* Corán, azora 47, aleya 4. (N. de los T.)
* El Wilson Teachers College se asoció con otras tres facultades para formar la Universidad del Distrito de Columbia en 1977.
* Actualmente, Universidad del Norte de Colorado.
* La comunidad de creyentes se escindió tras la muerte del profeta Mahoma en el año 632 debido a una disputa acerca de la línea de sucesión. Los que se proclaman sunníes apoyaban que se eligiera a los califas, pero el otro grupo, que se convertiría en el shií, creía que el califato le correspondía a los descendientes del Profeta, empezando por su primo y cuñado Ali. Desde entonces, ambas ramas han desarrollado numerosas divergencias teológicas y culturales.
* Zayyat escribió una biografía incriminatoria titulada El camino hacia al-Qaeda: la historia de Zawahiri, lugarteniente de Bin Laden, que su editorial de El Cairo tuvo que retirar debido a las presiones de los partidarios de Zawahiri.
* Muhammad, el hermano de Zawahiri, fue condenado in absentia, aunque más tarde le retiraron los cargos. El benjamín, Husein, pasó trece meses encarcelado hasta que también le retiraron los cargos.
* En Occidente es más conocido por Ibn Saud.
* La empresa utiliza diferentes transcripciones del nombre al inglés, al igual que hacen los miembros de la familia Bin Laden.
* Juego de palabras intraducible con la palabra homófona turkey («pavo» en inglés). (N. de los T.)
* Al igual que su padre, Salem murió en un accidente aéreo mientras pilotaba un avión ultraligero cerca de San Antonio (Texas), en 1988.
* No tenía ninguna relación con la familia de la madre de Ayman al-Zawahiri, los Azzam de El Cairo.
* Curiosamente, este antiguo guerrillero palestino sostiene que Afganistán tiene preferencia sobre la lucha palestina contra Israel. Afirma que el objetivo de la guerra en Afganistán era crear un Estado islámico, mientras que de la causa palestina se han apropiado diferentes grupos, entre ellos «comunistas, nacionalistas y musulmanes modernistas», que luchaban por un Estado laico.
* Una posibilidad, en el caso de Bin Laden, es la enfermedad de Addison,67 una patología del sistema endocrino caracterizada por la hipotensión, la pérdida de peso, fatiga muscular, irritabilidad del estómago, fuertes dolores de espalda, deshidratación y un deseo anormal de sal. No es más que una conjetura, pero Bin Laden presentaba todos estos síntomas. Aunque la enfermedad se puede controlar con esteroides, una crisis de la enfermedad de Addison, como las que podría haber experimentado Bin Laden, puede ser mortal si no se trata al paciente de inmediato con una solución salina y glucosa.
* Cadena de supermercados estadounidense. (N. de los T.)
* La relación entre al-Qaeda e Irán se produjo en gran medida a través de Zawahiri. Ali Muhammad dijo al FBI que al-Yihad había planeado un golpe de Estado en Egipto en 1990. Zawahiri había estudiado el derrocamiento en 1979 del sha de Irán y quiso que le instruyeran los iraníes. Ofreció información sobre un plan del gobierno egipcio para tomar por asalto varias islas del golfo Pérsico que tanto Irán como los Emiratos Árabes Unidos reclamaban. Según Muhammad, a cambio de esa información, el gobierno iraní le pagó a Zawahiri dos millones de dólares y le ayudó a entrenar a miembros de al-Yihad para un intento de golpe de Estado que nunca llegó a producirse.
* Conocida cadena estadounidense de establecimientos de reprografía. (N. de los T.)
* El primer terrorista suicida palestino se inmoló el 6 de abril de 1994 en un autobús en Afula (Israel).
* Bin Laden le dijo a Abdel Bari Atwan que pudo recuperar aproximadamente el 10 por ciento de sus inversiones después de que el gobierno de Sudán le ofreciera pagarle en grano y cabezas de ganado que podría revender a otros países (Atwan, Secret History, p. 52). Muhammad Loay Baizid me dijo que Bin Laden solo invirtió veinte millones de dólares en Sudán y que probablemente se marchó del país con unos cincuenta mil dólares. Hassabulla Omer, que se ocupaba del dossier de al-Qaeda para los servicios secretos sudaneses, cifra las inversiones totales de Bin Laden en treinta millones de dólares y asegura que salió del país sin «nada».
* Estas suposiciones se basan en comentarios expresados por el ex primer ministro interino de Irak, Iyad Allawi, quien afirma que descubrió esta información en los archivos de los servicios secretos iraquíes.
* Murió el 2 de mayo de 2011 en Pakistán, tras una operación secreta estadounidense. (N. de los T.)
* Imad Mugniyah fue asesinado en Damasco, en un atentado con coche bomba, el 12 de febrero de 2008. (N. de los T.)
* Turki al-Faisal dejó de ser embajador de Arabia Saudí en Washington el 2 de febrero de 2007. (N. de los T.)
Biblioteca Michener, Universidad del Norte de Colorado
Sayyid Qutb, el pedagogo y escritor cuyo libro Hitos avivó el movimiento islamista radical, aparece aquí mostrando uno de sus libros (probablemente Justicia social en el islam) al rector del Colorado State College of Education, el doctor William Ross.
Greeley Museum
Vista aérea de Greeley (Colorado), en los años cuarenta. «La pequeña ciudad de Greeley, en la que resido, es tan hermosa que uno podría imaginar fácilmente que se halla en el paraíso», escribió Qutb. Pero también vio el lado más oscuro de Estados Unidos.
Al-Ahram
Qutb durante su juicio, alrededor de 1965. Fue ahorcado en 1966. «Gracias a Dios —dijo cuando pronunciaron la sentencia de muerte—. He librado la yihad durante quince años para alcanzar este martirio.»
Familia Azzam, AFP / HO / Al-Hayat
Ayman al-Zawahiri creció en Maadi, un suburbio de clase media de El Cairo. Era un niño solitario al que sus compañeros consideraban un genio. Aquí aparece de niño en un parque de El Cairo.
Familia Azzam, AFP / HO / Al-Hayat
Zawahiri cuando era un colegial
Familia Azzam, AFP / Getty
Zawahiri cuando estudiaba medicina en la Universidad de El Cairo.
AP
Los acusados durante el juicio.
Aladin Abdel / Reuters / Corbis
El jeque Omar Abdul Rahman, «el jeque ciego», era uno de los acusados. Era el emir del Grupo Islámico en aquella época.
Getty
Ayman al- Zawahiri era el reo número 113 de los 302 que fueron juzgados por colaborar o conspirar para asesinar a Anwar al-Sadat en octubre de 1981. Fue el portavoz de los acusados por su buen nivel de inglés. Aquí aparece pronunciando un discurso ante la prensa mundial en diciembre de 1982. Muchos culpan de la brutalidad del movimiento islamista a las torturas que los presos sufrieron en las cárceles egipcias. «¡Allí nos patearon, nos golpearon, nos azotaron con cables eléctricos, nos dieron descargas eléctricas! ¡Y usaron perros salvajes!»
Cortesía del príncipe Talal
Muhammad bin Laden era un jornalero yemení sin un céntimo cuando llegó a Arabia Saudí en 1931 y acabó convirtiéndose en el contratista favorito del rey y en el hombre que construyó gran parte de las infraestructuras modernas del reino. Aquí aparece con el príncipe Talal bin Abdul Aziz durante una visita a las obras de reforma de la Gran Mezquita de La Meca, alrededor de 1950.
Cortesía de Saudi Binladin Group
Muhammad bin Laden y el rey Faisal. Durante la construcción de la carretera a Taif, el rey Faisal solía ir a comprobar los progresos y preguntar por el exceso de gastos. Cuando se completó la carretera, el reino por fin se unificó y Muhammad bin Laden se convirtió en un héroe nacional.
Abbas / Magnum
Las obras de renovación de la Gran Mezquita duraron veinte años. Durante el hadj puede acoger a un millón de fieles a la vez.
Cortesía de la embajada de Arabia Saudí
Yuhayman al-Oteibi, el cabecilla del ataque a la Gran Mezquita en 1979, un momento decisivo en la historia de Arabia Saudí. Las demandas de los insurgentes anunciaban las de Bin Laden. Cuando Oteibi imploró perdón tras su captura, el príncipe Turki, director de los servicios secretos saudíes, le dijo: «¡Pide perdón a Dios!».
Colección del autor
Yamal Jalifa, un amigo del colegio de Bin Laden y más tarde su cuñado, se mudó a la casa de Bin Laden con su primera esposa. Su amistad se rompió por culpa de la cuestión de crear una legión totalmente árabe en Afganistán, que sería la precursora de al-Qaeda.
Colección del autor
Osama se trasladó a esta casa de Yidda con su madre después de que Muhammad bin Laden se divorciara de ella.
Colección del autor
La segunda casa de Osama bin Laden en Yidda, un edificio de cuatro apartamentos que adquirió después de hacerse polígamo.
Cortesía de Abdullah Anas
Abdullah Azzam, que promulgó una fatwa en 1984 pidiendo a los musulmanes de todo el mundo «unirse a la caravana» de la yihad afgana. Él y Bin Laden crearon la Oficina de Servicios en Peshawar para facilitar el acceso de los árabes a la guerra.
EPA / Corbis
Bin Laden en una cueva de Yalalabad en 1988, más o menos cuando fundó al-Qaeda.
Cortesía de Abdullah Anas
Azzam en 1988, en el valle del Panshir, adonde viajó para reunirse con Ahmed Sha Massud, el mejor comandante afgano durante la guerra contra la invasión soviética. Massud está sentado al lado de Azzam y rodea con el brazo al hijo de aquel, Ibrahim. Poco después de aquella visita, Azzam y dos de sus hijos, uno de ellos Ibrahim, fueron asesinados en un atentado jamás resuelto.
Colección del autor
General Hamid Gul, que dirigió el servicio secreto paquistaní (ISI) durante la yihad afgana. Estados Unidos y Arabia Saudí canalizaron cientos de millones de dólares a través del ISI, que fue responsable en gran medida de la creación de los talibanes cuando los soviéticos se retiraron de Afganistán.
Corbis
El príncipe Turki al-Faisal, director de los servicios secretos saudíes, se encargaba del dossier afgano y trabajaba con Bin Laden. Más adelante negoció con el mullah Muhammad Omar, el líder talibán, pero se fue con las manos vacías.
Cortesía de Yamal Jashoggi
El príncipe Turki después de la ocupación soviética, negociando con los muyahidines enfrentados. Aparece a la izquierda, junto a Burhanuddin Rabbani, el líder del partido político de Ahmed Sha Massud. El primer ministro paquistaní, Nawaz Sharif, está sentado a la derecha.
Getty
El World Trade Center visto desde New Jersey, donde los seguidores del jeque Omar Abdul Rahman conspiraron para derribarlo.
Cortesía del FBI
Ramzi Yusef fue el cerebro del primer atentado contra el World Trade Center. Su perversa imaginación daría forma al ambicioso programa de al-Qaeda.
Colección del autor
Hasan al-Turabi, el locuaz y provocador ideólogo que organizó el golpe islamista en Sudán y atrajo a Bin Laden para que invirtiera en el país. «Bin Laden odiaba a Turabi —diría confidencialmente un amigo—. Pensaba que era maquiavélico.» Bin Laden llegó a Sudán siendo un hombre rico y se fue con poco más que su ropa.
Cortesía de Scott McLeod
Mientras Bin Laden estaba en Sudán, el rey de Arabia Saudí le retiró la ciudadanía y envió a un emisario para que le confiscara el pasaporte. Bin Laden se lo arrojó: «Tómalo, si tenerlo dice algo en mi defensa».
Colección del autor
Por las mañanas, Bin Laden caminaba hasta la mezquita seguido de sus acólitos, se quedaba a estudiar con los hombres santos y a menudo desayunaba con ellos antes de ir a su oficina.
AFP / Getty
Osama regresó a Afganistán en 1996. Solía llevar el kaláshnikov AK-74 que había recibido como trofeo durante la yihad contra los soviéticos.
Sayed Salahuddin / Reuters / Corbis
Combatientes talibanes dirigiéndose al frente para luchar contra la Alianza del Norte en 2001. Los talibanes surgieron del caos del gobierno de los muyahidines en 1994 y enseguida consolidaron su control de Afganistán. Al principio, Bin Laden y sus seguidores no tenían la menor idea de quiénes eran; había rumores de que eran comunistas.
CNN, vía Getty
Zawahiri y Bin Laden ofreciendo una conferencia de prensa en Afganistán en mayo de 1998. Allí los destinos de ambos hombres se unirían irrevocablemente y, con el tiempo, sus respectivas organizaciones terroristas, al-Qaeda y al-Yihad, se fusionarían en una.
Colección del autor
El palacio de Dar-ul-Aman, en Kabul. El palacio estaba en medio de las líneas de fuego durante la guerra civil que siguió a la retirada soviética. Tras veinticinco años de guerra continua, gran parte de Afganistán quedó en ruinas.
Reuters
Ruinas de la embajada estadounidense en Nairobi (Kenia), que sufrió un atentado el 7 de agosto de 1998, la primera operación documentada de al-Qaeda. En el atentado murieron 213 personas y miles resultaron heridas. Más de 150 personas se quedaron ciegas por los cristales que salieron despedidos.
Cortesía del FBI
La embajada estadounidense en Dar es Salam (Tanzania) sufrió un atentado nueve minutos después. Murieron 11 personas y 85 resultaron heridas.
Colección del autor
La administración Clinton respondió arrasando varios campos de entrenamiento de al-Qaeda y la planta farmacéutica de al-Shifa en Jartum, que aparece en la imagen. Un vigilante nocturno murió en la planta. Más tarde se demostró que no tenía nada que ver con la producción de armas químicas o biológicas.
Getty
El USS Cole después del atentado suicida perpetrado por dos miembros de al-Qaeda desde un bote pesquero en octubre de 2000. La explosión estuvo a punto de hundir uno de los buques más invulnerables de la armada estadounidense. «El destructor representaba la capital de Occidente —diría Bin Laden— y el pequeño bote representaba a Mahoma.»
AP
Michael Scheuer, creador de la estación Alec, la oficina dedicada a perseguir a Osama bin Laden. Él y el agente del FBI John O’Neill eran enemigos acérrimos.
AP
Richard Clarke, el zar de la lucha antiterrorista en la Casa Blanca, propuso que le sucediera O’Neill en el cargo, una oferta que quizá precipitó su caída.
Cortesía de Valerie James
Valerie James vio a John O’Neill en un bar de Chicago en 1991 y le invitó a una copa porque «tenía unos ojos cautivadores». O’Neill estaba casado en aquella época, un hecho que no reveló a las numerosas mujeres que cortejaba.
Cortesía de Mary Lynn Stevens
Por la misma época en que salía con Valerie en Chicago, O’Neill le pidió una «relación exclusiva» a Mary Lynn Stevens en Washington.
Cortesía de Anna DiBattista
En Washington O’Neill también tuvo una relación con Anna DiBattista. «Ese tipo nunca se va a casar contigo», le advirtió su sacerdote.
Cortesía de Daniel Coleman
John O’Neill se despidió de Daniel Coleman y sus compañeros de unidad del FBI en una pequeña fiesta cuando abandonó el FBI el 22 de agosto de 2001. Al día siguiente comenzó a trabajar en el World Trade Center.
Cortesía del FBI
Tras obtener de los sospechosos de al-Qaeda en Yemen los nombres de los secuestradores, Ali Sufan (a la izquierda, con el agente especial George Crouch) viajó a Afganistán. En la imagen aparece junto a las ruinas del que fuera el escondite de Bin Laden en Kabul.
AP
En el funeral de O’Neill se produjo la catastrófica coincidencia que él siempre había temido. La imagen muestra a su madre, Dorothy, y su esposa, Christine, a la salida de la iglesia de San Nicolás de Tolentino, en Atlantic City. Un millar de personas acudieron a su funeral.
Hale Gurland / Contact Press Images
Las ruinas del World Trade Center ardieron durante cien días. El cadáver de John O’Neill fue hallado diez días después del atentado del 11 de septiembre.
Mi agradecimiento a las instituciones y personas
que han dado su permiso para publicar aquí sus fotografías.
Para mi familia,
Roberta, Caroline, Gordon y Karen
Prólogo
El día de San Patricio de 1996, Daniel Coleman, un agente que trabajaba en la sede neoyorquina de la Oficina Federal de Investigación (FBI) y se ocupaba de casos de inteligencia exterior, condujo hasta Tysons Corner (Virginia) para tomar posesión de su nuevo destino. Las aceras seguían enterradas bajo la capa de nieve grisácea depositada semanas antes por la fuerte ventisca de aquel año. Coleman entró en un anodino rascacielos de oficinas del gobierno llamado Gloucester Building, tomó el ascensor y se bajó en el quinto piso. Se trataba de la estación Alec.
A diferencia de las demás estaciones de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), ubicadas en los diferentes países que vigilan, Alec era la primera estación «virtual» y se encontraba a solo unos kilómetros de la sede central de Langley. En el organigrama de la agencia aparecía catalogada como «Vínculos financieros terroristas», una subdivisión del Centro de Antiterrorismo de la CIA, pero en la práctica se dedicaba a rastrear las actividades de un único individuo, Osama bin Laden, cuyo nombre había aflorado como principal financiador del terrorismo. Coleman había oído aquel nombre por primera vez en 1993, cuando una fuente extranjera había mencionado a un «príncipe saudí» que financiaba una célula de islamistas radicales que planeaba volar lugares emblemáticos de Nueva York, como la sede de las Naciones Unidas, los túneles Lincoln y Holland, e incluso el edificio de Federal Plaza 26 donde trabajaba Coleman. Tres años más tarde, el FBI por fin había encontrado tiempo para enviarle a examinar la información recopilada por la CIA con objeto de determinar si había motivos para iniciar una investigación.
La estación Alec ya tenía treinta y cinco volúmenes de material sobre Bin Laden, que en su mayor parte consistía en transcripciones de conversaciones telefónicas captadas por los oídos electrónicos de la Agencia de Seguridad Nacional. Coleman halló el material repetitivo y poco concluyente. Aun así, abrió un expediente sobre Bin Laden, más que nada para reunir toda la información por si se daba el caso de que el «financiero islamista» resultaba ser algo más que eso.
Como muchos otros agentes, Dan Coleman se había preparado para combatir la guerra fría. Había ingresado en el FBI como archivero en 1973. Culto e inquisitivo, Coleman se sentía atraído por el contraespionaje. En los años ochenta se dedicó a reclutar espías comunistas en el seno de la populosa comunidad diplomática que gravitaba en torno a las Naciones Unidas; uno de los más valiosos fue un agregado de Alemania oriental. Sin embargo, en 1990, recién acabada la guerra fría, se incorporó a una unidad que se ocupaba del terrorismo en Oriente Próximo. Su trayectoria hasta aquel momento apenas le había preparado para este nuevo giro en su carrera, pero lo mismo se podía decir de todo el FBI, que consideraba el terrorismo más una molestia que una amenaza real. Resultaba difícil creer que, en aquellos radiantes días que siguieron a la caída del muro de Berlín, Estados Unidos todavía tuviera algún enemigo real.
Después, en agosto de 1996, Bin Laden declaró la guerra a Estados Unidos desde una cueva de Afganistán. La razón que alegó fue que seguía habiendo tropas estadounidenses en Arabia Saudí cinco años después de la primera guerra del Golfo. «El terror contra vosotros, que lleváis armas en nuestra tierra, es un derecho legítimo y una obligación moral», declaró. Decía hablar en nombre de todos los musulmanes e incluso se dirigió personalmente al secretario de Defensa estadounidense, William Perry, en su larga fatwa: «A ti, William, te digo esto: estos jóvenes aman la muerte como tú amas la vida. […] Estos jóvenes no te pedirán explicaciones. Cantarán que entre nosotros no hay nada que precise una explicación, que solo caben el asesinato y los golpes en el cuello».*
A excepción de Coleman, en Estados Unidos eran pocos (incluido el FBI) los que conocían al disidente saudí o se interesaban por él. Los treinta y cinco volúmenes de la estación Alec mostraban la imagen de un multimillonario mesiánico, miembro de una familia extensa e influyente que mantenía una estrecha relación con los gobernantes del reino de Arabia Saudí. Bin Laden se había hecho un nombre durante la yihad contra la ocupación soviética en Afganistán. Coleman había leído los suficientes libros de historia como para comprender las referencias a las Cruzadas y a las primeras luchas del islam en el texto de Bin Laden. De hecho, una de las características más llamativas del documento era que parecía que el tiempo se hubiera detenido hacía mil años. Existía el «ahora» y el «entonces», pero no había nada en medio. Era como si, en el universo de Bin Laden, las Cruzadas aún no hubieran terminado. A Coleman también le resultaba difícil entender el porqué de tanta ira. «¿Qué le hemos hecho?», se preguntaba.
Coleman mostró el texto de la fatwa de Bin Laden a los abogados de la Oficina del Fiscal del Distrito Sur de Nueva York. Era curiosa, era extraña, pero ¿constituía un delito? Los abogados analizaron el lenguaje y encontraron un decreto de la época de la guerra civil, rara vez invocado, contra la conspiración sediciosa. El decreto prohíbe instigar a la violencia e intentar derrocar al gobierno estadounidense. Era ilógico pensar que se le pudiera aplicar a un saudí apátrida en una cueva de Tora Bora, pero, sirviéndose de un precedente tan débil, Coleman abrió un proceso penal al hombre que se convertiría en el más buscado en la historia del FBI. Seguía trabajando completamente solo.
Unos meses más tarde, en noviembre de 1996, Coleman viajó a una base militar estadounidense en Alemania acompañado de dos fiscales federales, Kenneth Karas y Patrick Fitzgerald. Allí, en un piso franco, les esperaba un nervioso informador sudanés llamado Yamal al-Fadl, que afirmaba haber trabajado para Bin Laden en Jartum. Coleman llevaba consigo un dossier con fotografías de conocidos cómplices de Bin Laden, y Fadl enseguida identificó a la mayoría de ellos. Trataba de venderles una historia, pero no cabía la menor duda de que conocía a los protagonistas. El problema era que seguía mintiendo a los investigadores, adornando su relato y describiéndose a sí mismo como un héroe que solo quería actuar correctamente.
«Entonces, ¿por qué te marchaste?», quisieron saber los fiscales.
Fadl dijo que amaba Estados Unidos, que había vivido en Brooklyn y hablaba inglés. Después contó que había huido para poder escribir un best seller. Se mostraba nervioso y le costaba estarse quieto. Obviamente, tenía mucho más que contar. Hicieron falta varios días para conseguir que dejara de fabular y admitiera que había huido con más de 100.000 dólares del dinero de Bin Laden. Nada más hacerlo, comenzó a sollozar sin parar. Ese fue el momento crucial del interrogatorio. Fadl accedió a ser un testigo protegido en caso de que alguna vez se celebrara un juicio, lo que parecía poco probable, dada la poca solidez de los cargos que estaban considerando los fiscales.
Entonces, por iniciativa propia, Fadl comenzó a hablar de una organización llamada al-Qaeda. Era la primera vez que los hombres que se encontraban en aquella habitación oían mencionar ese nombre. Fadl describió los campos de entrenamiento y las células durmientes. Habló del interés de Bin Laden por conseguir armas nucleares y químicas, y dijo que al-Qaeda había sido la responsable de los atentados de 1992 en Yemen y de entrenar a los insurgentes que habían derribado los helicópteros estadounidenses en Somalia aquel mismo año. Dio nombres y dibujó organigramas. Los investigadores no salían de su asombro. A lo largo de dos semanas, durante seis o siete horas diarias, repasaron los detalles una y otra vez, examinando las respuestas de Fadl para comprobar si eran similares. Nunca varió su relato.
Cuando Coleman volvió a la oficina del FBI, nadie se mostró particularmente interesado por el caso. Estaban de acuerdo en que la declaración de Fadl era escalofriante, pero ¿cómo podían verificar el testimonio de un ladrón que encima era un mentiroso? Además, había otras investigaciones más urgentes.
Durante año y medio, Dan Coleman prosiguió en solitario con su investigación sobre Bin Laden. Como estaba destinado en la estación Alec, el FBI se olvidó más o menos de él. Gracias a las escuchas telefónicas de los negocios de Bin Laden, Coleman pudo trazar un mapa de la red de al-Qaeda, que se extendía por todo Oriente Próximo, África, Europa y Asia Central. Se alarmó al descubrir que muchos de los miembros de al-Qaeda tenían vínculos con Estados Unidos y llegó a la conclusión de que se trataba de una organización terrorista mundial cuyo objetivo era destruir Estados Unidos, pero Coleman ni siquiera lograba que sus superiores respondieran a sus llamadas.
Coleman se tenía que enfrentar solo a las preguntas que más tarde se haría todo el mundo. ¿De dónde había surgido aquel movimiento? ¿Por qué había elegido atacar Estados Unidos? ¿Y qué se podía hacer para detenerlo? Era como un técnico de laboratorio que observara un portaobjetos con un virus desconocido hasta el momento. El microscopio estaba empezando a revelar las letales características de al-Qaeda. Se trataba de un grupo reducido que en aquel momento solo contaba con noventa y tres miembros, pero formaba parte de un movimiento radical mayor que se estaba extendiendo por todo el islam, sobre todo en el mundo árabe. Las posibilidades de contagio eran enormes. Los hombres que pertenecían a aquel grupo estaban bien entrenados y curtidos en la lucha y, al parecer, contaban con abundantes recursos. Además, estaban fanáticamente consagrados a su causa y absolutamente convencidos de que iban a salir victoriosos. La filosofía que les unía era tan irresistible que estaban dispuestos a sacrificar sus vidas, incluso con entusiasmo, por ella. Y al hacerlo querían matar al mayor número posible de personas.
No obstante, el aspecto más aterrador de esta nueva amenaza era que casi nadie se la tomaba en serio. Era demasiado estrafalaria, demasiado primitiva y exótica. Frente a la confianza que los estadounidenses depositaban en la modernidad, la tecnología y sus propios ideales para que los protegiera de las atrocidades de la historia, los gestos desafiantes de Bin Laden y sus seguidores parecían absurdos e incluso patéticos. Y, sin embargo, al-Qaeda no era una simple reliquia de la Arabia del siglo VII. Había aprendido a utilizar herramientas e ideas modernas, lo que no tiene nada de sorprendente, porque la historia de al-Qaeda había comenzado en Estados Unidos no mucho tiempo atrás.
1
El mártir
En un camarote de primera clase, a bordo de un crucero que había zarpado de Alejandría rumbo a Nueva York, un débil escritor y profesor de mediana edad llamado Sayyid Qutb sufrió una crisis de fe.1 «¿Debo ir a Estados Unidos como cualquier estudiante normal, y contentarme con comer y dormir, o debo ser alguien especial? —se preguntaba—. ¿Debo aferrarme a mis creencias islámicas y resistir las muchas tentaciones de pecar o debo sucumbir a las tentaciones que se me presenten?»2 Era noviembre de 1948. El nuevo mundo, victorioso, rico y libre, se vislumbraba en el horizonte. Atrás quedaba Egipto, entre andrajos y lágrimas. Qutb no había salido nunca de su país natal. Y no se marchaba en aquel momento por voluntad propia.
El viajero era un soltero empedernido, un hombre delgado y moreno, con una frente ancha e inclinada, y un bigote estilo cepillo algo más estrecho que su nariz. Sus ojos delataban un temperamento autoritario y sumamente susceptible. Su aspecto era siempre muy formal y vestía trajes de tres piezas oscuros, incluso bajo el abrasador sol egipcio. A un hombre tan celoso de su dignidad, la perspectiva de volver a estudiar a la edad de cuarenta y dos años le podría haber parecido humillante. No obstante, aquel niño de una aldea de casas de adobe del Alto Egipto ya había superado el modesto objetivo que se había fijado, el de llegar a ser un miembro respetable de la administración pública. Sus textos de crítica literaria y social le habían convertido en uno de los escritores más populares de su país. También había provocado la ira del rey Faruk, el disoluto monarca de Egipto, que había firmado una orden de arresto contra él. Unos amigos poderosos y comprensivos tuvieron que organizar a toda prisa su partida.3
Hasta entonces Qutb había ocupado un cómodo cargo de inspector en el Ministerio de Educación. Políticamente, era un ferviente nacionalista egipcio y anticomunista, una postura mayoritaria entre los numerosos funcionarios de clase media. Las ideas que darían origen a lo que más adelante se llamaría fundamentalismo islámico aún no habían tomado una forma definitiva en su mente; de hecho, más adelante confesó que ni siquiera era una persona demasiado religiosa antes de emprender el viaje,4 aunque había memorizado el Corán a los diez años de edad5 y recientemente sus escritos habían dado un giro hacia temas más conservadores. Como muchos de sus compatriotas, se había radicalizado debido a la ocupación británica y despreciaba la complicidad del cínico rey Faruk. Las protestas contra los británicos y las facciones políticas sediciosas empeñadas en expulsar del país a las tropas extranjeras, y quizá también al rey, estaban convulsionando Egipto. Lo que hacía que este banal funcionario de nivel medio fuera particularmente peligroso eran sus comentarios directos y contundentes. Nunca había destacado en la escena literaria árabe de la época, algo que le amargó durante toda su carrera, pero se estaba volviendo un enemigo molesto e importante para las autoridades.
En muchos aspectos era occidental: en su forma de vestir, en su amor por la música clásica y las películas de Hollywood. Había leído traducciones de las obras de Darwin y Einstein, Byron y Shelley, y se había empapado de literatura francesa, sobre todo de Victor Hugo.6 Aun así, ya antes de emprender el viaje le preocupaba el avance de una civilización occidental avasalladora. Pese a su erudición, veía a Occidente como una entidad cultural única. Las diferencias entre capitalismo y marxismo, cristianismo y judaísmo, fascismo y democracia eran insignificantes comparadas con la gran dicotomía que anidaba en la mente de Qutb: el islam y Oriente por una parte, y el Occidente cristiano por otra.
Estados Unidos, sin embargo, se había mantenido al margen en las aventuras colonialistas que habían caracterizado las relaciones de Europa con el mundo árabe. Al final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos superó la división política entre colonizadores y colonizados. Era tentador imaginar a Estados Unidos como un parangón del anticolonialismo: una nación subyugada que se había liberado de sus antiguos amos y los había aventajado. La fuerza del país parecía radicar en sus valores, no en las ideas europeas de superioridad cultural o de privilegios de raza y clase. Y puesto que Estados Unidos se proclamaba una nación de inmigrantes, mantenía una relación permeable con el resto del mundo. Los árabes, como la mayoría de los pueblos, habían establecido sus propias comunidades en Estados Unidos y sus afinidades los acercaban a los ideales que el país afirmaba representar.
Por eso, Qutb, como muchos árabes, se escandalizó y percibió como una traición el apoyo que el gobierno estadounidense había prestado a la causa sionista después de la guerra. En el mismo momento en que Qutb zarpaba del puerto de Alejandría, Egipto y otros cinco ejércitos árabes estaban a punto de perder la guerra que consolidaría a Israel como un Estado judío en el corazón del mundo árabe. Los árabes estaban atónitos, no solo por la determinación y la pericia de los combatientes israelíes, sino por la incompetencia de sus propias tropas y las desastrosas decisiones de sus gobernantes. La vergüenza causada por aquella experiencia marcaría el universo intelectual árabe más profundamente que ningún otro acontecimiento de la historia moderna. «¡Odio a esos occidentales, los desprecio! —escribió Qutb después de que el presidente Harry Truman respaldara el traslado de cien mil refugiados judíos a Palestina—. A todos ellos, sin excepción: a los ingleses, los franceses, los holandeses y, por último, a los estadounidenses, en los que tantos habían confiado.»7
El hombre del camarote había conocido el amor romántico, sobre todo los sinsabores del mismo. En una de sus novelas había descrito sin apenas disimulo una relación que había fracasado; después de eso, le volvió la espalda al matrimonio y afirmaba que no era capaz de encontrar una esposa adecuada entre las mujeres «deshonrosas»8 que permitían que se las viera en público, una postura que le condenaría a la soledad y el desconsuelo en la madurez. Seguía disfrutando de las mujeres —estaba muy unido a sus tres hermanas—, pero la sexualidad le intimidaba y se refugió en una coraza de desaprobación. Para Qutb, el sexo era el principal enemigo de la salvación.
La relación más preciada que tuvo en su vida fue la que mantuvo con su madre, Fatima,9 una mujer inculta pero piadosa, que había enviado a su precoz hijo a estudiar a El Cairo. Su padre había muerto en 1933, cuando Qutb tenía veintisiete años. Durante los tres años siguientes fue profesor en varios destinos provinciales, hasta que le trasladaron a Helwan, un próspero barrio de El Cairo, al que enseguida se llevó al resto de la familia para que viviera con él. Su madre, una mujer profundamente conservadora, nunca se llegó a adaptar y siempre estaba en guardia contra las crecientes influencias extranjeras, mucho más evidentes en Helwan que en la pequeña aldea de la que procedía, influencias que también debían de ser patentes en su sofisticado hijo.
Mientras rezaba en su camarote, Sayyid Qutb seguía dudando de su propia identidad. ¿Debía ser «normal» o «especial»? ¿Debía resistir las tentaciones o sucumbir a ellas? ¿Debía aferrarse firmemente a sus creencias islámicas o desecharlas y aceptar el materialismo y el pecado de Occidente? Como todos los peregrinos, había emprendido dos viajes: uno hacia fuera, por el mundo, y otro hacia dentro, hacia su propia alma. «¡He decidido ser un verdadero musulmán!», resolvió. Pero casi de inmediato dudó de sí mismo: «¿Estoy siendo sincero o solo ha sido un capricho?».10
Sus reflexiones se vieron interrumpidas por un golpe en la puerta. De pie, fuera del camarote, había una muchacha a la que describió como delgada, alta y «semidesnuda».11 La chica le preguntó en inglés: «¿Te parece bien que sea tu huésped esta noche?».
Qutb respondió que en la habitación solo había una cama.
«Una cama puede acoger a dos personas», le dijo.
Horrorizado, le cerró la puerta en la cara. «La oí caerse al suelo de madera y me di cuenta de que estaba borracha —recordaría—. Inmediatamente di gracias a Dios por permitirme vencer la tentación y seguir siendo fiel a mi moral.»
Así era el hombre —decente, orgulloso, atormentado y con pretensiones de superioridad moral— cuyo genio solitario desestabilizaría el islam, pondría en peligro a regímenes de todo el mundo musulmán y atraería a toda una generación de jóvenes árabes desarraigados que buscaban un sentido y un propósito en sus vidas y lo encontrarían en la yihad.
Qutb llegó al puerto de Nueva York en las navidades más prósperas que había vivido nunca el país.12 Durante el período de bonanza de la posguerra todo el mundo estaba ganando dinero —los cultivadores de patatas de Idaho, los fabricantes de automóviles de Detroit, los banqueros de Wall Street— y toda esa riqueza estimuló la confianza en el modelo capitalista, al que había puesto a prueba de forma tan brutal la reciente Depresión. El paro parecía algo ajeno a Estados Unidos; oficialmente, la tasa de desempleo se situaba por debajo del 4 por ciento y, en la práctica, cualquiera que quisiera encontrar un trabajo podía conseguirlo. La mitad de la riqueza mundial estaba en manos estadounidenses.13
A Qutb debió de resultarle especialmente duro el contraste con El Cairo mientras deambulaba por las calles de la ciudad de Nueva York, festivamente iluminadas por las luces navideñas y con los escaparates de las lujosas tiendas abarrotados de electrodomésticos de los que solo había oído hablar: televisores, lavadoras y otros milagros tecnológicos que atestaban los grandes almacenes en abundancia. Rascacielos de oficinas y apartamentos completamente nuevos se iban alzando en los espacios vacíos de la línea del horizonte de Manhattan entre el Empire State y el edificio Chrysler, mientras en el centro y en los barrios de las afueras se ejecutaban grandes proyectos para alojar a las masas de inmigrantes.
Era normal que, en un ambiente tan optimista y confiado, con una mezcla de culturas sin precedentes, surgiera el símbolo visible de un nuevo orden mundial: el nuevo complejo de las Naciones Unidas que domina al East River. La ONU era la expresión máxima del internacionalismo legado por la guerra, y sin embargo la propia ciudad encarnaba los sueños de armonía universal mucho mejor que ninguna idea o institución. El mundo entero acudía a Nueva York porque allí estaban el poder, el dinero y una energía cultural transformadora. En la ciudad vivían casi un millón de rusos, medio millón de irlandeses y un número similar de alemanes, por no mencionar a los puertorriqueños, los dominicanos, los polacos y un número desconocido de trabajadores chinos, a menudo ilegales, que también habían encontrado refugio en la hospitalaria ciudad. La población negra de la ciudad había aumentado un 50 por ciento en solo ocho años, hasta llegar a los setecientos mil, y también había refugiados del racismo del sur del país. Una cuarta parte de los ocho millones de neoyorquinos eran judíos, y muchos de ellos habían huido de la reciente catástrofe europea.14 Los letreros de las tiendas y fábricas del Lower East Side estaban en hebreo, y era habitual oír yiddish en las calles. Aquello debió de suponer un desafío para un egipcio de mediana edad que odiaba a los judíos pero que nunca había conocido a ninguno hasta que salió de su país.15 La opresión política y económica formaba parte del pasado de muchos neoyorquinos, posiblemente de la mayoría, y la ciudad les había ofrecido asilo, un lugar en el que ganarse la vida, fundar una familia y comenzar de nuevo. Por eso la emoción que inundaba la exuberante ciudad era el optimismo, mientras que El Cairo era una de las capitales de la desesperanza.
Al mismo tiempo, Nueva York era miserable: superpoblada, crispada, competitiva y frívola, una ciudad sembrada de carteles en los que se leía «Completo». Los alcohólicos roncaban en las puertas de los edificios bloqueando la entrada. Proxenetas y carteristas merodeaban por las plazas del centro de la ciudad bajo las espectrales luces de neón de los teatros de variedades. En el Bowery, las pensiones ofrecían catres por veinte centavos la noche. En los lóbregos callejones se entrecruzaban las cuerdas de tender la ropa. Bandas de rabiosos delincuentes vagabundeaban como perros salvajes por los barrios marginales. Para un hombre que hablaba un inglés elemental,16 la ciudad estaba plagada de peligros imprevisibles y la natural reserva de Qutb hacía aún más difícil la comunicación. Sentía una angustiosa nostalgia. «Aquí, en este extraño lugar, en esta enorme fábrica que llaman el “Nuevo Mundo”, siento como si mi espíritu, mis pensamientos y mi cuerpo vivieran en soledad», le escribió a un amigo de El Cairo.17 «Lo que más necesito aquí es alguien con quien poder hablar —le escribió a otro amigo—, hablar de temas que no sean el dinero, las estrellas de cine, las marcas de coches, mantener una verdadera conversación sobre el hombre, la filosofía y el alma.»
Dos días después de llegar a Estados Unidos, Qutb se registró en un hotel con un conocido suyo de Egipto. «Al ascensorista negro le gustábamos porque teníamos un color parecido», contaba Qutb.18 El ascensorista les ofreció a los viajeros su ayuda para encontrar «diversión». «Mencionó algunos ejemplos de esa “diversión”, perversiones incluidas. También nos contó lo que sucedía en algunas de aquellas habitaciones, en las que podía haber parejas de chicos o chicas. Le pedían que les llevara botellas de Coca-Cola y ¡ni siquiera cambiaban de postura cuando entraba! “¿No les da vergüenza?”, le preguntamos. Se mostró sorprendido. “¿Por qué? Solo están disfrutando, satisfaciendo sus deseos particulares.”»
Esta experiencia, entre otras muchas, no hizo sino corroborar la idea de Qutb de que el contacto sexual conducía inevitablemente a la perversión. Estados Unidos aún estaba conmocionado por la publicación de un prolijo informe académico titulado Conducta sexual del hombre, de Alfred Kinsey y sus colegas de la Universidad de Indiana. El tratado, de 800 páginas y repleto de sorprendentes estadísticas y comentarios graciosos, hizo pedazos los últimos vestigios de mojigatería victoriana como un ladrillo que atravesara una ventana de cristal. Kinsey revelaba que el 37 por ciento de los varones estadounidenses encuestados habían tenido experiencias homosexuales hasta alcanzar el orgasmo, casi la mitad habían mantenido relaciones sexuales extramatrimoniales y el 69 por ciento habían pagado los servicios de prostitutas. El espejo que Kinsey puso frente a Estados Unidos mostraba un país desenfrenadamente lujurioso, pero también confuso, avergonzado, incompetente e increíblemente ignorante. Pese a la diversidad y la frecuencia de la actividad sexual, en aquella época en Estados Unidos casi nadie abordaba nunca las cuestiones sexuales, ni siquiera los médicos. Un investigador de Kinsey entrevistó a un millar de parejas estadounidenses sin hijos que no tenían ni idea de por qué no lograban concebir aunque las esposas eran vírgenes.19
Qutb conocía el informe Kinsey20 y lo citó en escritos posteriores para ilustrar su idea de que los estadounidenses no eran muy diferentes de las bestias: «Un rebaño atolondrado y aturdido que no conoce más que la lujuria y el dinero».21 En una sociedad semejante, cabía esperar una alarmante tasa de divorcios, ya que «cada vez que un marido o una esposa descubre a alguien con una personalidad chispeante, se abalanzan sobre él como si fuera la última moda en el mundo de los deseos».22 Las turbulencias de su propia lucha interior se pueden apreciar en la siguiente diatriba: «Una muchacha te mira, mostrándose como si fuera una ninfa encantadora o una sirena huida, pero a medida que se acerca solo sientes el instinto que clama en su interior y puedes oler su cuerpo ardiente, no un aroma de perfume, sino de carne, solo carne. Carne apetitosa, es verdad, pero carne al fin y al cabo».
Con el fin de la guerra mundial, Estados Unidos obtuvo la victoria, pero no seguridad. Muchos estadounidenses creían que habían derrotado a un enemigo totalitario solo para toparse con otro mucho más fuerte y más insidioso que el fascismo europeo. «El comunismo se extiende inexorablemente por estas tierras míseras —advertía el joven evangelista Billy Graham—, por China, devastada por la guerra, por la convulsa América del Sur y, a menos que la religión cristiana rescate a estas naciones de las garras de los no creyentes, Estados Unidos se encontrará solo y aislado en el mundo.»23
La guerra contra el comunismo también se libraba en el interior del país. J. Edgar Hoover, el maquiavélico director del FBI, sostenía que, en Estados Unidos, una de cada 1.814 personas era comunista.24 Bajo su supervisión, el FBI se consagró casi por completo a descubrir cualquier indicio de subversión. Cuando Qutb llegó a Nueva York, el Comité de Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes había iniciado la vista de un redactor jefe de la revista Time llamado Whittaker Chambers. Chambers declaró que había pertenecido a una célula comunista dirigida por Alger Hiss, un antiguo funcionario de la administración Truman, uno de los fundadores de las Naciones Unidas y en aquel momento el presidente del Carnegie Endowment for International Peace. El país seguía muy de cerca las vistas, que daban cuerpo a los temores de que los comunistas estaban al acecho en las ciudades y los barrios periféricos organizados en células durmientes. «Están en todas partes —afirmaba el fiscal general de Estados Unidos, Tom Clark—, en las fábricas, las oficinas, las carnicerías, en la esquina de la calle, en las empresas privadas, y cada uno ellos porta el germen de la muerte de la sociedad.»25 Estados Unidos creía que peligraba no solo su sistema político, sino también sus tradiciones religiosas. El «ateísmo» era una de las características esenciales de la amenaza comunista y el país reaccionó de una forma visceral a la percepción de que el cristianismo era atacado. «O debe morir el comunismo o debe morir el cristianismo, porque en realidad se trata de una batalla entre Cristo y el Anticristo», escribiría Billy Graham años después, un sentimiento que en esa época compartían gran parte de los cristianos de Estados Unidos.26
Qutb tomó buena nota de la obsesión que empezaba a apoderarse de la política estadounidense. Él mismo era un anticomunista convencido por las mismas razones; de hecho, los comunistas eran mucho más activos e influyentes en Egipto que en Estados Unidos. «Tendremos que seguir el camino del islam o el camino del comunismo», había escrito Qutb un año antes de llegar a Estados Unidos, anticipando la misma escueta formulación de Billy Graham.27 Al mismo tiempo, veía en el partido de Lenin un modelo para la política islámica del futuro, la política que él inventaría.28
En el apasionado análisis de Qutb, había poca diferencia entre los sistemas comunista y capitalista; creía que ambos se ocupaban únicamente de las necesidades materiales de la humanidad y desatendían el espíritu. Predijo que, una vez que el trabajador medio perdiera sus fantasiosas esperanzas de enriquecerse, Estados Unidos se volvería inevitablemente hacia el comunismo, y el cristianismo no podría frenar esta tendencia porque solo existe en el reino del espíritu, «como una visión en un mundo ideal puro».29 El islam, por el contrario, es «un sistema completo»30 que posee leyes, códigos sociales, normas económicas y su propio sistema de gobierno. Únicamente el islam ofrecía una fórmula para crear una sociedad justa y piadosa. Por tanto, la verdadera lucha que acabaría por manifestarse no era una batalla entre el capitalismo y el comunismo, sino entre el islam y el materialismo. E inevitablemente vencería el islam.
No cabe duda de que, aquellas navidades de 1948, la confrontación entre el islam y Occidente no estaba en la mente de la mayoría de los neoyorquinos. Pero, pese a la nueva riqueza que estaba entrando a raudales en la ciudad y la autoconfianza que siempre lleva aparejada la victoria, había un sentimiento generalizado de inquietud por el futuro. «La ciudad, por primera vez en su larga historia, es destructible —había observado el ensayista E. B. White aquel verano—. Un vuelo de aviones no mayor que una bandada de gansos podría poner fin a esta fantasía insular, quemar las torres, destruir los puentes, convertir los túneles del metro en cámaras de la muerte e incinerar a millones de personas.»31 White escribía en los albores de la era nuclear y el sentimiento de vulnerabilidad era algo nuevo. «En la mente de cualquier soñador perverso podría saltar la chispa —observó—, y Nueva York tiene un permanente e irresistible encanto.»
Poco después del comienzo del nuevo año, Qutb se trasladó a Washington,32 donde estudió inglés en el Wilson Teachers College.* «La vida en Washington es buena —admitía en una carta—, sobre todo porque vivo muy cerca de la biblioteca y de mis amigos.»33 Qutb recibía una generosa asignación del gobierno egipcio. «Un estudiante corriente puede vivir bien con 180 dólares mensuales —escribió—. Sin embargo, yo gasto entre 250 y 280 dólares al mes.»
Aunque Qutb procedía de una pequeña aldea del Alto Egipto, fue en Estados Unidos donde descubrió «un primitivismo que nos recuerda la época de las selvas y las cavernas».34 En las reuniones sociales abundaban las charlas superficiales. La gente llenaba los museos y las salas de conciertos, pero no acudían allí para ver y oír, sino más bien impulsados por una desaforada y narcisista necesidad de ser vistos y oídos. Qutb también llegó a la conclusión de que los estadounidenses eran demasiado despreocupados. «Estoy en un restaurante —le escribió a un amigo de El Cairo— y tengo enfrente a un joven estadounidense. Sobre la camisa, en lugar de una corbata, lleva una imagen anaranjada de una hiena y en la espalda, en vez del chaleco, un dibujo al carboncillo de un elefante. Este es el gusto de los estadounidenses en materia de colores. ¡Y la música! Mejor lo dejamos para más tarde.»35 Se quejaba de que la comida «también es extraña». Relata un incidente en una cafetería universitaria cuando vio a una mujer estadounidense echar sal al melón. Le dijo con malicia que los egipcios preferían la pimienta. «Lo probó y dijo que estaba exquisito —escribió—. Al día siguiente le expliqué que algunos egipcios ponen azúcar al melón y lo encontró igualmente delicioso.» También se quejaba de los cortes de pelo: «Cada vez que voy al barbero vuelvo a casa y me peino de nuevo con mis propias manos».36
En febrero de 1949 Qutb ingresó en el hospital de la Universidad George Washington para que le extirparan las amígdalas. Allí, una enfermera le escandalizó al enumerar las cualidades que buscaba en un amante. Él ya estaba prevenido contra el comportamiento atrevido de la mujer estadounidense, «que es plenamente consciente de los atractivos de su cuerpo, de su cara, de sus ojos excitantes, sus labios carnosos, sus pechos turgentes, sus nalgas redondas y sus piernas suaves. Lleva colores vivos que despiertan los instintos sexuales primarios, no oculta nada y añade una risa incitante y una mirada atrevida».37 No es difícil imaginar que debió de ser un blanco irresistible para las bromas de tipo sexual.
El 12 de febrero llegó la noticia del asesinato de Hasan al-Banna, el guía supremo de la Sociedad de los Hermanos Musulmanes, en El Cairo. Qutb relata que oyó barullo en la calle, bajo la ventana de su habitación en el hospital, y preguntó cuál era el motivo de las celebraciones. «Hoy han matado al enemigo del cristianismo en Oriente —cuenta que le dijeron los médicos—. Hoy han asesinado a Hasan al-Banna.»38 Cuesta creer que, en 1949, los estadounidenses estuvieran lo bastante interesados en la política egipcia para alegrarse de la noticia de la muerte de Banna. El New York Times informó del asesinato. «Los seguidores del jeque Hasan estaban fanáticamente dedicados a él y muchos de ellos proclamaban que solo él podría salvar el mundo árabe e islámico», comentaba el periódico.39 Pero a Qutb, que yacía en una cama de hospital en un país extraño y lejano, la noticia le causó una profunda impresión.40 Aunque Qutb y Banna no se habían visto nunca,41 se conocían por su reputación. Habían nacido con una diferencia de pocos días, en octubre de 1906, y habían estudiado en la misma escuela, Dar al-Ulum, un centro de formación de profesores en El Cairo, aunque en épocas diferentes. Como Qutb, Banna era precoz y carismático, pero también era un hombre de acción. Fundó los Hermanos Musulmanes en 1928 con el propósito de convertir Egipto en un Estado islámico. Pocos años después, los Hermanos ya se habían extendido por todo el país y después por todo el mundo árabe, sembrando el germen de la futura insurgencia islámica.
La voz de Banna se apagó justo en el momento en que se publicaba el libro de Qutb Justicia social en el islam, que le consagraría como un importante pensador islámico. Qutb se había mantenido intencionadamente alejado de la organización que creó Banna, aunque compartía algunas ideas sobre el papel político del islam; no obstante, la muerte de su rival intelectual preparó el terreno para su integración en los Hermanos Musulmanes. Fue un momento decisivo, tanto en la vida de Qutb como en el destino de la organización. Sin embargo, en aquel momento crucial, el heredero del liderazgo del resurgimiento islámico estaba solo y enfermo, era un desconocido y se hallaba muy lejos de su hogar.
En realidad, la presencia de Qutb en Washington no pasó totalmente inadvertida. Una tarde fue recibido en casa de James Heyworth-Dunne, un orientalista británico convertido al islam que le habló del peligro que suponían los Hermanos Musulmanes, quienes, en su opinión, impedían la modernización del mundo musulmán. «Si los Hermanos consiguen acceder al poder, Egipto no progresará nunca y será un obstáculo para la civilización», le dijo supuestamente a Qutb.42 Después le ofreció traducir su nuevo libro al inglés y pagarle diez mil dólares, una suma desorbitante para un libro tan poco conocido.43 Qutb rechazó la oferta. Más tarde contaría que Heyworth-Dunne había intentado reclutarle para la CIA. En cualquier caso, diría, «ya había decidido unirme a los Hermanos incluso antes de abandonar la casa».44
Greeley (Colorado), era una floreciente comunidad agrícola situada al nordeste de Denver cuando el convaleciente Qutb llegó en el verano de 1949 para estudiar en el Colorado State College of Education.* En aquella época, el centro tenía fama de ser una de las instituciones docentes más progresistas de Estados Unidos. Los cursos de verano siempre estaban repletos de profesores de todo el país, que acudían para obtener titulaciones superiores y disfrutar del clima fresco y de sus magníficas montañas.45 Por las tardes había conciertos, conferencias, programas Chautauqua y representaciones teatrales al aire libre en las frondosas zonas comunes del campus. La universidad instalaba carpas de circo para poder acoger las clases que no cabían en el edificio principal.
Qutb pasó seis meses en Greeley, el período más largo que residió en una ciudad estadounidense. Greeley contrastaba en extremo con las desagradables experiencias que había vivido en las vertiginosas ciudades de Nueva York y Washington. En realidad, pocos lugares del país debían de ser más compatibles con la hipersensibilidad moral de Qutb. Greeley había sido fundada en 1870 como una colonia del movimiento contra el alcohol por Nathan Meeker, redactor de la sección de agricultura del New York Tribune. Meeker había vivido antes en el sur de Illinois, cerca de Cairo, más arriba de la confluencia de los ríos Ohio y Mississippi, en la zona del estado llamada «Little Egypt». Convencido de que las grandes civilizaciones nacían en valles fluviales,46 fundó su colonia en el fértil delta situado entre los ríos Cache la Poudre y South Platte. Meeker confiaba en transformar el «gran desierto americano» en un paraíso agrícola gracias al riego, como habían hecho los egipcios desde los inicios de la civilización. Horace Greeley, director de Meeker en el Tribune, apoyaba enérgicamente la idea y pronto su ciudad homónima se transformó en una de las comunidades planificadas más famosas de la nación.47
Los primeros colonos de Greeley no fueron jóvenes pioneros, sino personas de clase media y mediana edad. Viajaban en tren, no en carreta o diligencia, y llevaban consigo sus valores y principios. Pretendían crear una comunidad que pudiera servir de modelo para las ciudades del futuro, una comunidad inspirada en las virtudes obligatorias que se exigían a cada colono: laboriosidad, rectitud moral y templanza.48 Con semejantes fundamentos, no cabía duda de que iba a surgir una civilización próspera y purificada. De hecho, cuando Sayyid Qutb descendió del tren, Greeley era el asentamiento más importante entre Denver y Cheyenne.
La vida familiar era el centro de la sociedad de Greeley; no había bares o tiendas de bebidas alcohólicas y parecía como si hubiera una iglesia en cada esquina. La universidad se vanagloriaba de tener uno de los mejores departamentos de música del país y organizaba frecuentes conciertos, que debió de disfrutar enormemente el melómano Qutb. Por las tardes, eminentes pedagogos hablaban en el salón de actos. James Michener, que acababa de ganar el premio Pulitzer por su obra Tales of South Pacific, había regresado para impartir un taller de escritura en la escuela donde había estudiado y enseñado desde 1936 hasta 1941.49 Por fin Qutb había ido a parar a una comunidad que ensalzaba las actividades que él tenía en tan alta estima: la educación, la música, el arte, la literatura y la religión. «La pequeña ciudad de Greeley en la que ahora resido es hermosa, muy hermosa —escribió poco después de llegar—. Cada una de las casas es como una planta que florece y las calles son como senderos de un jardín. Los propietarios de estas casas trabajan duro en su tiempo libre, regando el césped y arreglando sus jardines. Eso es todo lo que parecen hacer.»50 Lejos quedaba el ritmo de vida frenético de Nueva York que tanto molestaba a Qutb. Aquel verano, el Greeley Tribune publicaba en primera plana un artículo que relataba cómo una tortuga había conseguido cruzar con éxito una calle del centro.
Y, sin embargo, en Greeley también había inquietantes corrientes subterráneas que Qutb detectó pronto. A menos de dos kilómetros al sur del campus se encontraba Garden City, una pequeña población repleta de tabernas y tiendas de licores que se escapaba al control de los abstemios de Greeley.51 El nombre del pueblo tiene su origen en la época de la Prohibición, ya que los contrabandistas locales de alcohol ocultaban las botellas de licor en sandías que vendían a los estudiantes universitarios. Siempre que había una fiesta, los estudiantes visitaban «el jardín» para hacer acopio de provisiones. A Qutb debió de impresionarle la disparidad entre la sobriedad de Greeley y la depravación de Garden City. De hecho, el fracaso del movimiento antialcohólico en Estados Unidos se ganó el desprecio de Qutb porque este creía que el país no había logrado alcanzar un compromiso espiritual con la sobriedad, algo que solo un sistema global como el islam podía aspirar a imponer.
En Estados Unidos también tomó plena conciencia de ser un hombre de color. En una de las ciudades que visitó (no dice cuál) vio a una turbamulta blanca apalear a un hombre negro: «Le dieron patadas hasta que su sangre y su carne se mezclaron en la vía pública».52 No es difícil imaginar lo amenazado que debió de sentirse este viajero de piel oscura. Incluso en la progresista colonia de Greeley los miedos raciales provocaban tensiones. Pocas familias negras residían en la población y la mayoría de los indios ute habían sido expulsados por el estado después de una batalla en la que catorce soldados de caballería perdieron la vida y Nathan Meeker, el fundador de Greeley, la cabellera.53 En los años veinte se importó mano de obra mexicana para que trabajara en los campos y mataderos. Aunque ya se habían retirado los letreros que prohibían a los mexicanos permanecer en la ciudad después de que anocheciera, la iglesia católica todavía tenía una entrada separada para los no blancos, que debían sentarse en el piso superior. En el bonito parque situado detrás del palacio de justicia, los anglosajones ocupaban el lado sur y los hispanos el norte.
Los alumnos extranjeros de la universidad se encontraban en una posición incómoda en ese entorno cargado de tensión racial. Los alumnos de África, América Latina y Asia, así como algunos hawaianos, constituían el núcleo del Club Internacional, en el que ingresó Qutb. La universidad también albergaba a una pequeña comunidad de Oriente Próximo54 que incluía a algunos refugiados palestinos y a varios miembros de la familia real iraquí. Por lo general, los ciudadanos de Greeley les trataban bien y solían invitarles a sus casas a comer o con motivo de celebraciones. En una ocasión, a Qutb y a varios amigos suyos les expulsaron de un cine porque el propietario pensó que eran negros. «Pero somos egipcios», dijo un miembro del grupo.55 El propietario se disculpó y les propuso que entraran, pero Qutb no aceptó, molesto porque se admitiera a los negros egipcios pero no a los negros estadounidenses.
Pese a las tensiones de la ciudad, la universidad mantenía una actitud progresista en lo referente a las cuestiones raciales. Durante los cursos de verano acudían a Greeley muchos alumnos de las facultades de ciencias de la educación para negros del sur, pero solo había un par de estudiantes negros durante el año académico normal. Uno de ellos era Jaime McClendon, el ídolo futbolístico de la facultad, que era miembro del Club Internacional y compartía habitación con uno de los palestinos. Como los barberos de Greeley se negaban a atenderle, tenía que ir hasta Denver cada mes para que le cortaran allí el pelo. Finalmente, varios alumnos árabes le acompañaron hasta la barbería local y se negaron a marcharse hasta que atendieran a McClendon.56 Qutb escribiría más tarde que el «racismo había hecho descender a Estados Unidos de la cima de la montaña al pie de la misma, arrastrando consigo al resto de la humanidad».57
La temporada futbolística de 1949 fue funesta para el Colorado State College of Education. McClendon se perdió la temporada por culpa de una lesión y el equipo perdió todos los partidos, incluida una memorable derrota (103-0) ante la Universidad de Wyoming. El espectáculo del fútbol americano no hizo sino confirmar la opinión de Qutb sobre el primitivismo de Estados Unidos. «El pie no desempeña ninguna función en el juego —reseñaría—. En su lugar, cada jugador intenta llevar el balón en sus manos, correr con él o lanzarlo a la portería, mientras los jugadores del otro equipo tratan de impedírselo por todos los medios, entre los que se incluyen propinarle patadas en el estómago o romperle violentamente el brazo o la pierna. […] Entretanto, los aficionados gritan “¡Rómpele el cuello! ¡Ábrele la cabeza!”.»58
Sin embargo, la verdadera amenaza para este egipcio soltero y solitario la representaban las mujeres. Mucho más que la mayoría de las colonias del oeste de Estados Unidos, Greeley exhibía una estética marcadamente femenina. No era una ciudad fundada por mineros, tramperos o trabajadores del ferrocarril que vivieran en un mundo en el que apenas hubiera mujeres; Greeley había estado habitada desde el principio por familias cultas. La influencia femenina era evidente en las acogedoras casas, con sus amplios porches delanteros, en las prácticas y ordenadas tiendas, las bonitas escuelas públicas, la arquitectura de edificios bajos y el ambiente político relativamente progresista, pero en ningún otro lugar se manifestaba de forma más enérgica que en la propia universidad. El 42 por ciento de los 2.135 alumnos que se inscribieron durante el semestre de otoño eran mujeres, en un momento en que la media nacional de matriculación femenina se situaba en torno al 30 por ciento. No había departamentos de empresariales o ingeniería; por contra, destacaban tres grandes disciplinas en la universidad: educación, música y teatro. Muchachas de ciudades como Denver y Phoenix, chicas del campo procedentes de las granjas y ranchos de las llanuras y jóvenes de las pequeñas poblaciones montañesas acudían atraídas por la reputación nacional de la institución y porque las mujeres se sentían privilegiadas en su campus. Allí, entre los edificios de ladrillo amarillo que enmarcaban las extensas zonas de uso común, las muchachas del oeste tenían una libertad que la mayoría de las mujeres estadounidenses aún tardarían déc