Tormenta en La Habana (Dirk Pitt 23)

Clive Cussler
Dirk Cussler

Fragmento

cap-1

15 de febrero de 1898

El sudor corría por la cara de cansancio del hombre y formaba una cascada de gotas cuando caía de sus mejillas sin afeitar. Batía unos gruesos remos de madera. Se los llevó al pecho, ladeó la cabeza y se frotó la frente con la manga sucia. Ignoró el dolor de sus extremidades y siguió remando sin prisa pero sin pausa.

No sudaba solo por el esfuerzo, ni por el bochornoso clima tropical. El sol apenas había despuntado por el horizonte, y el aire en calma del puerto de La Habana era fresco y húmedo. Era la tensión de saberse perseguido lo que mantenía su pulso acelerado. Con mirada ausente observó el agua e hizo una señal con la cabeza al hombre que estaba sentado en la barca detrás de él.

Habían pasado casi dos semanas desde que la milicia española había intentado apropiarse de su descubrimiento obligándolo a huir. Tres de sus compañeros habían muerto defendiendo la reliquia. Los españoles no tenían reparos en matar, y lo asesinarían gustosamente para obtener lo que querían. Lo habrían matado ya de no haber sido por un encuentro casual con una banda de rebeldes cubanos, quienes le ofrecieron libre tránsito hasta las afueras de La Habana.

Echó un vistazo por encima del hombro al par de buques de guerra atracados cerca del fondeadero comercial del puerto.

—A estribor —dijo con voz ronca—. A la derecha.

—Sí —contestó el cubano sentado detrás de él, que empuñaba otro par de remos.

Iba ataviado como él, con la ropa manchada y hecha jirones, y se protegía del sol con un raído sombrero de paja.

Juntos dirigieron la lancha que hacía aguas hacia los modernos buques de guerra de acero. El anciano escudriñó el puerto en busca de posibles peligros, pero parecía que por fin había dado esquinazo a sus perseguidores. Tenía a su alcance un refugio seguro.

Remaron despacio por delante del buque de menor tamaño, que llevaba una bandera española colgando del mástil de popa, y se acercaron a la segunda embarcación. Se trataba de un crucero acorazado con torretas de dos cañones que sobresalían por encima de cada barandilla lateral. La cubierta y la obra muerta estaban pintadas de amarillo pajizo, atenuado por un casco blanco. Con los faroles todavía encendidos bajo la luz del amanecer, el barco relucía como un diamante de color ámbar.

Varios centinelas patrullaban por proa y popa, vigilando el barco en estado de máxima alerta. Un oficial con uniforme oscuro apareció en una pasarela de la superestructura y observó la lancha que se acercaba.

Levantó un megáfono.

—Deténganse y declaren sus intenciones.

—Soy el doctor Ellsworth Boyd, de la Universidad de Yale —dijo el anciano con voz temblorosa—. El consulado de Estados Unidos en La Habana ha solicitado que me refugien en su barco.

—Esperen, por favor.

El oficial desapareció por el puente de mando. Minutos más tarde, apareció en la cubierta con varios marineros. Arriaron una escala de cuerda por el costado e hicieron señas a la lancha para que se acercase. Cuando la barca rozó el casco del buque, Boyd se levantó y lanzó un cabo a uno de los marineros.

—Tengo una caja que debe venir conmigo. Es muy importante.

Boyd apartó de una patada unas hojas de palmera que ocultaban una gruesa caja de madera metida entre los bancos. Mientras los marineros les pasaban más cabos, Boyd inspeccionó las aguas. Convencido de que estaban a salvo, él y su ayudante ataron la caja con las cuerdas y observaron cómo era izada a bordo.

—Eso tendrá que quedarse en la cubierta —dijo el oficial mientras un par de marineros llevaban la pesada caja a pulso hasta un respiradero y la ataban.

Boyd le dio a su compañero de remo una moneda de oro, se despidió de él estrechándole la mano y subió por la escala de cuerda. A pesar de haber cumplido los cincuenta, Boyd estaba en buena forma para su edad y se había aclimatado a la humedad de los trópicos trabajando cada invierno en el Caribe. Pero ya no era joven, un hecho que se resistía a aceptar. Hizo caso omiso del persistente dolor de articulaciones y del cansancio constante del que no conseguía librarse mientras subía a la cubierta.

—Soy el teniente Holman —dijo el oficial—. Lo estábamos esperando, doctor Boyd. Lo acompañaré a un camarote para invitados donde podrá asearse. Por motivos de seguridad, tendré que pedirle que permanezca en su camarote. Luego con mucho gusto le enseñaré el barco, si le apetece, y veremos si podemos hacerle un hueco en la agenda del capitán.

Boyd le tendió la mano.

—Gracias, teniente. Le agradezco su hospitalidad.

Holman se la estrechó con firmeza.

—En nombre del capitán y de la tripulación, bienvenido al crucero de batalla Maine.

El suave soplo nocturno de los vientos alisios empujó el Maine en su amarradero hasta que su proa roma apuntó al centro de La Habana. Los centinelas del barco agradecieron la brisa, que mitigó el apestoso olor de las aguas contaminadas del puerto.

La brisa también arrastraba la melodía nocturna de las calles de La Habana: la música de sus bares portuarios, las voces risueñas de los peatones del cercano Malecón y el ruido de los caballos y carros que recorrían los estrechos paseos. Para los marineros enrolados en el Maine, los vibrantes sonidos eran un triste recordatorio: durante las tres semanas transcurridas desde que habían llegado no les habían concedido permiso para bajar a tierra. El barco había sido enviado para proteger el consulado de Estados Unidos después de un disturbio provocado por partidarios de la ocupación española, furiosos ante el apoyo prestado por Estados Unidos a los rebeldes cubanos que luchaban contra el opresivo régimen español.

Unos fuertes golpes hicieron vibrar la puerta del camarote de Boyd. Cuando la abrió, se encontró al teniente Holman vestido con un impecable uniforme azul que parecía desafiar la humedad.

Holman se inclinó ligeramente.

—El capitán se alegra de que acepte cenar con él esta noche.

—Gracias, teniente. Después de usted, por favor.

Un baño caliente y una larga siesta habían rejuvenecido a Boyd. Caminaba con el paso firme de quien ha vencido la adversidad. Llevaba puesta su ropa de trabajo recién lavada, y encima un esmoquin que Holman le había prestado. De vez en cuando se tiraba de las mangas, incómodo porque tenía los brazos largos y le quedaban cortas varios centímetros.

Se dirigieron a un pequeño comedor de oficiales situado en la cubierta de popa. El capitán del Maine se hallaba sentado en el centro de la estancia, frente a una mesa cubierta con un mantel de lino en la que relucían una vajilla de porcelana y una cubertería de plata.

Charles Sigsbee era un hombre diligente de mente racional, respetado en la marina por sus dotes de mando. Con sus gafas redondas y su bigote poblado, parecía más un empleado de banco que un capitán de barco. Se levantó y recibió a Boyd con una mirada de impaciencia mientras Holman hacía las presentaciones.

Los tres hombres se sentaron a la mesa y apareció un camarero que les sirvió consomé. Boyd no hizo caso al perrito que no se separaba del lado del capitán.

Sigsbee se volvió hacia Boyd.

—Espero que el camarote sea de su agrado.

—Es más que suficie

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