La libertad tiene un precio

César Vidal
Federico Jiménez Losantos

Fragmento

… O cómo pudimos ser ricos y renunciamos a ello por amor a la libertad

No constituye ningún mérito dirigir una tertulia de éxito en radio o en televisión y acabar siendo millonario. Subrayo lo de éxito porque no es menos cierto que más de uno lo ha intentado y, a pesar de que, supuestamente, tenía a un santo de reciente canonización de cara, fracasó en el intento. Pero si, efectivamente, la tertulia cuenta con notable audiencia constituye un propósito más que accesible. Basta con colocar a gente del PSOE y del PP, dejar una puerta abierta a los nacionalistas de CiU, del PNV e incluso, si se tercia, del BNG y de la ERC y el camino hacia la rebosante cuenta bancaria —la riqueza, para que nos entendamos— está abierto. A partir de ese momento, el director del programa siempre tendrá valedores e incluso, con un poco de suerte, informadores de jugosas oportunidades. De hecho, al cabo de poco, la mayoría de sus ingresos no procederán de su salario como director sino de otros negocios procedentes de las buenas relaciones. Porque buenas relaciones las tendrá, y dará prácticamente lo mismo si es de izquierdas que si es de derechas. En el primer caso, será uno de los nuestros, y en el segundo formará parte de la «derecha con la que se puede hablar». Habrá hecho fortuna y no pequeña. Los ejemplos abundan.

Las páginas siguientes constituyen en no escasa medida una explicación de por qué no ha sido ése el caso de Federico o el mío. Pudo serlo y pudo serlo mucho más que con otros personajes cuyas tertulias se escuchaban mucho menos y, desde luego, tenían muchísimo menos peso social que las que dirigimos nosotros antaño en la COPE. La razón, por expresarlo sucintamente, fue que nuestro amor a la libertad antecedió lo que Adam Smith denominaba el afán de lucro, ya se sabe, esa característica del ser humano que éste tanto se empeña en negar.

No ha sido el único precio que hemos tenido que pagar por el ejercicio de la libertad. En este libro de conversaciones se puede comprobar que la lucha por la libertad ha formado parte de nuestras existencias desde fechas muy tempranas, y que para lograrla los distintos costos han resultado muy elevados, incluido, tanto para el uno como para el otro, el riesgo literal de perder la propia vida. La libertad no se obtiene nunca como concesión graciosa. Se consigue porque se está dispuesto a asumir el precio que entraña.

Lo que el lector va a encontrar en estas páginas es la manera en que hemos podido expresar esa y otras cuestiones durante dilatadas conversaciones que mantuvimos Federico y yo en el parador de Segovia durante un largo, larguísimo fin de semana primaveral en el curso del cual ni tuvimos tiempo para acercarnos a ver el acueducto ni mucho menos para comer en Casa Cándido, entregados como estábamos a recordar el pasado, analizar el presente y vernos venir el futuro.

Departimos sin obstáculos ni condiciones, sin trabas ni cortapisas, a nuestro aire y con Nuria Richart actuando de maestra de ceremonias para que no quedara fuera de las grabaciones nada que pudiera ser de interés. Quizá por eso en este libro aparecen intimidades que hasta la fecha ni Federico ni yo habíamos mostrado con tanta amplitud. No ha sido algo buscado. Salió solo. Precisamente por ello, a lo largo de sus páginas aparecen los nacionalistas catalanes, ZP y otras maldiciones bíblicas que pesan sobre nuestra pobre y, a pesar de todo, amada España; nuestras opiniones sobre la política internacional, las izquierdas y las derechas; nuestra visión de la economía, de la política y de la Historia, pero también lo que pensamos sobre esta vida, sobre la condición humana o sobre el más allá. No es, por supuesto, una enciclopedia ni un tratado de todo. Es el resultado directo del encuentro de dos amigos que se conocen y se aprecian desde hace años, que han pasado muchas dificultades juntos y que, si Dios lo permite, piensan seguir haciéndolo en tiempos futuros siempre al servicio de la causa de la libertad. Esa que, ya lo irán viendo ustedes, podrá decirse que es todo menos barata.

Debo dar las gracias a título personal no sólo a Nuria Richart, que, como ha quedado consignado, ofició de moderadora en las conversaciones, sino también a Adriana Rey, que, junto a ella, transcribió el material grabado a lo largo de más de una veintena de horas.

Aquí queda. Para que ustedes lo examinen y se percaten de que lo más importante no es que nos hayamos expresado con más intimidad que nunca o con más acierto del habitual —si nos descuidamos buena parte de las previsiones que realizamos en la primavera de 2012 se habrían cumplido antes de la publicación del libro— sino que hemos corroborado lo que llevamos viviendo desde hace décadas, que la libertad tiene un precio muy oneroso, pero que nos ha merecido la pena pagarlo… aunque para ello hayamos perdido, entre otras muchas cosas, la posibilidad de ser ricos.

CÉSAR VIDAL

Miami, verano de 2012

Una oscura primavera española

No creo que se me olvide nunca el fin de semana que César y yo pasamos grabando mañana, tarde y noche estas conversaciones. Frente al Parador, Segovia ofrecía junto al maravilloso perfil de la ciudad de finales del siglo XV el barato perfilado de las urbanizaciones de comienzos del XXI. Al otro lado del río, mirando como nosotros la proa del Alcázar y el perfil de la Catedral, estaba aquella venta en la que Antonio Machado, de vuelta de Soria, de Leonor y de otras penas, se emborrachaba de viernes a domingo.

Recuerdo que, mientras grabábamos al ritmo que nos marcaba Nuria Richart, no dejó de llover salvo para darse el gusto de volver a empezar. Y que yo no dejaba de recordar el poema de Machado a su amigo José María Palacio, escrito o corregido muy cerca de donde nosotros oíamos llover:

Palacio, buen amigo,

¿está la primavera

vistiendo ya las ramas de los chopos

del río y los caminos? En la estepa

del alto Duero, Primavera tarda,

¡pero es tan bella y dulce cuando llega!…

Para Machado, la primavera ya sólo podía llegar como el recuerdo que compartir con un amigo. Duero abajo, de Soria a Segovia, en el turbión de un amor soñado, el poeta era un romero más del Romancero: «Ya se van los pastores / a la Extremadura. / Ya se queda la sierra / triste y oscura». Ahí, mientras al otro lado de los cristales llovía con mansa ferocidad, yo recordaba mis primeros años allá en la Sierra, de la que se iban también los pastores al terminar el verano y nos dejaban a solas con un invierno blanco, casi eterno, porque para un niño, cada estación puede resultar interminable. La infancia que recordaba César era muy distinta

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