Sábado, 31 de octubre de 2009
Liza consiguió abandonar la mesa de la celebración sin que nadie la viera cuando el hijo del homenajeado se disponía a iniciar su discurso: había golpeado varias veces una copa con un tenedor para captar la atención del centenar aproximado de invitados. El rumor de las conversaciones y risas que hasta entonces había llenado la estancia quedó enmudecido de repente, todas las miradas se volvieron hacia ese hombre nervioso que parecía haberse arrepentido de inmediato de haber decidido dedicarle un discurso elogioso a su padre, que ese día cumplía setenta y cinco años.
Un par de hombres se burlaron del orador, porque el rubor y la palidez se alternaban en su rostro, y es que no pudo evitar embrollarse y tuvo que intentarlo tres veces antes de poder empezar realmente. En cualquier caso, con esa actuación tan deslucida consiguió llamar la atención de todos los asistentes.
El momento no podía ser más adecuado.
Liza se había pasado el último cuarto de hora abriéndose paso lentamente hacia la salida y en ese momento estaba solo a dos pasos de encontrarse por fin fuera. Cerró la pesada puerta tras ella, se apoyó en la pared un momento y respiró hondo. Qué tranquilidad reinaba en el exterior. ¡Y qué fresco! El ambiente de la habitación se había caldeado en exceso debido a la cantidad de gente que había dentro, pero le había parecido que nadie había sufrido tanto el calor como ella. El resto de los asistentes parecían estar disfrutando mucho de la velada, todo habían sido vestidos bonitos, joyas, perfumes y risas alegres. A diferencia de ellos, en medio de todo eso ella se había sentido desplazada, como si la hubieran separado con un tabique invisible. Se había reído de forma mecánica, había respondido cuando le habían preguntado, había asentido o había negado con la cabeza y había bebido champán, pero durante todo el tiempo se había sentido agobiada, había tenido la sensación de actuar como una marioneta, colgada de unos hilos que alguien se dedicaba a manejar sin que ella hubiera sido capaz de moverse por sí misma ni una sola vez. De hecho, llevaba tiempo así: hacía años que no vivía de acuerdo a su propia voluntad. Y eso, en caso de que a aquello pudiera llamársele vivir.
Una joven empleada del elegante hotel Kensington en el que se estaba celebrando aquel cumpleaños de postín se le acercó y sopesó por un momento la posibilidad de que aquella mujer apoyada en la pared pudiera necesitar ayuda. Liza supuso que su aspecto revelaba su agotamiento y, en cualquier caso, si no lo parecía, lo cierto era que estaba exhausta. Recuperó la compostura e intentó sonreír.
—¿Todo bien? —preguntó la empleada.
—Sí —asintió ella—. Es solo que… ¡hace tanto calor ahí
dentro! —dijo mientras señalaba hacia la puerta con un movimiento de cabeza. La joven la miró con compasión y continuó con su trabajo. Liza se dio cuenta de que tenía que ir al
baño y arreglarse un poco. Tal como la había mirado, debía
de tener un aspecto bastante desastroso.
La sala alicatada en mármol la recibió con su luz suave y una música a bajo volumen muy tranquilizadora que surgía de unos altavoces ocultos. Había temido encontrarse con alguien ahí dentro, pero no fue así. Al parecer en los reservados tampoco había nadie. Sin embargo, Liza tenía claro que, entre el centenar de invitados a la fiesta de cumpleaños y los huéspedes que pudieran estar alojados en el hotel, esa soledad no podía durar mucho. En cualquier segundo podía entrar alguien. No le quedaba mucho tiempo.
Se plantó frente a uno de los lujosos lavamanos y contempló el gran espejo que tenía delante.
Como la mayoría de las veces que se miraba en un espejo, tuvo la impresión de que no conocía a la mujer que veía reflejada en él. Incluso cuando no estaba tan estresada como en aquel momento. Al inicio de la velada se había recogido el pelo, pero los mechones rubios le colgaban ya desgreñados a ambos lados de la cara. La barra de labios probablemente había quedado adherida al borde de su copa de champán, pero en cualquier caso ya no le coloreaba los labios, que tenían un aspecto más bien pálido. Había sudado con ganas. Le brillaba la nariz y se le había corrido el maquillaje.
Lo había supuesto, se lo había imaginado. Ese había sido el motivo por el que durante los últimos veinte minutos no había deseado nada más que poder salir de esa terrible estancia, tan cargada y llena de gente. Tenía que recomponerse enseguida e intentar sobrevivir a esa velada como fuera. No podía durar eternamente. La recepción con champán ya casi había terminado. A continuación empezarían con el bufet. Gracias a Dios, eso era mejor que un banquete de cinco cubiertos, que podría haberse prolongado varias horas y no le habría permitido escapar con tanta facilidad sin que los demás lo hubieran advertido de inmediato, al menos sus vecinos de mesa. Un bufet permitía muchas más posibilidades de escapar con rapidez y discreción.
Dejó el bolso frente a ella sobre el mostrador de mármol, manoseó el cierre con más nervios que habilidad y al fin consiguió recuperar la polvera y el tubo de maquillaje. ¡Ojalá no le temblaran tanto las manos! Tenía que ir con cuidado y no mancharse el vestido. Solo le habría faltado eso, era lo último que necesitaba.
Mientras intentaba infructuosamente abrir la polvera, se echó a llorar de repente. Sucedió de un modo bastante anodino, nada espectacular: las lágrimas simplemente brotaron de sus ojos sin que ella pudiera hacer nada para evitarlo. Horrorizada, levantó la cabeza y contempló a esa desconocida que de repente se había convertido en un rostro lloroso. Eso sí que era un drama. ¿Cómo iba a volver a la sala con los ojos hinchados y enrojecidos?
Casi llevada por el pánico, sacó un buen fajo de suaves toallitas cosméticas del recipiente dispensador plateado de la pared e intentó detener el torrente. Sin embargo, parecía como si de ese modo solo hubiera conseguido empeorar las cosas. Las lágrimas le rebosaban por los ojos.
Tengo que volver a casa, pensó, no tiene sentido quedarse. ¡Tengo que salir de aquí!
Y por si las cosas no iban lo suficientemente mal, en ese instante oyó un ruido tras ella. La puerta que daba al vestíbulo se abrió. Unos tacones de aguja sonaron sobre el suelo de mármol. De un modo vago y fantasmal, a través del velo de lágrimas Liza percibió una figura a su espalda, una mujer que cruzaba la estancia en dirección a los inodoros. Presionó las toallitas cosméticas contra su rostro en un intento de mantener la compostura y fingir que se estaba sonando la nariz.
Date prisa, pensó, ¡largo de aquí!
Los pasos se detuvieron de repente. Durante un breve instante reinó un silencio absoluto en la estancia. A continuación, la extraña se volvió y se le acercó. Liza temblaba ligeramente y, al notar que la desconocida le ponía una mano sobre el hombro, alzó la mirada para ver el rostro de la otra mujer reflejado en el espejo. Era un rostro preocupado, unos ojos interrogantes. No conocía a esa mujer, pero a juzgar por la manera como iba vestida formaba parte del grupo del cumpleaños.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó—. No querría meterme en lo que no me llaman, pero...
El tono amable y preocupado de su voz, tan calmada, fue más de lo que Liza pudo soportar. Dejó caer las toallitas.
Se entregó completamente a su propio dolor y desistió en el intento de detener aquel torrente de lágrimas.
Domingo, 22 de noviembre
Fue el domingo por la noche cuando Carla se dio cuenta de lo singular que era el funcionamiento del ascensor y de las puertas que permitían acceder a él. En ese momento no es que estuviera muy despejada, pero su fantasía no habría bastado para imaginar lo que le sucedería esa noche.
Estaba en su casa, algo sorprendida, porque de repente tuvo la clara impresión de que aquello duraba ya desde hacía unos días: el ascensor subía hasta su piso, el octavo, se detenía y las puertas se abrían automáticamente, pero a continuación no ocurría nada más. Nadie salía de él, de haber sido así habría oído los pasos en el descansillo. Era evidente que tampoco subía nadie a él, porque en ese caso habría oído los pasos previamente y estaba segura de que nadie había estado allí. De haber habido alguien, ella se habría dado cuenta en algún momento. En ese edificio se oía todo. Era un austero bloque de viviendas construido en los años setenta, con largos pasillos hacia el interior y un gran número de apartamentos. En los más espaciosos vivían familias con niños, mientras que en las viviendas más pequeñas vivían personas solteras que se pasaban el día fuera, en el trabajo, y prácticamente jamás estaban en casa. Hackney era uno de los barrios pobres de Londres, aunque la parte en la que vivía Carla no estaba del todo mal.
Pensó cuándo había sido la primera vez que había oído subir el ascensor sin que nadie hubiera salido de él. Naturalmente, eso había ocurrido algunas veces ya desde el principio. Debía de haber sido solo alguien que se había equivocado al pulsar el botón y se había dado cuenta del error antes de salir. A continuación el ascensor subía hasta arriba del todo, las puertas se abrían, se volvían a cerrar y se quedaba allí, esperando a que lo llamaran desde otra planta. Pero últimamente ocurría más a menudo. Con una frecuencia insólita.
¿Tal vez desde hacía una semana? ¿Tal vez dos? Encendió el televisor, a pesar de que el programa de entrevistas que estaban emitiendo no le interesaba en absoluto.
Acudió a la puerta de la entrada, le dio una vuelta a la llave y la abrió. Pulsó el interruptor de la luz que estaba justo al lado del timbre y una luz blanca y deslumbrante se apoderó del pasillo. ¿Quién había decidido instalar esa iluminación? Tanto brillo solo conseguía que los rostros adoptaran una apariencia fantasmagórica.
Contempló el largo y solitario pasillo. No vio a nadie. Las puertas del ascensor volvieron a cerrarse.
Tal vez había sido cosa de un bromista. Algún adolescente que vivía en el edificio y simplemente pulsaba el botón de la octava planta antes de apearse. Lo que Carla no se explicaba era qué obtenía haciéndolo. Pero muchas de las cosas que la gente hacía o pretendía seguían sin tener una explicación para ella. De vez en cuando pensaba que, al fin y al cabo, se sentía bastante alejada del resto de la sociedad. Sola y abandonada por su marido, llevaba cinco años jubilada. Cuando una persona se levantaba sola por la mañana, desayunaba sola, se pasaba el día leyendo o mirando la televisión en un pequeña apartamento y solo salía a dar un paseo de vez en cuando, cuando por la noche volvía a cenar sola y se sentaba de nuevo frente al televisor sin más compañía que ella misma, acababa alejándose de la normalidad. Viviendo de esa manera se perdía el contacto con la gente, esas personas cuya vida cotidiana consistía en el trabajo, los colegas, la pareja, los hijos y todo lo relacionado con ellos. Preocupaciones, esfuerzos y, por supuesto, también alegrías. Tal vez era ella quien actuaba de un modo mucho más extravagante de lo que le parecía.
Cerró de nuevo la puerta del apartamento, se apoyó en ella por la parte de dentro y respiró hondo. Vivía en uno de los pocos bloques de viviendas que había en Hackney, donde la mayor parte de las construcciones eran victorianas y estaban bastante deterioradas. Cuando se había mudado allí, al principio había creído que todo mejoraría. Había albergado la esperanza de que no se sentiría tan sola en un edificio lleno de gente, pero al final había sido al revés. Todos los habitantes del bloque se limitaban a lidiar con sus respectivas rutinas. Nadie parecía conocer realmente a los demás, vivían en el más absoluto anonimato. Además, había unos cuantos apartamentos vacíos. En el piso superior, por ejemplo. Hacía ya un tiempo que Carla era la única ocupante de la octava planta, donde no vivía nadie más.
Regresó al salón y pensó si valía la pena seguir viendo la televisión. Al final decidió que no, que en lugar de eso se serviría un poco de vino. Bebía cada noche, aunque se había impuesto la norma de no empezar jamás antes de las ocho. Y hasta entonces había conseguido cumplirla.
Se sobresaltó al oír de nuevo el ruido del ascensor. Bajando. Al parecer, alguien lo había llamado. En cualquier caso, ese era un signo de normalidad. La gente que vivía en el edificio iba y venía. No estaba sola.
Tal vez lo que debería hacer es buscarme otro lugar en el que vivir, pensó.
Su presupuesto no le daba mucho margen al respecto. Cobraba una pensión modesta, no podía permitirse grandes gastos. Además dudaba de si llegaría a sentirse menos sola en otro lugar. Tal vez no dependía del edificio. Tal vez dependía solo de ella.
Puesto que no se veía capaz de seguir soportando tanto silencio, se acercó al teléfono y marcó precipitadamente el número de su hija. Lo hizo con rapidez, antes de que el miedo o la timidez acabaran aguando sus intenciones. De hecho, siempre había tenido una buena relación con Keira, aunque desde que se había casado y sobre todo desde que había sido madre habían perdido cada vez más el contacto. A los jóvenes les falta el tiempo, siempre van ajetreados.
¿De dónde iba a sacar su hija la energía necesaria para preocuparse por una madre que había fracasado en la vida?
En ocasiones, a Carla le costaba creerlo: su matrimonio había acabado en divorcio tras veintiocho años de convivencia. Su marido se había arruinado porque se había pasado la vida viviendo a lo grande a costa de acumular deudas. Había puesto los pies en polvorosa antes de que sus acreedores pudieran rendirle cuentas. Hacía varios años q