Incursión nocturna (Dirk Pitt 5)

Clive Cussler

Fragmento

1

Mayo, 1914

Norte del estado de Nueva York

Mientras el Manhattan Limited atravesaba la zona rural de Nueva York, el resplandor de los relámpagos presagiaba la inminente tormenta. El humo de la locomotora se elevaba hacia el cielo, salpicado de estrellas. En el interior de la cabina, el maquinista sacó un Waltham de plata del bolsillo de su mono, abrió la tapa y contempló la esfera del reloj a la luz de la caldera. No era la tormenta lo que le preocupaba, sino el implacable y lento pasar del tiempo.

Tras dirigir su mirada hacia el lado derecho de la cabina, echó un vistazo a las traviesas de la línea férrea, sobre la que se deslizaban las ocho sólidas ruedas de su locomotora, una Consolidation modelo 280. Como un capitán de barco, conducía con orgullo desde hacía tres años las cien toneladas de hierro y acero de la locomotora, a la que llamaba cariñosamente Gallopin Lena. Construida en 1911 por la Alco’s Schenectady Work, estaba lacada en negro brillante con una franja roja horado.

El maquinista escuchó el familiar sonido de las ruedas de acero deslizándose por los raíles y el traqueteo de los siete vagones que arrastraba la locomotora.

En el vagón de cola, un coche Pullman privado de veintiún metros de longitud, viajaba Richard Essex. Demasiado cansado para dormir y agotado del tedioso trayecto, escribía una carta a su esposa en un intento de ocupar el tiempo. Empezó describiendo detalladamente la decoración del coche: el abigarrado mobiliario de nogal circasiano, las elegantes y doradas lámparas eléctricas, las lujosas sillas tapizadas de terciopelo rojo y las verdes palmeras, que conferían a la estancia un toque de exotismo. Su descripción era tan precisa, que incluso mencionó los espejos biselados y la exquisita cerámica que cubría el suelo del cuarto de baño.

Detrás de él, cinco oficiales de la armada, vestidos de paisano, jugaban a cartas. El humo de sus cigarros ascendía hasta el techo de artesonado, formando una espesa nube sobre sus cabezas. De vez en cuando, uno de los jugadores se volvía para escupir en las escupideras doradas situadas a ambos lados de la mesa, dispuesta sobre una alfombra persa. Essex pensó que el lujo que rodeaba a aquellos hombres quizá era mayor del que jamás habían imaginado. De hecho, el alquiler de aquel vagón debía de costar al gobierno unos setenta y cinco dólares diarios, lo que sin duda constituía una cantidad desorbitada, teniendo en cuenta que su misión consistía tan sólo en custodiar un simple pedazo de papel.

Mientras firmaba la carta, Essex suspiró. Después la dobló con sumo cuidado y la introdujo en un sobre, que guardó en el bolsillo interior de su chaqueta. Incapaz de conciliar el sueño, se sentó junto a la ventanilla y consilbato de la locomotora segundos antes de llegar al siguiente pueblo. Al cabo de unos minutos, se levantó y se encaminó al elegante salón, donde se sentó a una mesa, cubierta con un impecable mantel blanco y dispuesta con una fina cristalería de Bohemia y cubertería de plata. Tras comprobar la hora en su reloj de bolsillo, vio que faltaban unos minutos para las dos de la madrugada.

–¿Qué desea, señor Essex? –le preguntó un camarero negro que había entrado en el salón sin que él lo advirtiera.

Essex le miró y sonrió.
–Sé que es muy tarde, pero me preguntaba si sería posible tomar un ligero refrigerio.

–Será un placer servirle, señor. ¿Qué le apetece tomar?

–Algo que me ayude a conciliar el sueño.

El camarero esbozó una servicial sonrisa y dijo: –¿Me permite que le sugiera una botella de Pommarad de Borgoña acompañada de una taza de caldo caliente?

–Gracias, magnífica sugerencia.

Al cabo de un rato, mientras degustaba el exquisito vino, Essex no pudo evitar preguntarse si Harvey Shields también estaría padeciendo una larga noche de insomnio.

2

De pronto, Harvey Shields tuvo la impresión de encontrarse en medio de una pesadilla. Su mente se negaba a aceptar cualquier otra explicación. Los chirridos del metal destrozado y los gritos de agonía y terror que aterradores para ser reales. Tratando de olvidar la infernal escena, se dio la vuelta en la litera de su camarote y cerró los ojos. Sin embargo, un intenso dolor despertó sus sentidos y, de inmediato, comprendió que no estaba soñando.

Luego, como si una presa cediera a la incontenible presión del agua, percibió un horrible estallido seguido de una ráfaga de viento, que sacudió sus entrañas e hizo que contuviera la respiración. Shields trató de abrir los ojos, pero sus párpados parecían sellados. Todavía no había advertido que su cabeza y su rostro estaban cubiertos de sangre. Su cuerpo, rígido y en tensión, adoptó una posición fetal, pegándose contra el frío metal de la pared. Un olor nauseabundo y un creciente dolor le condujeron a los límites de la conciencia.

Shields intentó mover las piernas y los brazos, pero todos sus esfuerzos fueron inútiles. Un extraño y sobrecogedor silencio le invadió, siendo alterado tan sólo por el monótono chapoteo del agua. Luchando por recuperar la actividad motriz de su cuerpo, respiró hondo.

De repente, notó que recobraba la sensibilidad de uno de sus brazos y gimió al sentir una fuerte presión. El dolor hizo que recobrara definitivamente la conciencia y, al abrir los ojos, contempló el lamentable estado en que se encontraba el camarote del lujoso transatlántico canadiense que viajaba rumbo a Inglaterra.

El armario de nogal, la mesilla de noche y el escritorio habían desaparecido. Donde debía encontrarse el ojo de buey había un imponente boquete y, ante su mirada perpleja, sólo emergía una oscura niebla y las tenebrosas aguas del río St. Lawrence. Era como si se encontrara al borde del vacío. De pronto, levantó la mirada hacia el techo y sus ojos vieron un pálido resplandor. No estaba solo.

Entre los escombros del techo, atisbó la rubia cabeen un ángulo grotesco. La sangre brotaba abundantemente de sus labios, tiñendo de rojo los dorados rizos, que caían como una cascada.

Aquella visión hizo que, por un instante, ignorara el fuerte dolor que sentía. Hasta aquel momento el espectro de la muerte no había cruzado su mente, pero en el cadáver de aquella joven vio escrito su funesto destino.

Desesperado, Shields buscó con la mirada el maletín que había custodiado desde que embarcara en Canadá. Había desaparecido entre los restos del naufragio. Al pensar en las terribles consecuencias que la pérdida de aquel maletín suponía, empezó a sudar mientras luchaba por liberar su cuerpo del peso que lo inmovilizaba. Todos sus esfuerzos fueron inútiles, pues había perdido por completo la sensibilidad de sus piernas, lo que con seguridad indicaba que su columna vertebral estaba rota.

Alrededor de Shields el colosal transatlántico agonizaba mientras se hundía lentamente en las frías y profundas aguas del río St. Lawrence, cuyo lecho se convertiría desde aquel día en su eterna sepultura. Los pasajeros –algunos vestidos con traje de etiqueta y otros en pijama– corrían despavoridos hacia las cubiertas del barco para saltar a los botes salvavidas o lanzarse al agua, agarrándose a cualquier resto flotante del naufragio. El pánico colectivo iba en aumento. Todos eran conscientes de que, en cuestión de minutos, el río engulliría para siempre al Empress of Ireland.

–¿Martha?

Al escuchar una voz desesperada procedente de los escombros del que había sido el pasillo contiguo a su camarote, Shields volvió la cabeza.

–¿Martha...?
–¡Aquí! –gritó Shields con todas sus fuerzas–. ¡Por favor, ayúdeme!

Sin obtener respuesta a sus súplicas,

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Product added to wishlist