Cuando ella era buena

Philip Roth

Fragmento

UNO

1

El sueño de su vida no consistía en ser rico, famoso, poderoso, ni siquiera feliz… sino, simplemente, en ser civilizado. No podría haber citado las cualidades de ese tipo de vida cuando dejó la casa, o la cabaña, de su padre, en los bosques norteños del estado; su proyecto era llegar hasta Chicago para averiguarlo. Sabía con certeza lo que no quería: vivir como un salvaje. Su propio padre era un hombre bárbaro e ignorante; cazador de pieles, luego leñador y, hacia el fin de su vida, vigilante nocturno en las minas de hierro. Su madre era una mujer trabajadora, de carácter servil, que jamás había concebido desear algo distinto a lo que tenía; si lo deseaba, si en realidad era otra y no la que parecía, sentía que no era prudente hablar de sus deseos en presencia de su marido.

Uno de los recuerdos infantiles más persistentes de Willard tenía que ver con el momento en que una india chippewa fue hasta la cabaña en que vivía con una raíz para que la hermana de Willard la masticara, cuando Ginny ardía de fiebre a causa de la escarlatina. Él tenía siete años, Ginny uno, y la india, como Willard asegura hoy, pasaba de los cien. La enfebrecida criatura no murió de aquella enfermedad, aunque más tarde su padre hizo comprender a Willard que habría sido mejor que así fuese. Al cabo de pocos años descubrieron que la pobre Ginny no podía aprender a sumar dos más dos o a decir de manera ordenada los días de la semana. Nadie pudo saber si aquello era consecuencia de la escarlatina o si se debía a una deficiencia de nacimiento.

Willard no olvidó nunca la brutalidad de aquel incidente, que para él consistía en el hecho de que no se iba a hacer nada porque todo lo que sucedía le estaba sucediendo a una niña de un año. Lo que estaba ocurriendo —así lo sentía entonces— era aún más profundo que sus ojos… En el proceso de descubrimiento de su atractivo personal, el niño de ocho años había comprendido que lo que alguien al principio le negaba podía ser logrado, a veces, con solo mirar el tiempo suficiente a los ojos del otro para que la honestidad e intensidad de su deseo fueran apreciadas… pues debía comprenderse que no se trataba simplemente de algo que quería, sino de algo que necesitaba. Su éxito, aunque escaso en el hogar, era considerable en la escuela de Iron City, donde la joven maestra sentía un gran afecto por aquel niño vivaz, alegre e inteligente. La noche que Ginny yacía en su cama gimiendo, Willard hizo todo lo posible para llamar la atención de su padre, pero él continuó tomándose su cena a cucharadas. Cuando por fin habló, fue para decirle que dejara de dar vueltas, de estar con la boca abierta y que comiera. Pero Willard no podía tragar ni un solo bocado. Volvió a concentrarse, volvió a concentrar sus emociones en los ojos, deseó con toda la fuerza de su corazón —un deseo puro y desinteresado, nada para sí mismo; nunca volvería a desear algo para sí— y orientó su súplica hacia su madre. Pero ella se dio la vuelta y se echó a llorar.

Más tarde, cuando su padre salió de la cabaña y su madre se fue a lavar los platos, avanzó por la oscura estancia hasta el rincón donde Ginny permanecía acostada. Metió la mano en la cuna. La mejilla que tocó parecía una bolsa de agua hirviendo. Bajo los ardientes dedos de los pies de la niña encontró la raíz que aquella mañana les había llevado la india. Cuidadosamente, la enredó entre los dedos de Ginny, que la soltaron en cuanto él dejó de sujetarla. Volvió a coger la raíz y la apretó sobre los labios de la niña.

—Aquí —susurró como si indicara a un animal que comiera de su mano.

La puerta se abrió cuando trataba de poner la raíz en las encías de su hermana.

—Tú… Déjala en paz, vete.

Impotente, se fue a la cama y tuvo, a los siete años, la primera y aterrorizada sospecha de que en el universo existían fuerzas aún más inmunes a su encanto, aún más apartadas de sus deseos, aún más distantes de la necesidad y los sentimientos humanos que su propio padre.

Ginny vivió con sus padres hasta la muerte de su madre. Luego, el padre de Willard, entonces un viejo gordinflón, se trasladó a una habitación en Iron City y a Ginny se la llevaron a Beckstown, cerca del límite noroeste del estado, donde solían albergar a los subnormales. Pasó casi un mes antes de que las noticias de lo que su padre había hecho llegaran a Willard. Pese a las objeciones de su esposa, aquella misma tarde cogió el coche y condujo casi toda la noche. Al mediodía del día siguiente regresó con Ginny a su casa, no a Chicago sino a la ciudad de Liberty Center, que se encuentra a doscientos cuarenta kilómetros siguiendo el río hacia el sur desde Iron City, y que era el lugar más al sur al que Willard había llegado a los dieciocho años, cuando había decidido firmemente viajar al mundo civilizado.

Tras la guerra, la ciudad campesina de Liberty Center había ido cediendo cada vez más terreno al suburbio de Winnisaw, en el que finalmente se convirtió. Pero cuando Willard llegó a la región para establecerse, ni siquiera había un puente sobre el río Slade que uniese Liberty Center, situado en la ribera oriental, con el extremo del distrito situado en la occidental; para llegar a Winnisaw había que ir en balsa desde el embarcadero o, en pleno invierno, caminar sobre el hielo. Liberty Center era una ciudad de casitas blancas sombreadas por grandes olmos y arces, con un quiosco de música en el centro de Broadway, su calle principal. Limitada por el oeste por la mortecina corriente del río, en el este se abría a unos prados que, en el verano de 1903, cuando Willard llegó allí, eran tan intensamente verdes que le hicieron recordar —una broma para diversión de los jóvenes— a un tipo que había visto en cierta ocasión, en una fiesta campestre, comiendo medio kilo de ensalada de patata en mal estado.

Hasta que bajó desde el norte, «fuera de la ciudad» siempre había significado los altos bosques que llegaban hasta Canadá y el viento que rugía, el granizo, la lluvia y la nieve. Y «ciudad» significaba Iron City, donde se llevaban los leños para ser desmenuzados y el mineral para ser vertido en camiones; la ciudad ruidosa, llena de zumbidos, ululante, polvorienta y fronteriza hasta donde todos los días caminaba para ir a la escuela (o corría, en el invierno, cuando salían en la oscura y desapacible mañana), se extendía a través de bosques poblados de osos y lobos. Por eso, cuando vio Liberty Center, con su serena belleza, su orden apacible, su suave clima estival, todo lo que había reprimido, toda aquella ternura de su corazón que durante dieciocho años había constituido su tesoro secreto, a veces su vergüenza, surgió poderosamente. Si había un sitio donde la vida podía ser menos desolada, rigurosa y cruel que la que había conocido de niño, si existía un lugar en el que un hombre no estuviese obligado a vivir como un animal, donde no se le recordara a cada movimiento que al mundo no le gustaba la humanidad o que ni siquiera conocía su existencia, era este: ¡Liberty Center! ¡Oh, qué nombre tan hermoso! Al menos lo era para él, que al fin estaba libre de la terrible tiranía de los crueles hombres y de la cruel naturaleza.

Alquiló una habitación. Luego consiguió un trabajo; le hicieron un examen y obtuvo la puntuación suficiente para ser contratado como empleado de correos. Más tarde encontró una esposa: una muchacha respetable y de carácter decidido que procedía de una familia respetable. Después tuvo una hija. Por fin, un día (descubrió que así satisfacía un deseo muy profundo) compró una casa con una galería en la fachada y un patio trasero: en la planta baja tenía un salón, el comedor, la cocina y un dormitorio; en la planta superi

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