Existiríamos el mar

Belén Gopegui

Fragmento

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En el piso de una calle del mundo se comparten vidas, grifos, bombillas de luz fría y de luz cálida. Lena, pelo corto, un poco más alta de lo frecuente, cuarenta y dos años, mete la llave en el portal 26 de la calle Martín de Vargas, sube las escaleras hasta el tercero C y deja las dos bolsas, una de naranjas, otra con pan, cebollas y media calabaza. Se quita el abrigo y se sienta.

Hay silencio en la casa. Dentro de un rato llegará Ramiro, tiene cuarenta y tres años, el cuerpo grande, suele vestir de negro; en el pelo, negro también, se abren camino las primeras canas. Ramiro trabaja en una gran cadena especializada en construcción, decoración y bricolaje, hace unas semanas que rompió con su última pareja. Enseguida llegará Camelia, de cuarenta y un años, madre de una hija de nueve que pasa este curso en Valencia con su padre. Camelia, o Camila o Cami, como la llaman a veces, es responsable administrativa en una gran empresa constructora y dedica sus horas sindicales a trabajar dos o tres días a la semana en las oficinas del sindicato. Luego, si no hubiera pasado lo que ha pasado, llegaría Jara, pero Jara se ha ido; y, más tarde, Hugo, desarrollador web, flacucho, cuarenta recién cumplidos. Nunca supuso que a su edad viviría así, en un piso colectivo. Aparte de Raquel, la hija de Camelia, dos sobrinos de Hugo están temporadas con ellos, y también acogen a la sobrina de Lena de vez en cuando. Tienen una especie de hueco-habitación en el salón y camas grandes en sus habitaciones. En el cuarto de Camelia, hay una cama de más para Raquel. El cuarto de Jara está vacío. Ha pasado ya una semana desde que se fue.

Muchas veces Lena ha pensado que le gustaría que su vida fuera emocionante. No como las cosas pequeñas, cotidianas, que a veces la emocionan, sino como esa clase de emoción cercana a la aventura y a lo extraordinario. Y no como los días peores de la epidemia, aquello no fue emocionante, fue difícil para la mayoría, muy difícil para un grupo enorme de gente, y lo sigue siendo. Las cosas emocionantes tienen resultados inciertos con promesas, pero no cualquier promesa: la promesa de que pase algo nuevo, un poco increíble y transformador, seguramente bueno. En una historia, los crímenes también son lo que se suele entender por emocionante, al menos algunos crímenes en algunas historias. Porque hay misterio, supone Lena, en el proceso de averiguar, y hay poder en el hecho de quitar la vida y en el de lograr aunque sea una restitución mínima. Además, hay enfrentamientos acabados, completos, y lo que se consuma es emocionante.

En su vida, sin embargo, y es una descripción más que una queja, hay bruma, complicaciones, las cosas suelen girar en torno a la necesidad de no perder, que no se parece a ganar, sino a mantenerse en esa zona donde no hay victorias ni derrotas absolutas y donde la tensión cansa. Eso no es lo que ella entiende por una promesa.

Y ahora, ¿el que Jara se haya ido, el que no puedan encontrarla y sientan inquietud y miedo por lo que le haya podido pasar es emocionante, o es solo un fallo más entre todos los que aparecen en las vidas de vez en cuando?

Lena creyó que investigar en un laboratorio sería emocionante, que la promesa de descubrir algo, de hacer avanzar la ciencia y la lucha contra la enfermedad la colmaría. Cuando eligió sus estudios tenía un modelo, Jonas Salk, el que donó la vacuna de la polio a la humanidad, y ante la pregunta de por qué no la había patentado, contestó: ¿Acaso se puede patentar el sol? Pero todo eso está tan lejos de lo que ella hace. Tampoco con la epidemia ha podido contribuir en nada. Les obligaron a trabajar más días de lo que hubiera sido prudente y en ningún momento pensaron siquiera en poner ese trabajo al servicio de lo que estaba ocurriendo. No pudo participar entonces, ni puede ahora, en la decisión de lo que van a investigar, apenas tiene autonomía para opinar sobre cómo hacerlo, y no tiene ninguna para elegir a quién beneficiará. Ha trabajado en la universidad y en tres empresas distintas, y eso nunca ha cambiado. Si está pronto en casa es porque ayer pasó la noche en el laboratorio y hoy solo ha ido tres horas por la tarde. Tenía tantas ganas de llegar pronto y darle una sorpresa a Jara, que pasa, pasaba, se corrige, allí sola casi todo el día. Ya no, hace cuatro días que no. Y aún no entiende por qué no se ha despedido. Jara no es su pareja; es su amiga, indecisa, obsesiva, amada.

Ramiro y Camelia habían desayunado con ella. Por la noche, al ver que no volvía ni respondía a las llamadas, aunque no era lo habitual supusieron que estaría con alguien. Pero al día siguiente Ramiro entró en su habitación buscando una grapadora, entonces lo vieron. Jara había dejado su móvil sobre la cama y había borrado el contenido, según comprobarían más tarde. Le había quitado las tarjetas. Las encontraron en la papelera, cortadas. Sobre la mesa había dejado su tarjeta de crédito además de doscientos noventa euros, el precio aproximado de un mes de alquiler de su habitación, pues al estar en paro ella pagaba menos que los demás. Se había llevado algunas cosas. Todo parecía indicar que Jara no solo quería irse; también quería, de algún modo, de­saparecer. Se preocuparon. Jara no era la persona más estable del mundo. Pero irse así, de esa manera, sin un motivo. Cuando huyes, dijo Ramiro, es porque alguien te persigue. No siempre, dijo Camelia y sus mejillas, cubiertas a menudo por dos alas de mariposas rosadas, parecieron más rojas, y más brillante su melena de pelo crespo.

Esperan recibir un mensaje en cualquier momento, incluso una carta, o que alguien les vaya a ver y les diga algo. No han avisado a la policía, aunque sí han hablado con su médica pues es también amiga de hace años y, por ese lado, están tranquilos. «Creo que no quiere que la encuentren, ni que la encontremos», dijo Hugo ayer. Lena no contestó. En cierto modo puede que Hugo tenga razón: habría sido tan fácil para Jara dejar una nota. Pero Lena duda: tal vez el motivo de que no haya dejado esa nota no es que no quiera que la busquen; tal vez solo obedezca a que las cosas que son fáciles para muchas personas, para Jara no lo son. Si Jara estuviera oyéndola pensar ahora, sacudiría, piensa Lena, la cabeza. Le gustaba contar la historia de un estudio según el cual las niñas y niños menores de dos años que dormían con luces nocturnas tenían mayor propensión a la miopía. «Sin embargo… —continuaba poniendo voz de gran suspense—, más tarde, otras investigaciones mostraron a su vez que las madres y padres miopes tenían mayor propensión a mantener las luces encendidas durante la noche. De manera que… ¿la propensión a la miopía sucedía por la luz encendida en la noche, por la herencia de los progenitores, por ambas? ¿Tal vez la luz encendida no tenía nada que ver y era solo un factor de confusión? Y Lena, Lena, tú me lo contaste: ¿qué hay de esos miles de personas a quienes les dolía el estómago, les detectaron una úlcera y se sintieron culpables por su estrés o angustiadas por no poder abandonar la situación que, al provocarlo, destruía su estómago? Se guiaban por una explicación equivocada. Después alguien descubre la bacteria causante de la úlcera. Ah, ahora sí que tenemos explicación exacta. Y sin embargo: no. Tenemos una parte, sabemos cómo solucionar los principales inconvenientes. Pero cualquier día se encuentra una explicación que contenga piezas que hoy nos faltan: entonces creeremos que esa sí que es la correcta.»

Solían contestar que la vida era rara en sí misma y a veces hacías algo con un propósito y el resultado era el contrario. Jara entonces fingía ponerse melodramática, gesticulaba y decía cosas como que, claro, como sus vidas se deslizaban con relativa facilidad, no necesitaban entender cuáles eran los factores de confusión. Los aludidos simulaban protestar, se escandalizaban y reían, aunque en el fondo sabían que tenía razón. Los cuatro soportaban presiones duras en sus trabajos y las cosas habían ido a peor por las consecuencias de la pandemia. El supuesto vendaval de sentido común que debería haber soplado después ¿dónde estaba? La crisis, no económica sino de una determinada manera de entender la economía, seguía cobrándose víctimas, más despidos, peores condiciones, más reclamaciones no atendidas. Pero Hugo, Lena, Ramiro y Camelia contaban con algo que a ella le faltaba: un empleo, y la confianza, siquiera relativa, en que no se les iría el carácter de las manos. Tal vez Jara tenía una alteración leve de sus procesos mentales, o tal vez solo una clase de sufrimiento común y diferente del de otras personas, fruto de experiencias acumuladas. Ella no había aceptado nombres, ni diagnósticos, y sus circunstancias le habían permitido vivir sin ellos. A veces pensaba que podría intentar hacerse cargo con más fuerza de su carácter, de su incompetencia para algunas cosas que millones de personas asumían con normalidad. Otras, que no se elige el color de los ojos y que algunos gestos desmañados del ser en el mundo no siempre se podían corregir. Aunque no paraba de intentarlo, había una suerte de hecho estadístico en la alta frecuencia con que no encajaba, con que dejaba todo colgado sin avisar, y decía lo que no debía, con valor o sin querer. Y era, sí, obsesiva como un arma encasquillada, el casquillo de la bala sin disparar seguía en su cabeza: no podía disparar otra y no podía dejar de moverse alrededor de lo no sucedido.

Jara seguía con su declamación: «Cuando los tropiezos son momentáneos y leves, cuando no se toca fondo, entonces no hay más preguntas: la causa de que haya arroz en el plato es que pusisteis arroz a hervir. Si hubierais puesto zanahorias, habría zanahorias. No puede pasar que calentéis arroz y agua en un cazo y el resultado sea un plato de zanahorias. Pero la vida humana es más complicada que un plato de zanahorias, ¿o no? Cuando se trata de las personas los factores de confusión pueden ser casi infinitos. ¿Por qué pasó lo que pasó? No digáis que no vale la pena preguntárselo, no digáis que lo pasado nunca puede evitarse. Seguimos preguntándonos y suponemos que, aunque no podamos cambiar lo que pasó, sí podremos evitar que en el futuro sucedan cosas parecidas. ¡Además! No es una suposición sin fundamento: los errores se corrigen; lo que no se sabía, se aprende. Os perdéis porque tomáis el autobús equivocado. Os bajáis. Retrocedéis hasta llegar a la parada del autobús, esperáis al autobús correcto, os subís y llegáis al lugar elegido. ¿O no?».

Y bromeaban: Sí, oh, te escuchamos, y hacían reverencias. Entonces ella reía pero sin transición bajaba la voz, se sentaba, y concluía ya con normalidad y un ligero deje de angustia: «La vida diaria no es tan regular y previsible como un trayecto de autobús. ¿Con cuántos factores de confusión podemos tratar al mismo tiempo? ¿Cuántos factores de confusión pueden soportar una calamidad, una fiesta, estar en paro, un propósito?».

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Lena ha oído los pasos de Ramiro en la escalera. Conoce bien su sonido, Ramiro golpea los peldaños con los pies con una mezcla de alegría y rabia: está cansado del trabajo, ha perdido más tiempo en el metro del que hubiera querido, es tarde y, al mismo tiempo, ya está fuera del trabajo, ha llegado, ya está en casa.

—Hola, Len —dice Ramiro en voz baja, con una timidez que no casa con su cuerpo grande.

Len es como la llamaba Jara, los demás también lo hacían a veces. Ramiro al usarlo quiere entregarle su cercanía y su preocupación, pero no está seguro de que sea la mejor manera. Lena se acerca y le abraza con un poco más de intensidad de la normal.

—Hola, lindo. ¿Cómo estás?

—Cansado. No dormí bien y esta tarde me toca reparto en la cooperativa de consumo. Voy a echarme un rato.

Lena asiente. Después, como le pasa a veces, entra en el cuarto de Jara sin proponerse entrar, ha echado a andar y de pronto está ahí, sentada en la cama de Jara. Apoya sus manos sobre la funda nórdica color cereza. Mira la ventana, el aluminio le resulta tan mustio ahora. Otros días, Lena ha intentado ponerse en el lugar de Jara, reconstruir hacia atrás para encontrar alguna señal que pueda mostrarle cuándo empezó a planear su marcha. Hoy se fija en los libros de la mesilla y escoge el que está encima de todos. Es un libro divulgativo sobre Spinoza, tal vez esté dirigido a adolescentes. Lena se levanta, lo leerá por las noches, quién sabe, tal vez encuentre en un subrayado una señal. Al cogerlo, ve debajo un marcapáginas con la silueta de un edificio en tonos anaranjados. Pertenece a una librería que cerró hace años. Lena le da vuelta y ve algo escrito. Lo lleva a su cuarto.

La funda de su edredón es blanca y negra, Jara y ella fueron juntas a comprar las dos fundas hace tres años, se rieron cumpliendo ritos de la pareja que no eran y recuerda que Jara le dio una charla completamente documentada sobre almohadas. Lena se tumba en la cama, apoya la espalda en una de esas almohadas que también compraron juntas y lee lo que está escrito en el marcapáginas. Es una cita entrecomillada: «Cuidémonos para ser peligrosas juntas». Lena reconoce el texto. Pertenece a una camiseta que les regaló Renata, la madre de Jara, hace unos años. En la camiseta el texto está en inglés: «Take care of each other to be dangerous together». Las hace una editorial de fanzines y libros que se desvían de la norma y que ellas leen a menudo. La camiseta es blanca, de manga corta. Lena supone, o quiere suponer, que el hecho de que no solo copiara el texto sino que lo tuviera tan a mano significa algo; muestra, tal vez, que no se ha limitado a escapar por un brote incontenible de angustia, para vivirlo sin testigos. Sabe que Hugo piensa eso, y que a veces Camelia también. Ramiro es más callado, es difícil saber qué pasa por su cabeza. En cuanto a ella, también a veces lo ha pensado. Tiene su lógica. Jara lleva años rompiéndose y puede haber querido romperse del todo lejos, renunciar por fin a mantener el tipo en una ciudad donde existir resulta cada vez más difícil. Sin embargo, Lena sabe lo mal que Jara se lleva con la resignación; esa frase habla de una actitud distinta.

Suena la llave en la puerta; es Hugo. A un lado la melena castaño rojiza de la mitad izquierda de la cabeza, al otro la mitad que empezó a raparse desde hace un año. Nadie en la casa recuerda ya cómo era antes su aspecto, porque es como si Hugo hubiera encontrado en esa forma de cortarse el pelo la expresión de su manera volátil de ser. Ha visto la luz encendida en el cuarto de Lena y llama a la puerta entreabierta. Lena, desde la cama, le dice que pase. Hugo entra, se tumba a su lado.

—Mmmm, quédate —dice Lena.

Hugo se levanta, coge la manta que está doblada sobre una silla y los dos se tapan con ella.

—¿Estabas de bajón, aquí metida a esta hora, o es solo una siesta?

—No es siesta, tengo que salir en un rato, pero supongo que un poco de falta de fuerzas sí es. Ya sabes, Jara, esto de no poder hacer nada. ¿Qué tal tu día?

—Intensito. Ahora necesito meterme debajo de una capa de algo y no salir.

—Pues yo soy tu capa —dice Lena y se queda en silencio, abrazada a Hugo, con la libertad que les da un afecto de años.

La tarde se va poniendo oscura y cada vez más fría. Lena acaricia la frente y la cabeza de Hugo; luego, poco a poco, empieza a moverse. Le gustaría quedarse ahí un rato más, leer junto a Hugo o sola. Pero se ha comprometido a ir al centro social del barrio y aunque fuera haga frío y le dé pereza el metro agradece la obligación de salir otra vez. Porque teme a las cajas de cerillas de las habitaciones y su propio y excesivo gusto por el silencio y la soledad. Se levanta y arropa bien a Hugo, que se ha quedado dormido.

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En la calle se cruzan Lena y Camelia. Cada una va metida en sus pensamientos y ninguna se detiene, solo rozan las manos y las aprietan un instante. El viento envuelve los cuerpos, junto a la boca de metro las personas parecen apresurar el paso. En el vagón Lena piensa que está harta de algunos comentarios de gente que dice: ¡A los cuarenta años compartiendo piso, qué horror! Porque vale que sí, que comparten piso porque el sueldo no llega, pero no es el único motivo. Para ella, Jara es una hermana aunque no es igual que una hermana, la ausencia de lazos familiares crea un vínculo distinto. Por otro lado, sería tramposo reivindicar la falta de medios o la austeridad cuando no son una elección. De acuerdo, claro, pero ella se alegra de haber tenido que compartir piso; le gustaría poder decirlo y que se entienda que no está apoyando el mercado inmobiliario, ni pagar mal a quienes menos tienen, ni ninguna otra clase de basura.

A la salida, Lena se topa con un hombre de unos setenta años que lleva una muleta en una mano y un bastón en la otra. Arrastra por el suelo un gabán sucio, una mueca en la cara le hace parecer ausente, imprevisible; crea una zona vacía a su alrededor. Aunque Lena sigue su camino, ahora le falta energía, recuerda esa mueca y piensa que cualquiera puede acabar siendo ese hombre, solo tienen que torcerse tres o cuatro cosas a la vez y luego, de improviso, una quinta. Tal vez Jara se ha ido porque un día también se cruzó con ese hombre, se vio en él.

Cuando llega al centro social encuentra a cinco personas. Dos son nuevas, hablan con las demás como si ya se conocieran. Hay una sesión para enseñar a usar algunas herramientas de software libre a las personas que vayan llegando. Lena saca su portátil de la mochila. El local está limpio y ordenado, aunque las paredes necesiten una mano de pintura. Hace unos años, Lena todavía tenía que defenderse en las discusiones cuando la acusaban de rodearse de una estética cutre y siempre provisional. Entonces parecía que había elegido deliberadamente una forma de vida distinta a la de su entorno. Hoy todo eso se ha borrado y ya no tiene que explicar que ella no elegía, sino que se iba moviendo hacia lugares donde vivir no exigiese estar compitiendo todo el rato. Y es que hoy son muchas las personas de su entorno que buscan lugares así para curarse de las presiones y construir algo distinto. Dentro de un mes o de un año les echarán del centro social. Y volverán a empezar. Claro que preferiría consolidar espacios, lugares, grupos. Pero la vida se juega en un periodo de tiempo limitado.

Dos mujeres necesitan software libre para hacer funcionar sus ordenadores sentenciados por Windows y que son los únicos que tienen. Lena se sienta a su lado, les va enseñando lo que aprendió primero con Hugo y luego un poco por su cuenta: instalan un sistema operativo gnu/linux, las ayuda con lo ligeramente complicado, como lograr que funcione el adaptador inalámbrico. Ellas comprueban encantadas que pueden conectarse, navegar y escribir en un aparato que creían destinado al punto limpio. Le preguntan qué hacer si surgen otros problemas. Lena les muestra los foros donde encontrar ayuda.

Cuando llega a casa, ya en las escaleras le llega el olor al guiso de patatas que hace Ramiro. La cocina parece un huerto, pues aún están sin guardar las demás verduras de la cesta del mes. Camelia pone la mesa, Ramiro va a despertar a Hugo. Cenan juntos, hilan conversaciones sobre alguna situación absurda que les hace reír.

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Ramiro termina de organizar su pasillo en la multinacional de bricolaje y decoración.«Lleno, limpio, balizado», el mantra de cada mañana. Que toda la mercancía esté colocada, que las estanterías estén limpias, y que estén puestas todas las etiquetas. Quince metros a cada lado, dos metros y medio de altura, un metro lineal de separación. Mantiene una relación cordial con su pasillo, le caen bien las herramientas, le agrada saber que su tarea es concreta, atenerse a su pasillo, que no haya catástrofes en su pasillo, que nadie resbale, que pocos discutan, tener bien localizado el desfibrilador porque un día un hombre se desmayó en su pasillo y lograron sacarle adelante hasta que llegó la ambulancia. Cuanto más se abre su pasillo al mundo, la cordialidad se complica, tratar con los clientes tiene su aquel pero Ramiro se empeña en que le guste y procura ser muy consciente de cómo lo hace, sobre todo cuando hay que cerrar pedidos e instalaciones o reclamar a los proveedores. Preferiría otro mundo con jornadas más cortas y otras opciones, trabaja modestamente para hacerlo posible en la doble jornada de la militancia pero, mientras se construye ese otro mundo, no le pesa ocuparse de un pasillo.

Cuando ya ha pasado el plumero, empieza con el etiquetado. Alguna vez se ha comparado con Lena, ella se propuso desde el principio que su jornada principal fuera también su militancia, hacer algo interesante y que sirviera. Y no es fácil. Pasa muchas noches manteniendo y haciendo crecer células en el laboratorio. Dice que solo es un trámite para poder iniciar un experimento, no descubres nada, no comprendes nada, eres mano de obra en la cadena de montaje de algo con más prestigio que vender herramientas pero que, al final, quizá termine no solo no siendo útil, sino perjudicando a colectivos vulnerables porque los resultados se usarán para especular, para subir precios y presionar a la sanidad pública o quién sabe para qué.

Hay que cambiar muchas cosas, piensa Ramiro, para que cada trabajo tenga sentido. Y no todos los trabajos tienen que ser profundos; la parte material del mundo cuenta. No es colocar herramientas, informar o atender lo que le cansa. No es lo que hace, son las condiciones en que lo hace. Si no fuera por las exigencias desmedidas, el sueldo escaso y la continua presión de los mandos, estaría bastante contento con su oficio. Sería algo parecido a que se pudiera recoger naranjas en el campo o aceitunas con salarios y horarios razonables. Y en espacios razonables, no en los lugares de pesadilla en que se están convirtiendo las granjas intensivas, da igual si son de pollos o de maíz.

Aunque preferiría pasar algún tiempo al aire libre, el encierro diario es algo que puede soportar. Le gusta volver a casa sin nada pendiente, y trata de hacer bien lo que hace. Lo que no aguanta es que le culpen cuando un mes vende menos, como si él fuera el único motivo, como si no dependiera de los clientes, de las demás ofertas, de los productos. O que le cambien de turno sin previo aviso. Que le vigilen todo el tiempo. Que aumenten sus funciones sin que aumente el personal. Que estiren su horario, su cansancio, que enfrenten a los compañeros, el engaño, los derechos pendientes o, como el otro día: ese jefe de sector insinuó que Ramiro se había lesionado los ligamentos aposta para fastidiar. Tampoco aguanta que al final la subida de salario sea arbitraria, que dependa de cómo le hayas caído al jefe de sección y de cuánto le aprieten, o de cómo se levante el director una mañana.

Desde que es delegado sindical las cosas son diferentes. Hay más presiones por un lado, pero ahora tiene instrumentos para que algunas no se produzcan y para frenar muchas de las que reciben sus colegas. Ramiro les llama así, colegas, porque a los mandos les irrita la expresión, pero no olvida y siempre alude a su condición de personas trabajadoras. Aunque es verdad que ahora ve más injusticias y más de cerca, cree en esa lucha y se siente menos solo.

Empieza a etiquetar los productos pensando en Jara. Es difícil no acordarse. Está preocupado y la echa de menos. Jara siempre lo preguntaba todo, como si todo pudiera explicarse y tuviera que explicarse. «¿Por qué diste el paso?», Ramiro sonríe al recordar la insistencia obsesiva de Jara. Le desesperaba que Ramiro no tuviera un momento clave, una caída del caballo, un día y una hora exactos en los que la perspectiva cambió, se tambalearon sus ideas preconcebidas, perdió pie y luego, al levantarse, empezó a percibir las cosas de otra forma. «Fue poco a poco —le decía Ramiro—, me impresionaba ver a las mujeres, cada vez había más que parecían haber tomado una resolución y eran capaces de poner en práctica el “si nos tocan a una nos tocan a todas”. Pensé que necesitábamos eso en el trabajo. Nos costaba organizarnos pero es que quienes tenían más medios los empleaban para ponérnoslo más difícil: traslados de centro, prohibiciones por contrato de hablar de cuánto se cobra, millones de cosas más. Ver cómo la empresa apoyaba a los sindicatos oficialistas, el tiempo y el dinero que invertía en ellos, me desesperaba. La vez que me amenazaron veladamente si votaba a los otros, me indigné, sí, pero al final lo que hice fue no votar. Yo qué sé, pretexté para mí que los sindicatos en general, no solo los oficialistas, se han ganado su mala fama. El típico perfeccionismo para no hacer nada. Seguí con mi vida. Un día sancionaron a mi compañero de sección porque se le había caído el contenido de una caja con daño para la mercancía. Él insistía en que la caja estaba desfondada y pidió que especificaran la causa de la sanción en el parte. Pero no querían dárselo por escrito. Le acompañé a ver a la única delegada de un sindicato no oficialista, una mujer de mantenimiento, era algo mayor que yo, no solía salir con nosotros, tartamudeaba un poco al hablar. Y ahí estábamos los dos, torpes, atascados, sin saber qué hacer, mientras que ella, a pesar de su tartamudeo, afirmaba con total seguridad que estaban obligados a notificárselo por escrito, e incluso se ofreció a subir y a exigirlo. Luego, cuando bajó con la hoja, no presumía ni buscaba gratitud. Tenía que suponer que ninguno de los dos la habíamos votado, pero ni preguntó, ni nos hizo ningún comentario al respecto. Nos indicó las vías de defensa que tenía mi compañero y…»

Jara le interrumpía: «Entonces ¿fue entonces? ¿Si esa mujer hubiera sido borde, si hubiera sido deshonesta o…?». Ramiro tenía que pararla: «No, Jara, no fue entonces, no hubo un “entonces”, creo que fue un cambio lento, progresivo y a la vez contradictorio». Y Jara sonreía: «Mejor, mucho mejor, los procesos complicados nos libran del arrepentimiento. Porque hay un arrepentimiento que no es moral, ¿sabes? No es el de cuando querías hacer una cosa y haces la contraria y te sientes como la mierda. Hay uno que es solo, no sé, como los verbos, un arrepentimiento condicional, cuando te planteas: ¿y si? Casi nadie se libra de pensar que si aquel día a aquella hora hubiera o no hubiera hecho algo su vida sería diferente. Es absurdo, y nada, no consigo quitármelo de la cabeza. Las cadenas de acontecimientos que se cruzan son excesivas y, sin embargo, quiero detectar el punto exacto donde me desvié, donde me equivoqué. Sé que es mentira, el Perú no se jodió en un momento, ni casi nada se ha jodido en un momento. Pero las cosas buenas, ¿sabes?, las decisiones buenas que tomamos, ah, eso sí me gustaría que pudiera estar escrito, perfectamente localizado: mira, colócate aquí, debajo de este árbol o al lado de esa puerta, un sábado a las 18.37 de la tarde y entonces. Pues no hay manera».

Cuando Ramiro termina de preparar el pasillo faltan un par de minutos para que abran la tienda. Se asoma discretamente desde el final y mira las siluetas que esperan. Luego mira el final de los otros pasillos y saluda a quienes están como él, observando el día exterior, el mundo que entrará en la tienda con las personas que, sin darse demasiada cuenta, la harán distinta mediante sus gestos, sus preguntas, se convertirán en parte del clima de ese espacio iluminado con luz artificial. En teoría debe permanecer idéntico a sí mismo, como una bola transparente y suspendida; sin embargo, las personas que entran, las que no llevan uniforme y pueden reír o llorar sin que un mando las vigile, lo cambian, lo funden con su propio clima personal. Supone que a veces ni ellas mismas consiguen librarse de los disgustos que arrastran. En cambio, otras veces, un saludo enérgico y alegre, una mirada cómplice, incluso un amago de tristeza compartida, abre paisajes entre las estanterías.

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El mundo de las historias que se cuentan no coincide con el mundo de las historias que suceden. Dicen que a veces unas se superponen sobre las otras. Pero convengamos que entre lo que se vive y lo que se cuenta a través de una historia existe una distancia. El hecho es que el mundo de las historias se inclina en una dirección a menudo distinta de aquella hacia la que se inclina la realidad. En otras palabras: lo concreto resulta deliciosamente impertinente. Querida pareja de baile recién conocida, ¿perteneces por origen o por futuras herencias a la clase media patrimonial? Bailan Hugo, Lena, Camelia, Ramiro y Jara con la historia, y la historia les pregunta no solo su salario, también su patrimonio. Viven en una casa alquilada, ganan, sin contar a Jara, unos mil cuatrocientos euros de media en catorce pagas. No ahorran más allá de procurar mantener un fondo mínimo de seguridad. Sin embargo, ¿qué les respalda?, ¿hay algo que lo haga, que les quite el miedo?

A la madre y al padre de Hugo la separación les empobreció. No habían terminado de pagar la casa cuando además tuvieron que pagar un alquiler y gastos de Hugo y de su hermano. Después de varias pruebas y bandazos Hugo encontró en Martín de Vargas 26 una forma de estar, un campamento base donde no se le pedían definiciones y donde no hacía falta tener una pareja para intentar el futuro acompañado. Tuvo algunas desde allí, aunque nunca dio el paso de mudarse, ni de proponer traer la pareja a casa. Tampoco sabría precisar sus sentimientos acerca de la reproducción. No necesitaba verse reflejado en alguien, y no había encontrado a nadie con quien plantearse la adopción y todo lo que eso implicaba. Al mismo tiempo, le gustaban los críos, disfrutaba con la hija de Camelia y la echaba de menos cuando se iba. A veces soñaba con que Ramiro o Lena se lanzaran y no se fueran, con que trajeran al bebé a la casa desde el principio.

La madre de Lena había sido maestra, y su padre, operario en una fábrica de productos de cuidado personal. Entre los dos, contando con la ayuda de la venta de unas tierras de la familia de él, habían logrado pagar una casa y sacar adelante a sus tres hijas. La muerte de la abuela y el abuelo maternos supuso luego otro incremento patrimonial, permitió mejor

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