deportes y otras actividades a base de balbucear inarticuladamente frases sobre nuestras aficiones. De momento, contamos con cinco aspirantes a músicos, tres jugadores de fútbol y un puñado de chicos descarriados que se divierten desmontando coches y volviéndolos a montar.

Tengo el libro abierto por la unidad de «Sport et loisir», y sé que no estoy soñando porque las letras no se deslizan por el papel. Sé las respuestas a todas las preguntas de repaso, y, cuando la señora Denning dice mi nombre, ya he decidido que no contaré la verdad sobre mis actividades de ocio.

La profesora está delante de todos y se retuerce las manos, seguramente intentando descubrir por qué su vida ha sido un fracaso.

—Emily —dice, con aspecto desesperanzado—. ¿Y tú? ¿Cuáles son tus aficiones?

La fantasía era la siguiente: durante la clase, la señora Denning solo se dirigiría a nosotros en francés. No había por dónde cogerlo. Como todos los planes elaborados con mimo, se desmoronó enseguida, hecho trizas bajo el peso de su propia ambición.

—J’aime danser —contesta Emily Orlowsky, y entonces vuelve a la tarea que tenía entre manos, que consiste en pintarle las uñas con típex a Olivia Tantum.

Yo, diligentemente, las imagino bailando en un motín salvaje de escotes y lápices de ojos.

—Muy bien —repone la señora Denning, con una voz que da a entender que no está bien en absoluto, es más, que incluso le resulta horripilante.

La profesora usa su escritorio como si fuese una barricada, y dirige su atención a la última fila.

—¿Marshall? ¿Te gustaría hablarnos sobre tu actividad de ocio preferida?

Marshall Holt levanta la vista. Entonces vuelve a bajarla hacia su mesa con la misma rapidez, y con un acento impecable y monótono, dice:

—J’aime jeter un pétard avec mes amis.

La señora Denning se inclina hacia delante, sinceramente convencida de que no le está tomando el pelo.

—Très bien. Et où est-ce-que vous allez jeter le pétard?

—Au parc.

Me gusta tirar un petardo con mis amigos en el parque. Brillante. Marshall Holt, eres un genio. Y qué maduro.

A nuestro alrededor, todo el mundo se esconde detrás de los libros de texto para reírse. La señora Denning sigue mirando a Marshall con la misma expresión triste y esperanzada, como si estuviese a punto de entender el chiste.

Durante un segundo, él parece casi arrepentido, pero el daño ya está hecho. Cuando recuerda cuál es la acepción coloquial de «petardo», la profesora languidece y juguetea con el vaso de plástico que usa como lapicero, escudriñando el aula en busca de alguien que no la traicione.

—Waverly, ¿puedes decirnos alguna otra actividad de ocio?

El mío es el rostro inteligente y luminoso en el que fija la mirada para no sentir que se está ahogando. Tan prometedor, tan lleno de esperanza. Waverly puede decirte la raíz cuadrada de cualquier número perfecto y explicarte cómo conjugar el verbo brûler. Sí, Waverly lo sabe todo sobre la inmolación. ¿Qué se celebra el día de la Bastilla? ¿Quién puede nombrar tres de los temas sobre los que versa La metamorfosis?

Waverly jamás te diría que su principal afición es fumar porros en los columpios del Basset Park en las noches de entre semana.

Waverly es una muy buena chica.

Waverly es tan virtuosa que hace que te entren ganas de morirte.

Mantengo las manos plegadas sobre la mesa. La gente me está mirando, miran mi expresión solícita, mi pelo pulcramente peinado, mientras piensan: «Qué buena, qué maja que es Waverly. Es perfecta, joder». Mientras piensan: «¿Quién se ha creído que es?».

Cuando respondo, sueno vacilante y lo hago con un hilo de voz.

—J’aime courir.

«Mal», dice la chica que habita en mi mente. «Incorrecto. Tristemente inexacto.» Corro, pero no porque me guste. Lo que me gusta no tiene nada que ver con eso. Corro porque las noches son muy largas, y porque no puedo no correr.

Cuando la luz se va y la luna se apaga, me escapo por la puerta del jardín. Bajo por Breaker Street y corro por la mediana. Giro por Buehler y doy rienda suelta a mi energía en forma de zancadas. Desde allí, me dirijo hacia ese punto inalcanzable situado en el horizonte. A veces corro kilómetros y kilómetros.

La señora Denning sonríe desde detrás del escritorio.

—Merci, Waverly —dice.

Se me ocurre un pequeño postulado y lo anoto. El teorema de la perfección. La efectividad de tu persona es inversamente proporcional a lo que la gente sabe de ti. Yo soy un ejemplo ilustrativo: dos trayectorias divergentes que en el gráfico se alejan radicalmente la una de la otra.

Hay dos Waverlys. Una va muy bien arreglada, académicamente no tiene parangón, es bastante atractiva y termina el recorrido del entrenamiento de campo a través en el Basset en menos de dieciocho minutos. En dieciséis y medio cuando tiene un buen día.

La otra es un secreto.

La Waverly secreta es la que no duerme nunca.

Maribeth Whitman es mi mejor amiga en el mundo entero, por siempre jamás, si crees en ese tipo de cosas. Somos como Watson y Crick, como Donner y Blitzen. Siempre hemos ido a las mismas clases de nivel avanzado, nos hemos apuntado a los mismos clubes, hemos aprendido los mismos corolarios, estudiado las mismas ecuaciones y nos hemos enterado de los mismos escándalos. Hemos estado tejiendo pulseritas con hilos de colores desde la guardería.

Mientras me abro camino por el pasillo de las aulas de lengua hacia la zona de las taquillas, se me tira encima con los brazos abiertos, y aunque nos rodee más o menos la mitad de la clase de los de penúltimo curso y yo odie ser tan pegajosa delante de la gente, le devuelvo el abrazo.

Maribeth sabe cómo sacar el máximo partido de todos sus rasgos. Tiene un rostro tan dulce que, si la miras demasiado rato, te da la sensación de que el tiempo se sucede a cámara rápida y de que te van apareciendo manchas negras y esponjosas en los dientes. Tiene el pelo de un color tan rubio que hace que te imagines halos de luz llenos de gatitos.

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