El tesoro del Khan (Dirk Pitt 19)

Clive Cussler

Fragmento

Índice

Índice

El tesoro del Khan

La tempestad del emperador

Rastros de una dinastía

Primera parte. Ola seca

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Segunda parte. El camino a Xanadú

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Tercera parte. Temblores

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Un viaje al paraíso

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Biografías

Notas

Créditos

Para Kerry, con mi amor

D.E.C.

LA TEMPESTAD DEL EMPERADOR

10 de agosto de 1281. Bahía de Hakata, Japón

Arik Temur oteó la oscuridad y ladeó la cabeza hacia la borda mientras el sonido de los remos hundiéndose en el agua se hacía más fuerte. Cuando el chapoteo sonó apenas a unos metros, se sumergió en las sombras y agachó la cabeza. Esta vez, pensó con siniestra expectación, los intrusos recibirían una calurosa bienvenida a bordo.

El ruido de los remos cesó, pero el entrechocar de la madera le dijo que el pequeño bote se había detenido junto a la popa del gran navío. La luna de medianoche no era más que un fino arco creciente; sin embargo, el límpido cielo aumentaba la claridad de las estrellas y bañaba el barco en una algodonosa luminosidad. Temur permaneció arrodillado y en silencio mientras observaba la oscura figura que trepaba por la popa, seguida por otra y otra más, hasta que hubo una docena de hombres en cubierta. Los intrusos vestían túnicas de seda multicolor bajo armaduras compuestas de varias capas de cuero que crujían al moverse; no obstante, lo que captó la atención de Temur fue el brillo de sus espadas de combate, los afilados catanes.

Con la trampa dispuesta y el anzuelo mordido, el comandante mongol se volvió hacia el muchacho que se hallaba junto a él y asintió. Inmediatamente, el chico empezó a hacer sonar la gran campana de bronce que sostenía entre sus brazos. El metálico repiqueteo hizo añicos la quietud de la noche.

Los intrusos, sorprendidos por la repentina alarma, se quedaron petrificados. Entonces, un ejército de treinta soldados surgió bruscamente de entre las sombras y, armados con lanzas de afiladas puntas de hierro, se lanzaron contra los invasores arrojándoselas con una furia mortal. La mitad de la partida de abordaje cayó en el acto, alcanzada por venablos que atravesaron sus armaduras. Los restantes desenvainaron las espadas e intentaron repeler el ataque, pero fueron rápidamente superados por los defensores. En cuestión de segundos, todos yacían muertos en la cubierta de la nave; todos menos uno.

Vestido con una túnica roja de seda bordada y un amplio pantalón con las perneras remetidas en sus botas de piel de oso, saltaba a la vista que no se trataba de ningún campesino recién alistado en el ejército. Con letal precisión y agilidad, sorprendió a sus atacantes dando media vuelta y arremetiendo contra ellos, desviando las lanzadas con diestros golpes de su espada. En un abrir y cerrar de ojos se acercó a tres de los soldados del barco y los abatió rápidamente de sendas estocadas; a uno de ellos casi lo cortó por la mitad de un solo tajo de su espada.

Observando aquel torbellino que diezmaba a sus tropas, Temur se puso en pie, desenvainó su arma y se lanzó hacia delante. El guerrero vio que Temur cargaba contra él y desvió hábilmente una lanzada antes de dar media vuelta y blandir su ensangrentada espada contra el mongol que se acercaba. El comandante había matado a más de veinte hombres a lo largo de su vida y esquivó sin dificultad la acometida. La punta de la hoja pasó a escasos centímetros de su pecho. Entonces, aprovechando el hueco, Temur alzó su espada y la clavó en el costado del guerrero. El hombre se puso rígido cuando el hierro atravesó su caja torácica y le traspasó el corazón; se inclinó hacia el mongol, inerme y

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