Cuatro días de enero (Inspector Mascarell 1)

Jordi Sierra i Fabra

Fragmento

Día 1

Lunes, 23 de enero de 1939

1

El silencio era extraño.

Tan cargado de presagios.

La vieja comisaría parecía haber sido arrasada por un huracán: mesas resquebrajadas, armarios volcados, papeles por el suelo… En lo primero que pensó fue en la madera, apta para alimentar la estufa, aunque no podría llevarse una mesa o un armario él solo.

¿Cuántos silencios existían?

¿El de un bosque, el del mar en un día plácido, el de un bebé dormido?

¿El de la desesperación final?

No quiso quebrar aquella calma a pesar de que su cabeza estaba llena de gritos. Ni siquiera hizo ruido al caminar sobre las baldosas gastadas por años y años de servicio. Todavía se veía la que había roto el Demetrio en el 27, al caerse y romperse la cabeza contra el suelo.

El pobre Demetrio.

De cuando los chorizos eran legales.

Se movió igual que una sombra furtiva por los despachos, sin saber qué hacer. No buscaba nada. Tan sólo resistía. No quería darle la espalda por última vez sin dejarse atrapar por el sentimiento de la resistencia, o de la rebeldía, o de lo que fuera menos la derrota. Ni aun en el peor de sus sueños hubiera creído que llegaría un día como el que vivía.

O moría.

Todas las voces permanecían en el aire, y los ecos, las risas, las broncas, el humo del tabaco. Una vida entera que pasaba de pronto de un plumazo. Vista y no vista.

Se acercó al patio. El árbol había sido cortado en el invierno del 38. Resistieron lo que pudieron pero al final también cayó; se repartieron la madera democráticamente, sin rangos. El árbol les había dado sombra en los veranos y vida en las primaveras. Luego les dio calor unos días en su invierno final. Todos juraron que cuando acabase la guerra plantarían otro.

Se estremeció por el frío que se filtraba a través de uno de los cristales rotos a consecuencia del bombardeo de diez días antes, pero también porque la comisaría era ahora un inmenso espacio, tan gélido como el día al otro lado de la puerta y las ventanas.

Nevó en su mente.

Y el hielo bajó por su cabeza, su pecho, brazos y piernas.

Fue entonces cuando sacó su credencial del bolsillo interior de la chaqueta y la miró, atrapado por una nostalgia que ya no consiguió apartar de sí, porque todo él se convirtió en una estatua de nieve que se fundía al sol:

MIQUEL MASCARELL FOLCH. INSPECTOR

Le pesó en la mano. Mucho. Un peso superior a sus fuerzas. No tuvo más remedio que cerrar la carterita de cuero ennegrecido por el uso para dejar de leer su nombre y su cargo, y depositarla sobre la mesa más cercana.

El abandono final.

Iba a sentarse en una silla, dispuesto a cerrar los ojos y escapar por unos segundos de aquella presión que le amenazaba, cuando escuchó la voz.

—¿Hay alguien?

Provenía de la entrada. Voz de mujer. Voz cauta y respetuosa.

No se movió.

—¡Oigan!

No iba a marcharse. Fuera quien fuese, había ido a por algo. Y por encima de todo, de las mismas circunstancias, una comisaría era una comisaría.

Y él…

—¡Pase!

La reconoció al momento a pesar de los años, del tiempo y la edad grabados en su rostro, minuciosamente cincelado en cada una de las arrugas que lo atravesaban abriendo caminos de ida y vuelta por su piel. No era vieja, pero sí mayor. Mostraba las mismas huellas que cualquiera en la ciudad, las del hambre, el frío y el miedo.

—Hola, Reme, ¿qué quieres?

La ex prostituta depositó en él una mirada extraviada, mitad perdida y mitad alucinada. Las paredes vacías, la sensación de abandono, la tristeza, todo convergía de manera irreal en sí mismo, el último vestigio animado de un mundo que estaba dejando de existir.

—¿Qué ha pasado aquí, señor inspector?

—¿Qué quieres que haya pasado, mujer?

—No sé.

—Pues que se han ido.

—¿Adónde, al frente?

—Al exilio, Reme. Al exilio.

—¿En serio? —Pareció no entenderlo.

—Ayer el Gobierno dio orden de evacuar la ciudad, y eso afectaba a todo aquel que pudiera ser víctima de represalias.

—¿Ah, sí?

—Claro.

—¿Tan cerca están?

—Sí.

—¿Y usted?

Se encogió de hombros.

—¿No se irá? —insistió la mujer.

—No.

—Entonces puede ayudarme, ¿verdad?

Miquel Mascarell la envolvió con una mirada neutra. La Reme no daba la impresión de sentirse asustada por la inminente llegada de las tropas franquistas, ni mostraba demasiada pena o lástima por los que se habían ido ni por él, que se había quedado. Era como si su mente estuviera aislada, blindada en lo que le preocupaba y nada más.

Porque algo le preocupaba, hondamente.

Si estaba en la comisaría era por alguna razón.

—¿En qué puedo ayudarte, Reme?

—Es por mi hija Merche. Ha desaparecido.

—¿Tu hija?

—¿No la recuerda?

Tenía una hija, sí. Le vino a la mente de golpe. La última o la penúltima vez que la había detenido. Una mocosa insolente y guapa, desafiante, de enormes ojos negros y mirada limpia. De eso hacía algunos años, siete, nueve, tal vez más, cuando la Reme todavía era guapa y su cuerpo se pagaba bien. Desde entonces el abismo la había devorado, abrasándola en muy poco tiempo.

—¿Qué edad tiene ahora?

—Quince.

—¿Cuándo cumple los dieciséis?

—El mes que viene.

—Entonces es como si tuviera dieciséis.

—¿Y eso?

—Pues que no es una niña, y más en estos días. Dadas las circunstancias…

—Inspector…

Reme movió las manos. Las tenía unidas bajo los senos. Miquel Mascarell recordó vagamente aquel detalle: lo mucho que le gustaron las manos de la prostituta las veces que la había detenido. Manos cuidadas, uñas largas, dedos suaves. Hacía la calle pero mantenía su dignidad. Ahora sus manos ya no eran bonitas, ni sus uñas largas. Al moverlas se hizo evidente su crispación. Manos y ojos la delataron.

Y la voz, al quebrársele.

—Tranquila —le pidió el policía.

—¿Cómo quiere que lo esté? ¡Es una niña! ¡Le ha pasado algo malo, seguro!

—¿Por qué tendría que haberle pasado algo malo?

—¡Ella no se habría ido sin decirme nada!

—¿Desde cuándo la echas en falta?

—Anteayer.

—¿El sábado?

—No vino a dormir.

—Así que han sido dos noches, la del sábado y la de ayer domingo.

—Sí, señor inspector. —Contuvo las lágrimas.

—¿No tienes ni idea de dónde pueda estar?

—No, ninguna.

—¿Has preguntado a sus amigas?

—Sí, y ninguna sabe nada.

—¿Novio?

—¡No!

—¿Segura?

—Bueno… que yo sepa… —vaciló.

—Que tú sepas.

—Yo no le notaba nada raro.

Quince años, casi dieciséis. La edad en la que los amores se notan.

—El

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