Los horrores de la Guerra Civil

José María Zavala

Fragmento

PERSONAS CON NOMBRES Y APELLIDOS

Camino del setenta aniversario de su estallido, la Guerra Civil sigue siendo una historia de buenos y malos, según se mire. Durante el franquismo, los «buenos» fueron los nacionales, considerados héroes y mártires de una Cruzada contra «la bestia marxista y masónica» alentada desde el poder. De «malos» se tildó en cambio a los republicanos, también llamados «rojos», obstinados en defender un régimen frentepopulista que obtuvo la victoria en las elecciones, en lugar de en la guerra.

Pero desde el final del franquismo, el 20 de noviembre de 1975, han proliferado autores que, con parcial ánimo revisionista, inclinan del lado de los sublevados la balanza de los crímenes cometidos durante la contienda civil. Como las huellas de la Historia son indelebles, estos historiadores tratan de disimular las atrocidades cometidas en la retaguardia republicana aferrándose a un frágil argumento: en zona republicana, según ellos, la represión se debió a elementos incontrolados que las autoridades trataron de sofocar sin éxito la mayoría de las veces, mientras que en el bando nacional fueron los propios jefes militares quienes ejecutaron un maquinado y meticuloso plan de exterminio que segó las vidas de decenas de miles de civiles. Tergiversación pura. En los casi tres años que duró la encarnizada lucha, del 18 de julio de 1936 al 1 de abril de 1939, y especialmente en los primeros meses de la contienda, hubo que lamentar millares de asesinatos en ambas retaguardias que nada tuvieron que ver con los ideales por los que se luchaba y sí, en cambio, con el odio, la envidia y la crueldad de quienes los cometieron con absoluta impunidad.

Injustamente para las víctimas, el debate de la represión se ha centrado obsesivamente en un discurso de las cifras, en limitarse a dirimir, muchas veces con sesgo partidista, cuál de los dos bandos asesinó más. ¿A qué historiadores se debe creer? ¿A Hugh Thomas, que estimó en 55.000 (antes había dicho que 60.000) los asesinatos registrados en zona republicana y en 75.000 (antes 50.000) los perpetrados en la nacional? ¿Tal vez a Gabriel Jackson: 200.000 muertos (en 1965 aseguró que fueron 400.000) a manos de los nacionales y diez veces menos en el bando contrario, cifras que comparten autores franceses como Broué y Témine, Max Gallo y Pierre Villar, o españoles como Tuñón de Lara y Tamames? ¿Quizás a Ramón Salas Larrazábal: 72.500 víctimas en la retaguardia republicana y 35.500 en la nacional? ¿O puede que a Santos Juliá y a un grupo afín de historiadores: 81.095 víctimas de la represión nacionalista en la guerra y la posguerra en 24 provincias (el doble para el conjunto de España), frente a 37.843 asesinados en 22 provincias bajo control republicano?

Este vertiginoso baile de cifras ya lo zanjó ingeniosamente el inefable Ortega y Gasset cuando, recién llegado a París en agosto de 1936, dejó mudo a un contertulio que había admitido las tropelías del bando nacional apresurándose a matizar que eran casi insignificantes comparadas con las de los republicanos: «Mire usted, cuando se llega a lo métrico decimal, mal asunto», replicó el maestro filósofo.

La ofuscación en las cifras solapa aún hoy la valiosa historia oral de la guerra que conforman los desgarradores testimonios de supervivientes y testigos transmitidos de una generación a otra, de padres a hijos, de abuelos a nietos. Fusilamientos, violaciones, mutilaciones y decapitaciones, infanticidios, enterramientos de vivos, cadáveres devorados por las fieras, linchamientos, fosas colectivas, juicios sumarísimos… Horrores de los que dan fe numerosos testimonios seleccionados en estas páginas. La mayoría de éstos merece todo el crédito al haber sido relatados por los propios supervivientes o por testigos directos de la barbarie. La amnesia histórica, ese defecto por desgracia tan español, se combate aquí con los testimonios que rescatan del olvido a numerosas víctimas con nombres y apellidos. Porque, acordarse, casi todos lo hacen de ilustres caídos en la retaguardia republicana como José Antonio Primo de Rivera, Melquíades Álvarez, Ramiro de Maeztu, Pedro Muñoz Seca o los ex ministros de la República Gerardo Abad, Manuel Rico Avello y Rafael Salazar. Tampoco escapan a la memoria otros como Federico García Lorca, Blas Infante o Manuel Carrasco Formiguera, asesinados en la retaguardia nacional. ¿Pero quiénes recuerdan a Teresa Monje, Esteban Zuloaga, Fernando Mora, Francisco Pérez Carballo o al minero de Villablino fusilado en presencia de sus hijos que, como tantos otros, engrosan la injusta relación de preteridos de nuestra Guerra Civil?

He rescatado historias para no dormir de obras más o menos actuales y de otras muchas que no se editan desde hace más de sesenta años, algunas de las cuales se publicaron durante la guerra fuera de España, en países como México, Cuba o Francia. Trabajos que he adquirido en numerosas visitas a librerías de viejo o que he podido consultar en la biblioteca de la Fundación Universitaria Española, junto a verdaderos frescos del horror retratados por la pluma de los corresponsales españoles y extranjeros en diarios de la época.

Al tesoro de la historia oral podría añadir relatos de mi padre, que milagrosamente escapó a uno de los «paseos» en zona republicana. Terribles anécdotas que despertaron en mí, de adolescente, una curiosidad en parte morbosa por conocer más episodios de ese tipo. Recuerdo uno de ellos como el más pavoroso que jamás he escuchado. Por más que le insistí, mi padre jamás me reveló los nombres ni el lugar. Al principio no entendí su resistencia, pero luego intuí por qué razón callaba. Su historia decía más o menos así:

«—Hoy vas a comer de lujo. Ya verás qué carne más buena te voy a dar… y además tienes toda la que quieras para repetir —dijo sonriente el carcelero.

»El preso, incrédulo al principio, acabó rindiéndose ante el plato rebosante de filetes, chuletas, costillas y hasta higaditos que le traía su guardián. Un suculento manjar, que si no hubiera podido tocarlo, lo habría confundido sin duda con un espejismo en el asfixiante desierto de su celda. La hambruna había dejado en los huesos al reo cincuentón, que comió, sin masticar casi, hasta sentirse saciado. Al terminar, el carcelero se interesó por el menú:

»—¿Estaba tierna y sabrosa la carne? —preguntó con sarcasmo.

»—Riquísima, desde luego —contestó agradecido el comensal.

»—¡Pues pásmate, porque te has comido la carne de tu propio hijo! —replicó el indeseable sádico».

Relatos como éste dan idea de hasta dónde alcanzó la fiereza de la represión. No he querido limitarme a reflejar los horrores en una sola zona de la contienda, como han hecho autores de uno u otro signo, sino que he tratado de compendiar las tragedias en un mismo trabajo. Lamentablemente en la Guerra Civil, como en todas las luchas fratricidas, los hechos dan la razón al pensador británico Thomas Hobbes: «El hombre es el lobo para el hombre».

Alpedrete, 27 de julio de 2003

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