La leyenda de la isla sin voz

Vanessa Montfort

Fragmento

1

Nueva York, diciembre de 1867

Donde todo es imposible todo es posible, recordó de pronto, y después de dar tres golpes secos de bastón contra el techo, el carruaje se detuvo en el puerto. Desde el exterior le llegó el hormigueo de esa ciudad que tanto había añorado, el quejido de las poleas, el repicar de las campanas, el ladrido de los perros y el traqueteo desesperado de las ruedas sobre el pavimento. Retiró la cortina de terciopelo de la ventana al tiempo que se peinaba la barba: tras una nube de humo que se alzaba densa y lenta, podía divisar un bosque de mástiles; y detrás, un enjambre de transbordadores que cruzaban de una orilla a otra el gran río, cargados de pasajeros, diligencias, caballos, carros, cestas, cajas y sombreros de copa. Sus ojos, ahora con más dioptrías, lograron enfocar cómo sobresalían en el horizonte dos grandes barcos que avanzaban con solemnidad rumbo a Europa, como criaturas de una clase más distinguida. Tan sólo hacía unas horas que él mismo había desembarcado de uno de ellos procedente de Liverpool en medio de la noche. Su hotel estaba en Broadway y era una de esas suites con recibidor y salón que tanto gustaban a los americanos: de las mismas dimensiones de un apartamento en Londres. Al llegar había conseguido dormir un poco, asearse, orear la ropa y estar listo bien temprano para su reencuentro con Nueva York y con el pasado.

El caballero bajó del coche.

Un sol brillante y glacial le iluminó como si acabara de salir a un escenario. Era corpulento y vestía con elegante sobriedad: una levita negra de cuello generoso, una camisa blanca con una lazada negra en la que acababa de descubrir con fastidio una mancha amarilla, seguramente del huevo del desayuno. Rascó la mancha con cierta ansiedad ayudándose del yo gemelo que le devolvía el reflejo del cristal del carruaje: el pelo ensortijado encima de las orejas con brillos de plata, las patillas rasuradas que le delataban como europeo y unos ojos que parecían estar siempre a punto de vislumbrar una gran historia. Con serenidad británica, recogió del asiento del coche su sombrero de copa con la mano derecha y con la izquierda el bastón —lo hacía invariablemente de esta forma—, y contempló la muchedumbre multicolor que le rodeaba, aún más numerosa que la de años atrás.

Reconoció las ostrerías con sus carteles en forma de boya fluvial, el mismo olor a mar y a hoguera recién apagada que dejó aquella Nueva York en su memoria veinticinco años atrás, cuando partió de vuelta a Londres después de haber vivido la aventura más apasionante de su vida. La única historia que se comprometió a no escribir jamás en uno de sus libros y que sólo confesó a un joven Julio Verne en París, después de unos cuantos años y muchos más whiskies.

—Señor… Entonces, ¿se quedará aquí, señor?

La voz del cochero le hizo volver de sus recuerdos. Le hablaba con una exagerada reverencia. Parecía haberle reconocido. Qui zás había sido en el hotel cuando le abordaron aquellas dos damas para pedirle un autógrafo.

—Sí, la barca vendrá a recogerme aquí mismo. ¿Qué le debo?

El cochero, con un pie en el cabrestante, pareció dudar un momento. Se quitó la gorra. La apretó contra su pecho con las dos manos.

—Si me permite el atrevimiento, señor…, no alcanzo a entender para qué quiere ir a La Isla. Si está interesado en visitar instituciones de caridad, encontrará algunas más apropiadas en Manhattan. No es lugar para un caballero y mucho menos…

—¿Cuánto le debo, cochero? —repitió el inglés como si no le escuchara y estuviera ya muy lejos, a muchos años de distancia.

El hombre bajó de un salto.
—Ya me ha pagado, señor. He tenido el honor de llevar en mi coche al gran Charles Dickens.

El escritor le tendió unos chelines, no le había dado tiempo a cambiar a dólares, se disculpó, paladeando cada sílaba con un acento que dejó embelesado a aquel hombre, quien aceptó las monedas extranjeras encantado, un tesoro que pasaría en herencia a sus hijos y a sus nietos. En primer lugar, porque las había tocado el escritor de Oliver Twist y, en segundo porque no le iba a ser fácil cambiarlas en esos días.

—Que Dios le bendiga —se alejó diciendo el conductor muchas veces. Luego aparcó unos metros más allá, le dio un par de palmadas a los caballos y desapareció escaleras abajo como si se lo tragara la tierra, para compartir cuanto antes el acontecimiento con sus colegas frente a una cerveza.

Charles, al que ahora que lo conocemos, llamaremos por su nombre de pila, cerró los ojos para resguardarse de la brisa helada y dejó que la vida del puerto bullera a su alrededor. El viento alborotaba el paisaje, los cabellos, las faldas de las mujeres, hacía gualdrapear las velas de los barcos, y le trajo muchos más acentos de los que pudo reconocer, sobre los que se izaban los irlandeses: voces jóvenes, niñas, ancianas, rotas, nuevas… Las poleas de los barcos amarrados hacían música al chocar contra los mástiles, sus cascos crujían en el embarcadero como si estuvieran hechos de mimbre y, de pronto, un relincho que pareció ordenar silencio a la ciudad y un estruendo de patas, ruedas y gritos que sintió que se le venía encima.

—¡Apártense! —vociferó alguien desde el lugar del estrépito.

Abrió los ojos justo a tiempo de evitar ser arrollado por un caballo negro de crines largas que pareció haberse fugado del mismo infierno.

El escritor lo contempló con el desconcierto con el que se reconoce un recuerdo mientras recogía su sombrero del suelo. Allí estaba, amarrada al animal y como surgida de una pesadilla, la «Black María». El carruaje negro y sin ventanas que transportaba a los destinados a La Isla hasta el muelle.

Igual que la primera vez que la vio, un gentío morboso empezó a arremolinarse a su alrededor para comprobar cómo bajaban a los condenados casi al tiempo que un guardia intentaba dispersarlos.

Descendieron despacio. Almas en pena escapándose de un gran ataúd mal cerrado: primero una mujer gruesa con un moño medio desecho y canoso, quizás una vieja prostituta, pensó Charles. Luego una anciana temblorosa de edad y de frío, oculta bajo una toquilla que iría a parar al asilo de beneficencia; un niño de pocos años abrazado a una niña algo mayor que podría ser su hermana; otros dos malencarados, tan escondidos bajo la mugre que era difícil averiguar su raza, uno blanco y el otro negro, que patalearon como basiliscos cuando el policía los bajó del coche y que sin duda irían al reformatorio, y una joven chupada y rubia a la que una racha de viento arrancó su sombrero mientras reía y lloraba víctima de una crisis nerviosa. Caminaba tan atribulada que de un tropezón fue a parar encima de una de las señoras que contemplaban la escena.

—Pobre criatura, si es una dama, llevarla a La Isla la matará —gimió ésta mientras uno de los agentes se la desencajaba de los brazos para conducirla a empujones por la pasarela hasta el muelle.

Charles contempló aquella imagen como si estuviera leyendo el capítulo de una historia que había escrito hace mucho tiempo: los vigilantes medio borrachos acosando a las prostitutas, los policías obligando a callar a los enfermos y a los ancianos que lloriqueaban nerviosos… pero, pronto, todos fueron enmudeciendo y girándose, uno a uno, hacia el gran río.

Apareció desgarrando la niebla.

La barca.

Avanzaba lenta hacia ellos, impulsada a remo por seis convictos del penal con sus uniformes a rayas negras y beis. En el casco oscuro pudo leer en letras blancas

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