En mares salvajes

Javier Reverte

Fragmento

A mis viejos amigos —que no amigos viejos—

Javier Figuero y Javier Villán

Ni siquiera el amor […] pudo apagar en mí la rabiosa sed

de hacerme, recorriendo mundo,

experto en el vicio y la virtud: la humana condición.

Y así me aventuré hacia la mar abierta…

Ulises, en la Divina Comedia

(Infierno, XXVI, vv. 94-100)

Los hombres siempre están buscando algo que no podrán encontrar nunca.

JOHN FORD,

a propósito de Centauros del desierto

Nada en la historia de la humanidad podrá jamás compararse a lo que los hombres han realizado y resistido para conquistar los Polos, o más exactamente lo que hemos convenido en llamar «regiones polares».

PAUL-ÉMILE VICTOR,

explorador francés de los Polos

Prólogo

Apasionadamente he leído los relatos de los viajes que se han hecho con el propósito de llegar al océano Pacífico Norte a través de los mares que rodean el Polo.

Robert Waldon, personaje de la novela

Frankenstein, de MARY SHELLEY

Mi memoria y mis sentidos, cuando me siento a escribir el libro de mi viaje por el Ártico, recuperan de súbito el color de un cielo lúgubre, acerado, en donde el sol apenas asomaba y, al hacerlo, vencido por la fatiga en su esfuerzo casi inútil por alumbrar la Tierra, mostraba una luz mortecina. Los altos farallones de piedra cubierta por la nieve rodeaban el mar oscuro y, con frecuencia, mi visión desde el barco era la de un mundo poco complaciente: el océano plúmbeo, las lívidas escarpaduras, la palidez de los picachos, la opacidad del cielo, un sol enfermo…

La blancura de la nieve y el hielo no aliviaban la pesadumbre del paisaje y me acordaba de Melville y del miedo que empapaba su escritura ante la contemplación de lo blanco, más pavoroso para él que el rojo de la sangre.

A veces, el barco navegaba entre placas de hielo, que deambulaban como una flota de espectros en su peregrinaje eterno por los mares boreales. Casi nunca percibíamos rastros de vida a nuestro alrededor en aquella ruta desoladora, cruzando junto a islas y penínsulas congeladas. Cuando un temporal azotaba la nave, algunos pasajeros nos acercábamos a la cabina del puente de mando para contemplar, junto al piloto y el oficial de guardia, el hervor del mar ennegrecido, los escupitajos de nieve y hielo que la tormenta echaba contra la gran cristalera que se abría sobre la proa del buque. Todos guardábamos entonces un silencio reverente, o quizá temeroso, mientras bordeábamos las desiertas costas batidas por las tormentas.

En alguna ocasión, sin embargo, y siempre por escasos márgenes de tiempo, el sol parecía imponerse sobre la pesadumbre del paisaje ártico y su luz cegadora y fría golpeaba con furor la tierra, el cielo y el océano, pintando de animoso azul las aguas, devolviendo su alegría al espacio y arrancando de la nieve y la piedra de los acantilados guiños de luminosidad cegadora, como surgidos de la reverberación de los rayos del sol en decenas de pequeños espejos.

Los pasajeros abandonábamos entonces el encierro de los camarotes y salíamos al aire libre de las cubiertas, mientras el barco se deslizaba entre montañas de piedra caliza que parecían altivos titanes, felices de escapar de un aislamiento de siglos. Las gaviotas, huyendo de sus secretas guaridas, volaban airosas entre las cumbres, tendiendo sus alas anchas bajo los rayos vigorosos del sol. Luego descendían a planear curiosas sobre nosotros, extraños seres venidos de desconocidas tierras. Todos: los hombres, los pájaros y las montañas, celebrábamos juntos la fiesta de la luz.

Pero aquellos instantes, ya digo, duraban poco tiempo. Muy pronto el sol se acobardaba y huía de los cielos, refugiándose tras los velos de la neblina gris que cubría el espacio. De nuevo el mar se oscurecía y las montañas dejaban de ser dioses amables. ¡Cuán tenebroso y bárbaro resultaba entonces el Ártico!

Y a veces, durante las escasas horas nocturnas del fin del verano boreal, un osario de temblorosas estrellas asomaba en el cielo como una tropa de luciérnagas que escaparan, agonizantes, de una batalla perdida.

En muchas ocasiones, ante aquel universo de desdicha y conociendo los datos sobre la agresión humana contra el universo ártico —las emanaciones de dióxido de carbono, la contaminación, la voraz explotación de recursos naturales…—, me preguntaba si ese arisco mundo de nieve y cristal no estará condenado a expirar. Sin embargo, si pienso ahora en su fuerza demoníaca, dudo de que así suceda.

Revivo en mi memoria los perfiles de los icebergs, el blancor pavoroso de los acantilados tallados por las antiguas glaciaciones y el mar ennegrecido por un oleaje del color del hierro. En el Ártico percibí que no hay felicidad en la nieve y en el hielo, mientras sentía que viajaba hacia la nada.

Pero la emoción de la aventura era tal que, a menudo, aquel atroz escenario llegaba a parecerme un hermoso paisaje. Y el tenebroso mundo que recupera mi memoria se transforma de pronto, en mi ánimo, en una briosa y apasionante peripecia.

Hasta el año 2006 yo apenas había oído hablar sobre la epopeya de las navegaciones árticas. Había leído, cuando era joven, un breve trabajo sobre el marino noruego Roald Amundsen, el primer hombre que consiguió navegar ininterrumpidamente el norte de Canadá, entre el océano Atlántico y el Pacífico, atravesando un dédalo de islas y penínsulas cubiertas de nieve, entre estrechos y canales naturales casi siempre cerrados por el hielo: la ruta de lo que conocemos como el Paso del Noroeste. Sabía quiénes eran Scott y Shackleton, protagonistas junto con el propio Amundsen de las gestas exploratorias de la Antártida, al otro extremo del mundo; pero desconocía los grandes nombres de la épica d

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