Índice
La caza
Un fantasma del pasado
El carnicero
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
La caza se acelera
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Del fondo de las profundidades
Notas
Biografía
Créditos
Para Teri, Dirk y Dana. No existe un padre
que haya sido agraciado con mejores hijos
UN FANTASMA DEL PASADO
15 de abril de 1950. Lago Flathead, Montana
Se alzó de las profundidades igual que un pavoroso monstruo del Mesozoico. Una capa de verde légamo cubría la cabina y la caldera. El barro del fondo del lago resbalaba y goteaba sobre las ruedas de metro y medio de diámetro y caía en las aguas frías del lago. La vieja locomotora de vapor ascendió lentamente por encima de la superficie y se balanceó un momento, sostenida por los cables de la enorme grúa montada en una barcaza de madera. Todavía visible bajo la ventanilla de la cabina y la mugre que goteaba, se distinguía el número 3025.
Construida por Baldwin Locomotive Works de Filadelfia, Pensilvania, la 3025 había salido de sus talleres el 10 de abril de 1904. La clase Pacific era un tipo de locomotora de vapor de gran tamaño, capaz de arrastrar diez vagones de pasajeros durante largas distancias a una velocidad de ciento treinta y cinco kilómetros por hora. Era conocida como una «4-6-2» por sus cuatro ruedas delanteras situadas justo detrás del quitapiedras, las seis enormes ruedas de tracción bajo la caldera y las dos más pequeñas montadas en la parte inferior de la cabina.
La tripulación de la barcaza contempló con asombro cómo el operario de la grúa manejaba suavemente los controles y depositaba con toda delicadeza la 3025 en la cubierta. El peso de la locomotora hundió la barcaza en el agua casi diez centímetros. Pasó un momento antes de que los hombres salieran de su asombro y soltaran los cables que la sujetaban.
—Se encuentra en magníficas condiciones para haber pasado cincuenta años bajo el agua —comentó el superintendente del equipo de salvamento de la maltrecha barcaza, que era casi tan vieja como la máquina que acababan de recuperar y que llevaba desde los años veinte haciendo tareas de dragado en el lago y en los afluentes vecinos.
Bob Kaufman era un tipo corpulento y simpático que siempre tenía una carcajada lista para la más mínima demostración de jovialidad. Con su rostro atezado por las largas horas pasadas al sol, ya hacía veintisiete años que llevaba trabajando en la barcaza. Con sus setenta y cinco años a cuestas podría haberse jubilado hacía tiempo, pero estaba dispuesto a seguir tanto como la compañía de dragados quisiera mantenerlo. Quedarse en casa montando rompecabezas no era la idea que él tenía de calidad de vida. Estudió al hombre que se encontraba a su lado y que era, por lo que podía calcular, solo un poco mayor que él.
—¿Qué le parece? —le preguntó Kaufman.
El hombre se volvió. Era alto y delgado a pesar de haber cumplido los setenta y muchos, y tenía un abundante cabello plateado. Su rostro estaba tan curtido como el cuero. Contempló la locomotora con unos ojos que todavía no necesitaban gafas y que brillaban con un ligero color lavanda. Un gran mostacho plateado le cubría el labio superior, como si llevara allí mucho tiempo, y hacía juego con sus cejas que, con los años, se habían vuelto hirsutas. Se quitó el panamá de la cabeza y se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo.
Luego, caminó hacia la locomotora que descansaba firmemente en la cubierta y centró su atención en la cabina. El agua y el barro se derramaban por las escalerillas y caían en la barcaza.
—A pesar de toda la porquería —dijo al fin—, es un placer contemplarla. Es solo cuestión de tiempo que algún museo ferroviario aparezca con los fondos necesarios para restaurarla y exhibirla.
—Fue una suerte que ese pescador perdiera su fueraborda y decidiera dragar el fondo del lago para recuperarlo. De lo contrario, esta máquina se habría podido pasar otros cincuenta años ahí abajo.
—Sí. Fue un golpe de suerte —contestó lentamente el hombre de cabellos plateados.
Kaufman se adelantó y pasó la mano por una de las enormes ruedas tractoras. Una expresión nostálgica cruzó su rostro.
—Mi padre era maquinista de Union Pacific —explicó—. Siempre me decía que las locomotoras de la clase Pacific eran las mejores que había conducido. Solía dejar que me sentara en la cabina con él cuando entraba en las cocheras. La clase Pacific se utilizaba principalmente para arrastrar vagones de pasajeros, por lo veloz que era.
Un grupo de submarinistas vestidos con trajes hechos con capas de lona y caucho