Corazón en sombras (Corazones medievales 2)

Laura Kinsale
Laura Kinsale

Fragmento

cap-1

1

Bosque de Savernake,

en el quinto año de reinado del rey Ricardo II

 

Todas las gallinas murieron el primer lunes después de Epifanía.

Elayne sabía que no debería haber utilizado una pluma de gallo en lugar de una de abubilla mágica, pero en el bosque de Savernake no había abubillas. Es más, ni siquiera sabía qué aspecto tenía una abubilla; el único sitio en el que había visto el nombre de aquella criatura era en el manual de pócimas que utilizaba para sus sortilegios.

Era imposible que su simulacro de conjuro de amor hubiese provocado la muerte de todos los gallos y las gallinas de Savernake. Aun así, Cara sospecharía de ella. Cara siempre sospechaba de ella. Era poco probable que su hermana mayor obviase la repentina defunción de todas las aves de la aldea. En un sitio más grande como Londres, quizá, o en París, la pérdida de unas cuantas docenas de aves apenas habría llamado la atención. Pero no en una villa menor como Savernake.

Se arrebujó bajo el manto mientras se alejaba de la aldea a toda prisa, atravesando la tierra congelada de los campos. Podía sentir el roce de la figurita de cera y la pluma negra que llevaba ocultas bajo la camisola y que se le clavaban en la piel como un dedo acusador. Si se había aventurado a sustituir la pluma de abubilla mágica por una de gallo era porque en otra receta del libro se mencionaba la pluma del ala de un gallo negro. Lo cierto es que había sido un experimento estúpido. Aquel otro conjuro tenía como objetivo conseguir que a un hombre le creciera la barba. Quizá dicho propósito no casaba con los ingredientes necesarios para despertar el afecto de un varón, y por ello el conjuro había tenido como consecuencia la muerte de todas las gallinas en diez leguas a la redonda.

Por lo menos confiaba en que a Raymond de Clare, en cuya imagen se inspiraba la figurilla de cera, no le creciera la barba de repente.

Cuando se acercaba al molino abandonado, una pequeña manada de ciervos asomó la cabeza por encima de unos matorrales salpicados de escarcha. De pronto, Raymond apareció tras la enorme rueda del molino y los animales se alejaron entre saltos y carreras. El caballero le ofreció sus manos enguantadas, pero Elayne apartó la mirada, abrumada por una repentina timidez. En su opinión, aquel era el hombre más apuesto de toda la cristiandad, pero estaba tan nerviosa y se sentía tan culpable que no osaba mirarlo a los ojos.

—¿No hay bienvenida para mí? —preguntó él con una nota divertida en la voz.

—Sí —respondió Elayne, y la afirmación salió de su boca como un grito ahogado, apenas audible. Se obligó a levantar la mirada, fingiendo sofisticación y experiencia con una leve elevación de la barbilla, y luego esbozó una discreta reverencia—. Belaccoil! Saludos, sir caballero.

—Ah, así que ahora nos ponemos ceremoniosos —dijo él con una sonrisa, y se inclinó en una reverencia más propia de la corte del rey.

No es que Elayne hubiera estado allí alguna vez; de hecho, ni siquiera se había acercado a menos de una semana de viaje a caballo, pero estaba convencida de que el amplio movimiento de Raymond, mostrando las mangas de su jubón a rayas rojas y negras bajo una hermosa capa escarlata, solo podía tener cabida en una esfera tan distinguida como la corte.

Cuando se incorporó, Elayne evitó mirarle a los ojos. Sentía que si no podía tocarle la cara, si no podía acariciarle la mejilla o sujetar un mechón de su abundante cabello castaño entre los dedos, moriría de amor no correspondido antes del alba. Apoyó un pie en el borde del canal que alimentaba de agua al molino e, ignorando la mano que él le ofrecía, saltó el cauce congelado y pasó a su lado. Él se dio la vuelta y caminó junto a ella rozándole el hombro. Elayne se apartó, aceleró el paso y desplazó con la mano una rama que colgaba sobre la puerta del viejo molino.

Raymond se echó a reír y le acarició la mejilla.

—Me estáis evitando, gatita.

Ella lo miró de soslayo, los ojos clavados en su mandíbula con disimulo. Iba perfectamente afeitado, sin el menor rastro de barba. Aliviada, le dijo alegremente:

—Lo hago por vuestro bien. ¡Sir, no querréis que os vean rondando a una joven inculta como yo!

Él la sujetó por el hombro y la obligó a darse la vuelta. Por un instante, la miró fijamente a los ojos; podía sentir sus dedos a través de la gruesa lana gris del vestido.

—¿Y por qué no habría de quererlo? —le preguntó dulcemente—. ¿Qué clase de hombre se encuentra un diamante como vos a sus pies y no se detiene a recogerlo?

Apoyó la mano suavemente sobre la suya y la empujó hasta que ella sintió que las piedras de la pared se le clavaban en la espalda. No podía apartar los ojos de su boca, como si la hechizada fuese ella. Miró a un lado, temerosa de que alguien los sorprendiera. Los matorrales, desnudos de hojas, proyectaban sombras sobre la entrada, pero por lo demás el viejo molino estaba desierto y en su interior reinaba un silencio absoluto. Apoyó las manos en el pecho del caballero como si intentara apartarlo, aunque en realidad estaba deseando que la besara para poder averiguar al fin, tras varias semanas jugando a aquel juego tan peligroso, qué se sentía. Tenía diecisiete años y nunca había estado enamorada. Tampoco sabía qué era un cortejo; hasta entonces, ignoraba que pudiera existir un hombre como Raymond, capaz de robarle el sueño y acabar con cualquier atisbo de cautela.

—Solo soy una mujer más, como el resto —susurró. El corazón le latía desbocado bajo la mano de él—. Puede que menos tímida que la mayoría.

—Vos, amada mía, sois una mujer extraordinaria.

Inclinó la cabeza hacia ella y Elayne cogió aire a toda prisa. Un segundo después, sintió el contacto con sus labios, cálidos y suaves a pesar del frío invernal, mucho más suaves de lo que había imaginado. Sabían a aguamiel, quizá demasiado fuerte para su gusto. Raymond introdujo la lengua en su boca y respiró con fuerza dentro de ella. Confundida y abrumada por una repentina sensación de asco, Elayne lo apartó de un empujón con tanta vehemencia que él tuvo que apoyar una mano en la pared para no perder el equilibrio.

La miró fijamente y arqueó las cejas.

—¿Acaso no soy de vuestro agrado, milady?

—¡Por supuesto que lo sois! —se apresuró a responder dándole una palmadita en el brazo. Se avergonzaba de sí misma por ser tan cobarde—. Es que… si alguien nos viera… ¡Oh, Raymond! —exclamó mordiéndose el labio—. ¡Me vuelvo tan tímida cuando estoy con vos!

La rigidez desapareció del rostro del caballero, algo que Elayne agradeció con cierta sensación de alivio. Raymond de Clare no solía tomarse las afrentas a la ligera, ni siquiera las más insignificantes, y sin embargo a ella le sonreía mientras apartaba la capucha de lana de su cara y aprovechaba el movimiento para acariciarle ligeramente el lóbulo de la oreja.

—No permitiré que nadie nos descubra.

—Vayamos al salón del castillo. Podemos ir juntos y, una vez allí, hablar.

—Rodeados de gente por doquier —replicó él, cortante—. Y, de todos modos, ¿de qué queréis hablar, milady?

—¿Es que acaso no es obvio? ¡Debéis componer una oda loando la belleza de mi cabello y de mis ojos! Yo os ayudaré.

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