Todos mis cuentos

Ana María Matute

Fragmento

El aprendiz

1

Existió una vez un pueblo de gente sencilla, donde cada cual vivía de su trabajo. Pero aquel pueblo pertenecía a un país que sufrió guerra y sequía, y llegó para ellos un tiempo malo y miserable.

Por aquellos días llegó al pueblo un viejo con dos burros cargados de mercancías y víveres. Empezó a hacer préstamos de dinero, herramientas, enseres e incluso comida.

De este modo, al poco tiempo todos los artesanos y vecinos estaban en sus manos.

Pasaron los años y el viejo montó un bazar adonde todos los vecinos, quisiéranlo o no, tenían que acudir para seguir viviendo, pues sus préstamos eran ya como una cadena que les tenía enlazados angustiosamente y de la que no veían fin. De este modo, el viejo arruinó a varias familias, y él cada día se enriquecía más, y se adueñaba del pueblo.

El bazar era grande, oscuro, y el viejo, un hombre de corazón egoísta y duro, que todas las noches guardaba y contaba su dinero escondido en un agujero, bajo un ladrillo. Se llamaba Ezequiel y vivía completamente solo en el altillo de su tienda.

Cierta noche de invierno llamaron a su puerta, y vio a un chicuelo descalzo y muy sucio, que le miraba muy fijo con sus brillantes ojos negros.

—¿Podría usted indicarme quién es el tendero Ezequiel? —dijo—. Vengo de muy lejos, para traerle una carta muy importante.

—Yo soy Ezequiel —contestó el tendero—. Pero no intentes engañarme, porque no tengo amigos ni parientes, y nadie me enviaría a un muchacho como tú para traerme ninguna carta.

Iba a cerrarle la puerta en las narices; pero el muchacho, que era escurridizo como una anguila, penetró por la rendija empujándole y riéndose.

—¡Maldito! —gritó el tendero, cogiendo su bastón—. ¡Ahora verás lo que te espera!

Pero en aquel momento el muchacho sacó de su pecho un sobre sucio y arrugado, y se lo tendió al anciano con una reverencia.

El viejo rasgó el sobre y leyó: «Querido y viejo amigo, no sé si me recordarás, pues hace muchos años que no nos vemos. Yo soy aquel con quien fuiste tan generoso a cambio de nada. Por ello te pido des acogida en tu casa a este chico. Le enseñas un oficio y tenlo como hijo. Estoy seguro de que, con el tiempo, me estarás muy agradecido, pues con él te dejo todo cuanto de bueno me queda en este mundo.»

La firma estaba borrosa, como si hubiera llovido encima y se hubiera corrido la tinta.

—¿Qué broma estúpida es ésta? —se enfadó el viejo—. ¡Hala, fuera de aquí, haragán! ¡En mi casa no hay sitio para pilluelos desvergonzados como tú! En cuanto a tu amo, padre o lo que sea, no recuerdo haber partido mi merienda con nadie, jamás. Así que lárgate de aquí antes de que me enfade y te rompa mi bastón en la cabeza.

Pero el muchacho se escondió detrás de una estantería y dijo:

—Hace usted mal, señor, si no se queda conmigo. Ya está usted muy viejo, y necesita que alguien le ayude. Por mi parte, no pienso pedirle nada: sólo que me deje dormir debajo de la escalera y me permita acudir una hora, después que haya cerrado la tienda, para barrer las casas de los vecinos y ganar un pequeño jornal a cambio. Con estas dos cosas puedo vivir feliz y, con mi ayuda, podrá usted ganar mucho dinero.

El viejo observó al muchacho. Se dio cuenta de que, a pesar de estar tan sucio y andrajoso, era vivo y ágil, y sus ojos brillaban como abalorios.

—Es cierto —dijo.

Y al observar cuán poca cosa le pedía el chico, a cambio de tanto trabajo como pensaba hacerle cumplir, se despertó su codicia y sonrió de través:

—Me estoy haciendo viejo, es cierto, y preciso quien me ayude. Pero, ¿quién me asegura que eres de fiar?

—No tengo nada —dijo el muchacho—. Nada que perder ni que ganar, porque no soy ambicioso. ¿Quiere usted probarme?

El viejo tomó una larga escoba y se la echó.

El niño cogió la escoba en el aire y dio dos vueltas, bailando. —Eres algo raro —dijo el viejo—. Pero, en fin, probaremos. Empieza por barrer toda la tienda, que buena falta le hace. Pero si dentro de media hora no has terminado, te echaré a palos a la calle.

El chico cogió la escoba y desapareció por entre las estanterías del bazar.

Al día siguiente, el viejo se levantó de madrugada para espiar al muchacho. Lo que vio le dejó sin aliento: el aprendiz estaba sentado en el centro de la tienda, entre las piezas de tela, las vajillas, las herramientas, y jugaba con un montoncito de monedas de oro.

—¡Ah, granuja, malvado! —gritó el viejo, desde lo alto de la escalera—. ¿Cómo has encontrado mi oro?

Se lanzó como un rayo contra el aprendiz, con los puños en alto. Pero el aprendiz se retiró detrás de la estantería y dijo:

—No quiero tu oro, amo. Ahí lo tienes: lo he barrido debajo de las estanterías, es tuyo.

—¿Cómo debajo de las estanterías? ¡No pretendas engañarme! ¡Ya te enseñaré yo a mentir! Tratabas de robarlo...

—Te aseguro que no, amo —dijo el aprendiz—. Vete a buscar tu oro y verás que te digo la verdad.

Así lo hizo el viejo. Buscó su oro bajo el ladrillo y vio que nada faltaba. Con la boca abierta un palmo, recogió el nuevo, que, según el aprendiz, había barrido debajo de las estanterías, sin acertar a explicarse lo ocurrido.

Durante todo el día estuvo espiando al muchacho, pero nada sospechoso había en él, excepto la forma de andar, que parecía hacerlo a saltos, y su risa aguda, como el chillido del viento entre las junturas de las puertas.

Muchas personas vinieron a la tienda con aire contrito. Venían a pedir clemencia al viejo Ezequiel, porque no le podían pagar. Pero él no tenía compasión de nadie. Se quedaba con sus tiendas, tierras, animales, muebles, a cambio de lo que había prestado. Se frotaba las manos y chascaba la lengua. Las gentes se iban desesperadas, pero él no parecía tener ninguna piedad de ellos. Todo esto el aprendiz lo miraba de reojo.

A la hora de comer, el viejo abrió con su llave el candado del armario donde guardaba los víveres, y se preparó un suculento almuerzo. Pues para con él mismo era espléndido y glotón, tanto como mísero y avaro para con los demás.

Esperaba que de un momento a otro el aprendiz le pidiera, cuando menos, un pedazo de pan, para contestarle:

—¡Ni una migaja! ¡Tu contrato es únicamente un lugar para dormir bajo la escalera! Si no te gusta, te marchas, que yo no te llamé.

Sin embargo, el aprendiz no subió a pedirle nada en absoluto. El viejo recogió el mantel y los platos, lleno de estupor. En aquel momento oyó las pisadas del aprendiz, que entró en la estancia y, quitándole el trabajo de la mano, retiró toda la vajilla, la fregó y guardó cuidadosamente. Después hizo una reverencia y dijo:

—¿Qué otra cosa más me ordenas, amo?
—Atiende a los clientes —contestó Ezequiel—. ¡Y pobre de ti como hagas algo a torcidas!

Venían todos los del pueblo. Era el único bazar del lugar. El viejo Ezequiel había arruinado a los pequeños tenderos, y debían acudir a él para que les vendiese sus herramientas de trabajo, sus ropas y todo lo que precisaban. Compraban de fiado, y acababan pagando tres o cuatro veces el valor de lo que se llevaban. De este modo, la gente de aquel pueblo era muy desdichada.

Así pasó el primer día y, cuando llegó la hora de cerrar, el aprendiz dijo:

—Amo, ¿puedo ir a ofrecer mi trabajo a los vecinos? —Vete —dijo el anciano, bastante aplacado ante la prudencia y buen comportamiento del chico.

Estaba a punto de felicitarse pensando que había encontrado una verdadera ganga. Pero, por no perder su costumbre, gritó:

—¡Vuelv

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Product added to wishlist