Asesinato en directo (Bajo sospecha 1)

Mary Higgins Clark

Fragmento

1

Laurie Moran miró por la ventana de su despacho, situado en la vigesimoquinta planta del número 15 de Rockefeller Center y con vistas a la pista de hielo del famoso complejo de Manhattan. Era un día de marzo soleado pero frío, y desde su atalaya podía ver a los principiantes tambalearse sobre los patines y, en marcado contraste, a otros patinadores que se deslizaban por el hielo con la gracia de unos bailarines de ballet.

Timmy, su hijo de ocho años, adoraba el hockey sobre hielo y aspiraba a ser lo bastante bueno para jugar con los New York Rangers cuando cumpliera los veintiuno. Laurie sonrió cuando la imagen del rostro de Timmy inundó su mente, sus expresivos ojos castaños brillantes de felicidad al imaginarse en la posición de portero en un partido de los Rangers. Para entonces será la viva imagen de Greg, se dijo, pero se apresuró a apartar esos pensamientos de su cabeza y devol vió la atención a la carpeta que descansaba sobre su mesa.

Treinta y seis años, melena color miel hasta los hombros, ojos pardos tirando a verdes, complexión delgada y facciones clásicas, sin maquillar, era la clase de mujer que la gente se volvía para mirar cuando pasaba a su lado. «Guapa y con clase» solía ser la típica descripción que daban de ella.

Productora de Fisher Blake Studios y con varios premios en su haber, Laurie estaba a punto de lanzar un nuevo programa para la televisión por cable, sobre el cual ya había empezado a cavilar antes de la muerte de Greg, pero que había dejado aparcado por temor a que hubiera quien pensara que lo había concebido a raíz del asesinato sin resolver de su marido.

La idea era recrear crímenes no resueltos, pero, en lugar de emplear actores, convocarían a los amigos y familiares de las víctimas para escuchar de su propia voz su versión de lo que pasó en el momento de la tragedia. Siempre que fuera posible, se utilizaría el lugar de los hechos. Se trataba de un proyecto arriesgado, con las mismas probabilidades de convertirse tanto en un éxito como en un fracaso.

Laurie acababa de salir de una reunión con su jefe, Brett Young, quien le había recordado su juramento de que jamás volvería a hacer un reality show.

—Tus dos últimas aventuras en este terreno fueron un fracaso, y costoso —señaló—. No podemos permitirnos más. —Luego añadió deliberadamente—: Y tú tampoco.

Ahora, mientras daba pequeños sorbos al café que se había traído de la reunión de las dos, Laurie pensó en el vehemente argumento que había empleado para convencer a Brett.

—Antes de que vuelvas a decirme lo harto que estás de los reality shows, te prometo que este será diferente. Lo titularemos Bajo sospecha. En la segunda hoja de la carpeta que te he dado aparece una larga lista de crímenes no resueltos, así como de otros «supuestamente» cerrados donde existe una posibilidad real de que se encarcelara a la persona equivocada.

Laurie paseó la mirada por su despacho. Eso reafirmó su determinación a no perderlo. Era lo bastante grande para tener un sofá debajo de los ventanales y una larga estantería con recuerdos, premios que había ganado y fotos de familia, en su mayoría de Timmy y de su padre. Hacía tiempo que había decidido que las fotos de Greg pertenecían a su dormitorio, no al despacho, donde solo servirían para recordar a la gente que era viuda y que el asesinato de su marido se había quedado sin resolver.

—El secuestro del bebé Lindbergh es el primero de tu lista —había comentado Brett en la reunión—. Ocurrió hace ochenta años. No estarás pensando en recrearlo, ¿verdad?

Laurie le había dicho que el caso Lindbergh era un ejemplo de un suceso del que la gente había hablado durante décadas por lo espantoso que fue, pero también por las muchas preguntas que habían quedado sin respuesta. Bruno Hauptmann, un inmigrante de Alemania que había sido ejecutado por secuestrar al bebé Lindbergh, probablemente fue quien fabricó la escalera de mano que se usó para subir hasta el cuarto de la víctima. Sin embargo, ¿cómo sabía la hora exacta a la que la niñera bajaba a cenar cada noche y dejaba solo al bebé durante cuarenta y cinco minutos? ¿Cómo sabía Hauptmann eso? ¿O quién se lo dijo?

Seguidamente, Laurie había hablado a Brett del asesinato no resuelto de una de las hijas gemelas del senador Charles
H. Percy. Ocurrió en los inicios de su primera campaña para lograr un escaño en el Senado en 1966. Charles H. Percy fue elegido senador, pero el crimen nunca se resolvió, y los interrogantes seguían ahí: ¿era la gemela asesinada el objetivo del atacante? ¿Y por qué no ladró el perro si efectivamente había entrado un extraño en la casa?

Laurie se recostó en su sillón, mientras seguía dándole vueltas a su reunión con Brett. Le había dicho que la cuestión es que, cuando empiezas a mencionar casos como ese, todo el mundo tiene su propia teoría.

—Haremos un reality show sobre crímenes que tengan entre veinte y treinta años de antigüedad, donde podamos conocer el punto de vista de la gente más próxima a la víctima, y tengo el caso idóneo para el primer programa: la Gala de Graduación.

Fue ahí cuando el interés de Brett se había despertado de verdad, pensó Laurie. Al vivir en el condado de Westchester, lo sabía todo sobre el caso: veinte años atrás, cuatro jóvenes que habían crecido juntas en Salem Ridge se graduaron en cuatro facultades diferentes. El padrastro de una de ellas, Robert Nicholas Powell, ofreció en su mansión una «Gala de Graduación» en honor a las cuatro chicas. Trescientos invitados de etiqueta, champán, caviar, fuegos artificiales, de todo. Después de la fiesta, las cuatro graduadas se quedaron a dormir. Por la mañana, la esposa de Powell, Betsy Bonner Powell, una mujer de cuarenta y dos años muy popular y con mucho glamour, fue encontrada en su cama asfixiada. El crimen nunca se resolvió. Rob Powell tenía ahora setenta y ocho años, gozaba de excelente salud física y mental y seguía viviendo allí.

Nunca se volvió a casar, pensó Laurie. Powell había concedido recientemente una entrevista al The O’Reilly Factor en la que aseguraba que haría lo que fuera por aclarar el misterio de la muerte de su esposa, y que sabía que su hijastra y sus amigas pensaban lo mismo. Estas creían que, mientras no se descubriera la verdad, habría quien se preguntaría si fue una de ellas la que terminó con la vida de Betsy.

Fue ahí donde recibí el visto bueno de Brett para ponerme en contacto con Powell y las cuatro graduadas y preguntarles si estarían dispuestas a participar en el programa, pensó, exultante, Laurie.

Era el momento de compartir la buena noticia con Grace y Jerry. Cogió el teléfono y pidió a sus dos ayudantes que acudieran a su despacho. Al momento, la puerta se abría de par en par.

Grace García, su ayudante administrativa, llevaba un vestido de lana muy corto de color rojo, sobre mallas de algodón, y botas altas con botones. Su larga melena negra estaba enrollada en lo alto y sujeta con una peineta. Los rizos que escapaban de la peineta enmarcaban un rostro con forma de corazón. Una capa de rímel, densa pero aplicada con mano experta, acentuaba sus vivaces ojos castaños.

Jerry Klein le pisaba los talones. Alto y desgarbado, se dejó caer en uno de los sillones situados frente a la mesa de Laurie. Como siempre, vestía un jersey de cuello alto y una chaqueta. Jerry tenía entre sus objetivos conseguir que su único traje azul marino y su único esmoquin le duraran veinte años. A Laurie no le cabía la menor duda de que lo conseguiría. Tenía

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