Índice
El tesoro del Khan
La tempestad del emperador
Rastros de una dinastía
Primera parte. Ola seca
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Segunda parte. El camino a Xanadú
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Tercera parte. Temblores
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Un viaje al paraíso
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Biografías
Notas
Créditos
Para Kerry, con mi amor
D.E.C.
LA TEMPESTAD DEL EMPERADOR
10 de agosto de 1281. Bahía de Hakata, Japón
Arik Temur oteó la oscuridad y ladeó la cabeza hacia la borda mientras el sonido de los remos hundiéndose en el agua se hacía más fuerte. Cuando el chapoteo sonó apenas a unos metros, se sumergió en las sombras y agachó la cabeza. Esta vez, pensó con siniestra expectación, los intrusos recibirían una calurosa bienvenida a bordo.
El ruido de los remos cesó, pero el entrechocar de la madera le dijo que el pequeño bote se había detenido junto a la popa del gran navío. La luna de medianoche no era más que un fino arco creciente; sin embargo, el límpido cielo aumentaba la claridad de las estrellas y bañaba el barco en una algodonosa luminosidad. Temur permaneció arrodillado y en silencio mientras observaba la oscura figura que trepaba por la popa, seguida por otra y otra más, hasta que hubo una docena de hombres en cubierta. Los intrusos vestían túnicas de seda multicolor bajo armaduras compuestas de varias capas de cuero que crujían al moverse; no obstante, lo que captó la atención de Temur fue el brillo de sus espadas de combate, los afilados catanes.
Con la trampa dispuesta y el anzuelo mordido, el comandante mongol se volvió hacia el muchacho que se hallaba junto a él y asintió. Inmediatamente, el chico empezó a hacer sonar la gran campana de bronce que sostenía entre sus brazos. El metálico repiqueteo hizo añicos la quietud de la noche.
Los intrusos, sorprendidos por la repentina alarma, se quedaron petrificados. Entonces, un ejército de treinta soldados surgió bruscamente de entre las sombras y, armados con lanzas de afiladas puntas de hierro, se lanzaron contra los invasores arrojándoselas con una furia mortal. La mitad de la partida de abordaje cayó en el acto, alcanzada por venablos que atravesaron sus armaduras. Los restantes desenvainaron las espadas e intentaron repeler el ataque, pero fueron rápidamente superados por los defensores. En cuestión de segundos, todos yacían muertos en la cubierta de la nave; todos menos uno.
Vestido con una túnica roja de seda bordada y un amplio pantalón con las perneras remetidas en sus botas de piel de oso, saltaba a la vista que no se trataba de ningún campesino recién alistado en el ejército. Con letal precisión y agilidad, sorprendió a sus atacantes dando media vuelta y arremetiendo contra ellos, desviando las lanzadas con diestros golpes de su espada. En un abrir y cerrar de ojos se acercó a tres de los soldados del barco y los abatió rápidamente de sendas estocadas; a uno de ellos casi lo cortó por la mitad de un solo tajo de su espada.
Observando aquel torbellino que diezmaba a sus tropas, Temur se puso en pie, desenvainó su arma y se lanzó hacia delante. El guerrero vio que Temur cargaba contra él y desvió hábilmente una lanzada antes de dar media vuelta y blandir su ensangrentada espada contra el mongol que se acercaba. El comandante había matado a más de veinte hombres a lo largo de su vida y esquivó sin dificultad la acometida. La punta de la hoja pasó a escasos centímetros de su pecho. Entonces, aprovechando el hueco, Temur alzó su espada y la clavó en el costado del guerrero. El hombre se puso rígido cuando el hierro atravesó su caja torácica y le traspasó el corazón; se inclinó hacia el mongol, inerme y