Sánate

Nicole LePera

Fragmento

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Como es arriba, es abajo; como es adentro, es afuera, para consumar el milagro de la Unidad.

HERMES TRISMEGISTO, El Kybalión

La evolución del hombre es la evolución de su consciencia. Con consciencia objetiva es posible ver y sentir la unidad de todo. Los intentos de relacionar estos fenómenos en algún tipo de sistema de manera científica o filosófica no conducen a nada, porque el hombre no puede reconstruir la idea de todo a partir de hechos separados.

GEORGE GURDJIEFF, The Fourth Way

No podemos cambiar todo aquello a lo que nos enfrentamos, pero no cambiaremos nada hasta que nos enfrentemos a ello.

JAMES BALDWIN, Remember This House

(obra en la que se inspira el documental I Am Not Your Negro)

En verdad os digo que nadie puede entrar en el reino de Dios a menos que [...] nos iluminemos e iluminemos la Verdad de quiénes somos y hacia dónde vamos [...] hacia la luz viviendo con amor.

JESÚS, sobre El Kybalión

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Nota preliminar

A lo largo de los tiempos, una vasta tradición de mensajeros se ha ocupado de transmitir la labor de trascender nuestra experiencia humana. Las antiguas tradiciones herméticas hablaban de alquimia misteriosa, y los místicos modernos, como George Gurdjieff, instaron a quienes buscaban a comprometerse más profundamente con el mundo, alcanzando mayores niveles de consciencia. Un lenguaje similar se utiliza en el conocimiento que se requiere para promover una educación antirracista y el necesario desmantelamiento de la opresión sistémica, así como para establecer modelos de rehabilitación en el consumo de drogas y otras sustancias, como, por ejemplo, los programas de doce pasos. Lo que estos planteamientos comparten —y lo que este libro fomentará y continuará— es la búsqueda de un conocimiento del yo y de nuestro lugar en la comunidad. El objetivo de mi trabajo es ofrecerte las herramientas necesarias para comprender y aprovechar la compleja interconexión de la mente, el cuerpo y el alma a fin de favorecer el establecimiento de relaciones más profundas, auténticas y significativas contigo mismo, con los demás y con la sociedad en general. A continuación te hablaré de mi viaje; espero que te inspire a encontrar tu propia versión de esa labor.

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Prólogo

La noche oscura del alma

Parece que los poetas y los místicos siempre tienen su despertar trascendental en un lugar divino: en la cima de una montaña, mirando el mar abierto, junto a un arroyo susurrante o al lado de una zarza ardiendo. El mío tuvo lugar en una cabaña de troncos en medio del bosque, donde me descubrí llorando desconsolada ante un cuenco de avena.

Estaba en el norte del estado de Nueva York con mi pareja, Lolly, en lo que se suponía que iban a ser unas vacaciones, un retiro del estrés de Filadelfia.

Mientras desayunaba, hojeaba el libro de otro psicólogo, lo que para mí es una «lectura de playa». ¿El tema? Madres emocionalmente inaccesibles. Mientras lo leía —para enriquecerme profesionalmente, o eso creía—, las palabras activaron una inesperada y confusa respuesta emocional.

«Estás agotada —me dijo Lolly, mi pareja—. Tienes que dar un paso atrás. Intenta relajarte.»

No le hice caso. No creía que yo fuera la única persona que tuviera sentimientos y experiencias como los que solía sentir. Oía quejas similares de muchos pacientes y amigos. «¿Quién no se levanta de la cama por la mañana temiendo el día que tiene por delante?» «¿Quién no se distrae en el trabajo?» «¿Quién no se siente distanciado de las personas a las que quiere?» «¿Quién puede decir sinceramente que no pasa sus días esperando las vacaciones?» «¿No es lo eso que sucede cuando te haces mayor?»

Hacía poco había «celebrado» mi trigésimo cumpleaños y me decía: «¿Esto es todo?». Aunque ya había conseguido muchas de las cosas con las que soñaba desde niña —vivir en la ciudad que yo eligiera, tener mi consulta terapéutica y encontrar una pareja que me quisiera—, seguía sintiendo que algo esencial en mi ser se había perdido, había desaparecido o acaso nunca había estado ahí. Tras años manteniendo relaciones —pero sintiéndome emocionalmente sola—, por fin había encontrado a una persona con la que me sentía bien porque era muy diferente a mí. Yo tenía dudas y a menudo me desentendía de las cosas, mientras que Lolly era apasionada y testaruda. Ella me desafiaba, y eso me parecía estimulante. Debería sentirme feliz o, al menos, contenta. Pero me notaba fuera de mí misma, desapegada y sin emociones. No sentía nada.

Además, tenía problemas físicos que se habían vuelto tan graves que ya no podía pasarlos por alto. El cerebro se me nublaba hasta tal punto que a veces no solo olvidaba palabras o frases, sino que me quedaba totalmente en blanco. Era muy frustrante, sobre todo en los raros momentos en que sucedía durante una sesión con los pacientes. Los continuos problemas intestinales —que llevaban años atormentándome— me hacían sentir pesada y agobiada a todas horas. Un día, de repente, me desmayé en casa de una amiga, lo que aterrorizó a todos los presentes.

Sentada en la mecedora con mi cuenco de avena en un lugar tranquilo como aquel, de pronto noté que mi vida se había quedado vacía. Estaba agotada, sin energía, atrapada en la desesperación existencial, frustrada porque mis pacientes no avanzaban, enfadada por mis limitaciones para cuidar de ellos y de mí misma, y profundamente constreñida por un aletargamiento y una insatisfacción que me llevaban a cuestionarlo todo. En casa, en medio del ajetreo y el bullicio de la vida de la ciudad, podía enmascarar esos inquietantes sentimientos canalizando todas esas energías en actos: limpiar la cocina, pasear al perro o hacer infinitos planes. Moverme, moverme y moverme. Si no te fijabas mucho, podías admirar mi eficiencia energética de tipo A. Pero si profundizabas un poco, te dabas cuenta de que estaba moviendo el cuerpo para distraer mi atención de sentimientos sin resolver profundamente arraigados. En medio del bosque, sin nada que hacer aparte de leer sobre los duraderos efectos de los traumas infantiles, ya no podía seguir escapando de mí misma. El libro exponía muchos de los sentimientos hacia mi madre y mi familia que llevaba mucho tiempo reprimiendo. Era como mirarme en un espejo. Allí estaba yo, desnuda, sin distracciones, y lo que veía me incomodaba.

Si me miraba a mí misma con más honestidad, era difícil no darme cuenta de que muchos de mis problemas eran un fiel reflejo de los que vi en mi madre, en concreto en la relación de ella con su cuerpo y sus emociones. La vi luchando en muchos frentes, con dolor físico casi constante en las rodillas y la espalda, y con frecuencia angustiada y preocupada. A medida que crecía, iba diferenciándome de mi madre en muchos aspectos. Yo era físicamente activa, y p

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