El proceso

Franz Kafka

Fragmento

PRÓLOGO, por Jordi Llovet

Prólogo

Un día de la primavera de 1921, cuando Franz Kafka se encontraba paseando por el Graben de Praga con Gustav Janouch, hijo de un colega suyo en la compañía de seguros en la que el escritor trabajó entre 1908 y 1922, pasaron los dos frente a una sala de exposiciones en la que tenía lugar una muestra de pinturas de Picasso. El joven dijo, refiriéndose al artista: «Es un deliberado deformador». «No lo creo», dijo Kafka, «Picasso únicamente registra las deformaciones que todavía no han penetrado en nuestra conciencia». Y añadió: «El arte es un espejo que “adelanta” como un reloj... a veces».

La anécdota, que Janouch dejó por escrito en un libro –Conversaciones con Kafka– imprescindible para conocer las opiniones del escritor sobre asuntos muy diversos, desde los más íntimos a los que remiten a su obra literaria, nos ilustra perfectamente acerca de lo que el escritor pensaba no solo del arte en general, sino también sobre el modo en que entendía su propia literatura. El carácter «adelantado» o «anticipador» que atribuimos a la literatura de Kafka –quizá nosotros más que él mismo– puede explicarse de maneras muy distintas. Hay quien opina que Kafka es hijo de su tiempo, es decir, que está inmerso en las determinaciones históricas que se derivan del complejo entramado político, cultural, religioso y lingüístico del Imperio de Austria-Hungría (en esta misma encrucijada se situaría la obra de Robert Walser, por ejemplo, a quien Kafka siempre admiró, y que presenta más de un punto en común con la de nuestro escritor). Otros dicen que Kafka no es más que un autor realista (al fin y al cabo sus modelos más admirados, según su propia confesión, fueron autores como Kleist, Dickens, Flaubert o Chéjov), un autor realista que no lo parece por el mero hecho de que incorpora a su literatura unas extrañas figuraciones, convencido, posiblemente, de que esas rarezas se adecuan a la «realidad» de su tiempo, y también convencido, se diría, de que la propia «realidad» ha vivido siempre en una frontera situada entre lo real y lo fantástico. Otros apelan, como parece sugerir el impacto inicial que siempre genera la lectura de sus libros, a la categoría del genio, que lo explica todo sin que sea necesario analizar nada.

Algunos, como muchos de sus contemporáneos en Praga, sugieren que el mundo literario de Kafka tiene que ver con su condición de judío, y el lector verá justificada esta suposición tanto en el apólogo titulado «Ante la Ley», que se encuentra al final de El proceso, como, sobre todo, en la exégesis o interpretación de este apólogo que Kafka desarrolla a continuación. A ese respecto, su amigo Max Brod –que fue quien editó, a título póstumo, las tres novelas de Kafka afirmó con un énfasis que primero fue rebatido y luego aceptado en su justa medida, que Kafka tenía algo de profético: su carácter «anticipador» habría consistido en la transposición al elemento literario de una visión de la realidad anticipada al modo como los profetas se adelantan a los hechos que vendrán, o que, más tarde en el decurso histórico, todo el mundo asumirá como algo obvio. En este sentido, como sea que profetas los ha habido en muchas religiones, en muchos momentos de la historia y disfrazados con ropajes de lo más diverso, digamos que si la literatura de Kafka puede ser llamada «profética» es porque vislumbró algunas de las condiciones de vida más inescrutables de los hombres y de las sociedades de los tiempos contemporáneos. No todos vivían aún, en la época de Kafka, en el mundo que percibió y narró el autor de Praga, pero este es precisamente el mundo en el que todos aceptamos vivir hoy, de peor o de mejor gana. Este carácter precoz de la literatura de Kafka, su capacidad para diagnosticar unas formas de cultura que han acabado poseyendo valor universal, es algo que vale tanto para la mayoría de sus relatos como para las tres novelas que escribió y jamás publicó en vida: El desaparecido (escrita en 1912), El proceso (empezada en 1914) y El castillo (de 1922).

El proceso cuenta una historia en apariencia muy simple: un empleado llamado Josef K. es detenido en su habitación, una mañana cualquiera, sin previo aviso, acusado no se sabe exactamente de qué, por unos individuos que el lector no entenderá exactamente a qué instancia representan: «¿Qué gente era aquella? ¿De qué hablaban? ¿A qué administración pertenecían?». No es necesario añadir gran cosa para definir lo esencial del universo narrativo de El proceso, ni lo haremos en este prólogo para no mermar la expectativa del lector. La secuencia inicial es por sí misma tan rara o tan absurda, que cualquier lector quedará en suspenso, no tanto esperando ver en qué acaba una situación tan engorrosa, cuanto esperando descubrir, en las páginas siguientes, si hay alguna lógica, por lo menos interna, que justifique los acontecimientos que se van desarrollando.

Es posible que tal lógica no exista, y es seguro que resulta preferible no pretender encontrarla: el secreto de la obra kafkiana reside en que obliga al lector a darse de bruces ante una situación inverosímil, pero también en conseguir que esta inverosimilitud, sin aclararse nunca, se convierta en el alma y la legitimación de toda una «poética». Lo singular o lo chocante en la narrativa de Kafka no llega a diluirse nunca, como suele suceder con la literatura fantástica, sino que permanece en el aire –es la viciada atmósfera de los espacios kafkianos–, se incrusta en nuestra experiencia cotidiana y sigue generando por mucho tiempo extrañeza, perplejidad o ansia de conocimiento de la verdad. Cada vez que nos preguntamos por el sentido de uno u otro pasaje de El proceso, topamos con una pregunta de un alcance tan monstruoso, tan elevado y situado tan lejos de nuestra contingencia, que no nos queda otro remedio que mantener la pregunta, sin descanso, en todo su vigor: ¿por qué Josef K. debe ponerse el día de su arresto un traje forzosamente negro?, ¿qué significa que un pintor llamado Titorelli le venda tres cuadros a Josef K., uno tras otro, y que los tres sean «paisajes de las landas» absolutamente idénticos?, ¿qué sentido tendrá que los miembros del tribunal que juzga al protagonista no tengan encima de su mesa los gruesos volúmenes de jurisprudencia que cabría esperar, sino publicaciones de revistas pornográficas?, ¿qué sentido hay que otorgar al hecho de que la condena de Josef K. corra a cargo de dos individuos con levita y sombreros de copa, burdamente maquillados y «con enormes sotabarbas»?

Sin pretender invalidar las vías de interpretación abiertas, aquí es donde hay que ver el mérito literario de Kafka: en este lugar de engarce entre las categorías de lo real y de lo inverosímil; en el punto en el que la ficción literaria se funde con nuestra experiencia, sin que nuestra experiencia haya pasado jamás por situaciones como las que Kafka describe. Su modo de hacer literatura es tan sumamente prodigioso e iné

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