Los muertos no mienten

Stephen Spotswood

Fragmento

Capítulo 1

1

La primera vez que vi a Lillian Pentecost, estuve a punto de hundirle el cráneo con una tubería de plomo.

Había hecho varios turnos como vigilante en un solar en obras de la calle Cuarenta y dos Oeste. Muchos de los miembros del circo ambulante Hart and Halloway y su espectáculo de variedades aceptábamos empleos temporales como aquel cuando llegábamos a una gran ciudad. Trabajos de noche o en días libres que podíamos desempeñar tras la actuación para cobrar en efectivo.

En aquellos años había más trabajos del estilo disponibles. Muchos de los hombres que los habrían hecho estaban en el extranjero con la esperanza de disparar a Hitler. Cuando estás desesperado por cubrir un puesto, hasta una chica de veinte años que trabaja en el circo empieza a parecerte bien.

Tampoco es que se necesitara un currículum demasiado bueno. Era un trabajo muy tonto: recorrer el perímetro vallado desde las once hasta el alba y vigilar que nadie se colara. Si alguien lo hacía, tenía que tocar un timbre, gritar y armar jaleo para que se fuera. Si se negaba a hacerlo, tenía que salir corriendo en busca de un policía.

Por lo menos eso era lo que se suponía que tenía que hacer. McCloskey, el capataz de la obra, que era quien me pagaba, pensaba otra cosa.

—Si pillas a alguien colándose, le das un buen mamporro con esto —dijo, toqueteándose el bigote grasiento. «Esto» era una tubería de plomo de unos sesenta centímetros de largo—. Si lo haces, te pagaré unos cuantos dólares más. Hay que dar ejemplo.

A quién iba a dar ejemplo, eso ya no lo sabía. Tampoco tenía ni idea de qué había en el solar que valiera la pena robar. La obra acababa de comenzar, por lo que se trataba básicamente de un gigantesco agujero en el suelo que ocupaba media manzana de la ciudad. Algo de madera, algunos tubos, unas cuantas herramientas, pero nada que valiera la pena birlar. Al estar tan cerca de Times Square, lo más probable era que me encontrase con borrachos que buscaban un sitio donde dormir la mona.

Esperaba pasar un puñado de noches sin incidentes, cobrar unos cuantos dólares y acabar mi turno a tiempo de volver corriendo a Brooklyn y ayudar con la función de mañana del circo. También esperaba encontrar algo de tranquilidad para devorar la novela de detectives que había comprado en el quiosco de la esquina y tal vez dormir unas horitas en algún rincón del recinto. En carretera, dormir aislado, especialmente sin el estruendo de los camiones ni el rugido cercano de los tigres merodeando en su jaula, era toda una rareza.

Y las dos primeras noches todo fue justo como me esperaba. De hecho, era algo solitario. Puede que Nueva York fuera la ciudad que nunca duerme, pero incluso aquellas manzanas en el corazón del centro de Manhattan se echaban un sueñecito entre las dos y las cinco. No había demasiados peatones por allí, o por lo menos pocos que pudieran oírse a través de la valla de madera de dos metros de altura que cercaba el solar. Aquel agujero que ocupaba media manzana estaba sumido en un silencio inquietante.

Así que la tercera noche, el crujido de una tabla al ser arrancada de la valla sonó como un estrépito.

Con el corazón acelerado, agarré la tubería de plomo y rodeé el hoyo. Llevaba un pantalón de peto y una camisa vaquera, telas suaves que no hacían ruido. Mis botas eran de suela fina, lo que no le iba nada bien a las plantas de mis pies pero me permitía deslizarme como una sombra. Me acerqué con sigilo a la figura que estaba en cuclillas en el borde del hoyo.

Quienquiera que fuera recogió un puñado de tierra y lo cribó entre sus dedos. Pensé en gritar e intentar ahuyentarlo, pero era más corpulento que yo. En la otra mano blandía lo que parecía ser un palo o un garrote; algo más consistente que mi tubería en cualquier caso. Si gritaba y esa persona me atacaba, no estaba segura de poder seguir en pie el tiempo suficiente para devolver el golpe.

Di un paso tras otro muy despacio. Cuando estuve a muy poca distancia, levanté la tubería por encima de mi cabeza. Me pregunté qué sentiría al asestar el golpe. ¿Tendría la suficiente destreza para dejar a esa persona simplemente inconsciente? Los detectives siempre lo lograban en las novelas baratas. Pero lo más probable era que le partiera la crisma. El estómago me dio la misma clase de vuelco lento que cuando miraba a los trapecistas.

Todavía tenía la tubería levantada por encima de mi cabeza cuando la figura se volvió y me miró.

—Preferiría no acabar el día con una conmoción cerebral —dijo con una voz tensa como la cuerda de un funámbulo.

El tipo robusto que había temido que me atacara era una mujer. Tendría la edad que mi madre habría tenido ahora y llevaba el pelo recogido en un complicado moño alto.

—No debería estar aquí —le dije, consiguiendo mantener la agitación de mi corazón fuera de mi voz.

—Eso está por ver —replicó—. ¿Hace mucho que trabaja aquí?

—Unas cuantas noches.

—Ummm... —Había decepción en ese murmullo.

Técnicamente, tendría que haberle dicho que se largara. Pero por alguna razón, llámalo destino, aburrimiento o una innata veta perniciosa, seguí hablando:

—Creo que McCloskey, el capataz de la obra, ha empezado a contratar vigilantes nocturnos desde hace poco. Me parece que antes se pasaba la noche aquí, durmiendo en su cobertizo para ganarse un sobresueldo. O al menos eso me han dicho algunos de los obreros del turno de mañana.

—Mejor —afirmó.

Se levantó despacio, usando el bastón que sujetaba con la mano izquierda para apoyarse. Era alta y de complexión robusta, con un traje a medida de pata de gallo que parecía caro y un abrigo largo hasta el tobillo del tipo que llevaba Bart Corazón Negro durante su espectáculo de tiro.

—¿Su cobertizo es ese? —preguntó, mirando la pequeña estructura de madera a un cuarto de vuelta alrededor del hoyo.

Asentí con la cabeza.

—Enséñemelo, por favor.

En aquel momento las dos teníamos claro que no íbamos a aporrearnos, así que pensé que por qué no. Tal vez tuvo que ver que la alternativa habría sido llamar a la policía y yo sentía una cultivada aversión a cualquiera que llevara placa.

Me dirigí hacia el cobertizo que había en un rincón del solar. Ella me siguió algo rezagada, usando el bastón para andar. Más que cojear, se tambaleaba un poquito. Yo no sabía muy bien qué le pasaba, pero era obvio que el bastón no era un mero adorno.

McCloskey había llamado a aquel cobertizo su «despacho», pero había visto gallineros más sólidos. Se suponía que no teníamos que entrar nunca y, además, la puerta estaba cerrada con llave. Aquella mujer misteriosa se sacó algo de un bolsillo interior del abrigo, un alambre fino y doblado, y empezó a maniobrar con el candado.

—Tiene que hacerlo desde abajo —solté cuando llevaba un minuto hurgando.

—¿Qué quiere decir?

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