El retorno

Carsten Stroud

Fragmento

cap-1

Lo que realmente significa el término militar

«desplegarse verticalmente en el terreno»

Estaba el primero de la fila en el aeródromo Mauldar, un Lear chino, bloqueado y cargado de combustible, como una flecha en un arco tenso, con los reactores girando a tope, los frenos echando humo y los alerones batiendo… El teléfono de la torre de control empieza a pitar, un aullido metálico, y John Parkhurst, el jefe de la torre, descuelga el aparato y lo que oye es (según contó después a la policía) una furiosa perorata con voz chillona en boca de un sujeto malhablado que…

Bueno, para que se entienda, Parkhurst ejerce de pastor pentecostal a tiempo parcial, de modo que al hablar con la policía opta por la palabra «sujeto» obviando otra más fuerte; en fin, el caso es que el tipo que llama por teléfono jura ser agente del FBI y dice, a grito pelado, que quiere que ese (palabrota, palabrota) Lear chino no se mueva ni un milímetro de donde está, que lo mantengan en la pista, bloqueado. Cuando Parkhurst, un individuo bastante quisquilloso que en vez de controlador aéreo debería haber sido dentista, le pide un número de placa, uf, el tipo se pone hecho una fiera, empieza a soltar tacos (de los gordos) otra vez, y cuando va por la mitad de una frase que empieza con «escúchame (palabrota, palabrota)» y termina con «por donde te quepa», Parkhurst le cuelga sin más.

Dos minutos después el Lear, un 60 XR Luxury Edition (diez millones, tranquilamente), sale disparado hacia el cielo en brusca pendiente, esquivando los rayos; el ruido de los dos reactores es tan fuerte que hace vibrar todas las ventanas en un radio de kilómetro y medio. Parkhurst vuelve a sentarse, mira el teléfono, tiene las orejas todavía ardiendo, y entonces dice «madre mía» y «cielo santo», suelta un suspiro y empieza a mover la cabeza, pensando «y encima en el día del Señor».

Pero… aparte de ese desagradable detalle… fue calmándose y observó a los demás, la mayoría de los cuales tenía la mirada puesta en él; luego miró por las ventanas y, gracias a Dios, seguía siendo un espléndido domingo de primavera. Cuando levantó la vista hacia el rutilante cielo no vio una sola nube… bueno, vale, exceptuando una cosa medio rara allá por el sudeste. Parecía una mancha de humo negro. O tal vez alguien estaba usando un soplador de hojas.

Parkhurst, que espiritualmente se aferraba al Antiguo Testamento, se quedó un rato mirando la mancha y haciendo despreocupadas conjeturas sobre su origen.

Mientras tanto, a trescientos metros de altitud y medio kilómetro más allá, el Learjet chino inclinó un ala y viró con elegancia hacia el sur.

Mientras Parkhurst se ponía a pensar en salmos, una chispa de inquietud prendió en algún rincón de su mente. Volvió la cabeza para mirar el radar Doppler. La mancha era una cosa difusa, básicamente indescifrable, de modo que cogió los prismáticos para ver mejor.

Tardó un par de segundos en enfocar el blanco, y otro más en entender lo que estaba viendo, pero en cuanto lo tuvo claro, se le heló el pecho de golpe y un nudo le impidió casi respirar.

No era una nube de humo, ni hojas volando. Era una bandada de cuervos. Una descomunal bandada de cuervos.

De un salto se plantó en la radio: «Vuelo cero seis cinco, emergencia, Lear chino: modifique inmediatamente el rumbo a coordenadas…». Pero para entonces, dada la velocidad del reactor, ya era un poquito demasiado tarde. Parkhurst recibió una breve contestación del copiloto: «Torre, estamos…», seguida de un taco gritado en chino.

El reactor granate y dorado, reluciente al sol de la mañana, se metió derecho en la bandada de cuervos y salió por el otro lado con el fuselaje sucio de sangre y apelmazadas plumas negras, mientras el motor de estribor dejaba una fina estela de humo azulado. El aparato perdía altitud.

El piloto cogió de nuevo la radio: «Torre, aquí vuelo cero seis cinco, tenemos múltiples impactos de ave; repito, múltiples impactos de ave. Visibilidad cero», y luego nada salvo ruido de interferencias.

Conmoción y asombro en la torre de control cuando el Learjet viró a la izquierda, hundiendo el morro. El giro se convirtió en una vuelta sobre sí mismo y rápidamente en una espiral cada vez más estrecha; el morro se hundió (todavía más), el avión entró en barrena y la radio resucitó. El piloto estaba vociferando en chino hakka por el micro (de fondo se oían voces y gritos y el rechinar metálico del fuselaje) y pasó de nuevo al inglés: «Torre, nos estrellamos, nos estrellamos».

Todo el mundo oyó una última transmisión: «Díganle a mi hijo…» y luego un grito ahogado. El Lear se estrelló contra el suelo a tres kilómetros de allí, justo en medio del green catorce del club de golf Anora Mercer.

Al explotar produjo una bola de fuego amarilla, roja y negra que se elevó hacia el cielo. Momentos después los de la torre notaron la onda expansiva, un golpe sordo y seco en las ventanas, seguido de un estruendo.

«Se acabó mi carrera profesional», estaba pensando Parkhurst. Y después, pero solamente después, «pobre gente».

Trescientos metros por encima del lugar del accidente, la bandada de cuervos se reagrupó formando una prieta nube con forma de hoz, y así sobrevolaron la ciudad y los tejados y llenaron el aire matutino con sus estridentes gritos, para alzarse después en una sola y compacta masa y perderse de vista hacia el este, camino de Tallulah’s Wall.

Un silencio sepulcral reinaba en la torre, roto únicamente por alguien que estaba al fondo y que con voz menuda y tono de temor reverencial dijo: «La hostia».

Parkhurst tragó saliva con mucho esfuerzo y llamó a los bomberos y a la ambulancia. En eso estaba cuando otro controlador, un chico nuevo de nombre Matt Lamarr, examinó un momento la lista de vuelos.

Luego miró a sus compañeros, los cuales estaban todos contemplando pasmados la nube que se elevaba del campo de golf, solo que ahora ladraban y aullaban y se daban dentelladas como una jauría de… perturbados.

—Eh, tíos —dijo tratando de hacerse oír en medio del alboroto. Y luego, más alto—: ¡Tíos!

Todos se volvieron, salvo Parkhurst.

—¿Qué?

—Morgan Littlebasket ha despegado en su Cessna a las 10.22, ¿verdad?

—Sí —respondió uno—. ¿Y qué?

—Pues que… ¿dónde se ha metido?

Los blanco y negro de Niceville llegaron al lugar del accidente al cabo de cuatro minutos, con los bomberos pisándoles los talones. La bola de fuego era un espectáculo, y alrededor de la zona cero ardían charcos de combustible del Learjet. El calor era tan intenso que no podían acercarse lo suficiente. Solo cabía esperar a que las llamas se extinguieran por sí solas y, mientras tanto, comprobar posibles daños colaterales en el perímetro.

Lo único que encontraron fue una solitaria víctima que deambulaba por allí como aturdida, un viejecillo arrugado con la nariz medio destrozada y quemaduras importantes en toda la cara. Dijo llamarse Thad Llewellyn.

Por lo que pudieron descifrar de sus histéricos desvaríos, al parecer su esposa se hallaba en el centro de la zona donde el Lear se había precipitado rugiendo sobre el green catorce.

La mujer se llamaba Inge y por lo visto le estaba sujetando la bandera a su marido mientras él intentaba sacar la bola de una pequeña duna.

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