EL ACONTECIMIENTO DIDION
Vi por primera vez a Joan Didion en una foto que Claudio López Lamadrid, antiguo director editorial de Penguin Random House, publicó en Facebook en 2012. El pie de foto rezaba: «Es ella». En la imagen estaba Claudio junto a la famosa «Es ella» que yo desconocía. Ser nombrada de esa manera hacía que mi desconocimiento fuera más flagrante. «Es ella» debía de ser una diosa a la que ni siquiera hacía falta nombrar, una mujer mítica como Sofía Loren o Catherine Deneuve, conocida por todo el orbe terrestre. Junto a «Es ella», además, estaba un Claudio arrobado, y eso me impresionó. Era muy difícil que el gran editor, ya de vuelta de casi todo, mostrara una admiración tan abierta. Él sonreía junto a esa mujer anciana, extremadamente delgada y muy glamurosa, con su pañuelo violeta y sus gafas grandes y oscuras que le ocultaban medio rostro. La misteriosa divinidad le firmaba un libro, muy seria y concentrada, las manos huesudas, el cabello un poco revuelto a causa del viento. ¿Quién diablos era ella?
Mi desconocimiento no debería haberme extrañado. Hasta hace poco, a Joan Didion apenas se la leía en España. En el siglo XX, solo un par de libros suyos vieron la luz en nuestro país. En 1978, la editorial Grijalbo publicó Réquiem por una burguesa, rescatada casi dos décadas más tarde bajo el título Una liturgia común por Global Rhythm Press, y en 1988 Espasa Libros publicó Miami, donde se aborda la vida de los cubanos exiliados tras el derrocamiento de Batista y el peso de esta comunidad en la política estadounidense. Los libros tuvieron una acogida discreta, y solo con el boom de la literatura del yo la escritora estadounidense logró una visibilidad mayor aquí gracias a dos libros autobiográficos: el celebradísimo El año del pensamiento mágico, ganador del National Book Award y finalista del Premio Pulitzer y del National Book Critics Circle Award, y Noches azules. El primero narra el duelo por la muerte de su marido, el también escritor John Gregory Dunne, que se completó tristemente con Noches azules, donde Didion cuenta los veinte meses que su hija Quintana pasó en varios hospitales para, finalmente, fallecer.
La presente obra, Lo que quiero decir, recoge un puñado de artículos de distintas épocas que constituye un curioso complemento a la nota biográfica que figura en la solapa de cualquiera de sus obras. Por ello, gustará tanto a quienes ya sean admiradores de Didion como a quienes se acerquen por primera vez a ella. ¿Por qué digo que es un curioso complemento? Porque parece un libro destinado a ser la cara B de unos asépticos datos biográficos. En ellos se habla de California, donde la autora nació en 1934, y donde también transcurren buena parte de sus artículos y novelas por pura nostalgia y fidelidad a la tierra donde creció (la propia Didion confesaba en una entrevista para The Paris Review que siempre ha buscado escribir sobre asuntos californianos, pues ello le permitía escaparse a su tierra natal; en la misma entrevista asevera que es la añoranza por la tierra perdida la que alumbra el paisaje de sus novelas). Asimismo, en el presente volumen se habla de la Universidad de Berkeley, donde se graduó, no como un mérito, que es lo que uno piensa si eso figura como hito biográfico, sino como un fracaso, pues ella aspiraba a ingresar en Stanford. El fracaso, por supuesto, entrañó una gran lección (¿por qué si no dedicarle un artículo?), que no desvelaré aquí para que el lector llegue virgen al meollo del asunto. Otro de los titulares biográficos, su paso por la todopoderosa revista Vogue, es desmenuzado en «Contar historias» en un sentido que no tiene que ver con la moda, sino con un aprendizaje literario esencial para quien es considerada como una de las escritoras estadounidense más importantes de la segunda mitad del siglo XX. Dicho aprendizaje está relacionado, sorprendentemente, con saber redactar un pie de foto.
Los textos más suculentos de Lo que quiero decir son los que profundizan en su oficio. Para la autora hay una gran diferencia entre escribir ensayos y novelas, según refiere ella misma en la entrevista para The Paris Review mencionada con anterioridad. En el ensayo no hay descubrimiento y, por ello, el proceso le resulta aburrido. Consiste únicamente en contar lo que ha visto, mientras que una novela entraña una aventura en la que avanza a ciegas, sin saber qué quiere contar, averiguándolo conforme toma cuerpo. Si hacemos caso a sus propias palabras, esto es así de una manera radical. La escritora asevera no tener nada de nada cuando comienza un proyecto de ficción, ni personajes, ni atmósfera ni historia; parte tan solo de una noción meramente técnica de lo que se propone hacer, como, por ejemplo, una novela larga. Ahora bien, lo que sí sabe muy bien Joan Didion es en qué consiste la escritura, como demuestra en los mejores ensayos de este volumen, los titulados «Contar historias», «Últimas palabras» y «Por qué escribo». En el primero de ellos refiere su asistencia, con diecinueve años, a la clase de literatura inglesa del escritor y crítico Mark Schorer, que en la práctica era un taller literario. En él, la joven Didion aprende algo muy importante: que la parálisis sobreviene ante cualquier condicionamiento ajeno al texto mismo, aun cuando este tipo de condicionamiento sea literario. No hay teoría que se anteponga a la práctica. Quien escribe está al servicio de lo que pugna por ser contado, y no de ninguna pretensión propia ni de ninguna moda. El escritor se debe absolutamente al texto, es su siervo. Así, en «Por qué escribo», afirma:
La ordenación de las palabras importa, y la ordenación que buscas la puedes encontrar en la imagen de tu mente. La imagen dicta la ordenación. La imagen dicta si esta va a ser una frase con o sin cláusulas subordinadas, si la frase va a terminar en seco o va a ir muriendo poco a poco, si va a ser larga o corta, activa o pasiva. La imagen te dice cómo has de ordenar las palabras, y la ordenación de las palabras te dice, o me dice a mí, qué está pasando en la imagen. Nota bene:
Te lo dice ella a ti.
No se lo dices tú a ella.
En «Últimas palabras» consigna la importancia que tuvo Ernest Hemingway, el autor que renovó la lengua inglesa. Hemingway le enseñó cómo funcionan las frases (de adolescente, Didion mecanografiaba sus relatos para aprender su estilo directo, claro, perfecto), y también que en las primeras oraciones de una narración se contienen las demás, como en la semilla humilde y diminuta el árbol de gran y majestuoso porte, y por eso resultan decisivas. Didion critica la traición llevada a cabo por la viuda y albacea de su maestro, Mary Welsh Hemingway, al publicar póstumamente algunos fragmentos de sus cartas, señalando que el difunto Hemingway, para quien resultaba fundamental cada palabra, no habría aprobado que sus cartas vieran la luz.
Hemingway fue un hombre para quien las palabras importaban. Trabajaba en ellas, las entendía, se metía en ellas. Cuando tenía veinticuatro años y leía los textos que la gente enviaba a la Transatlantic Review de Ford Madox Ford, a veces intentaba reescribirlos solo para practicar. Debió de quedarle muy claro ya por entonces su deseo de que solo lo sobrevivieran las palabras que él consideraba adecuadas para su publicación. «Me acuerdo de que Ford me decía que un hombre siempre debía escribir sus cartas pensando en cómo sonarían en la posteridad —le escribió a Arthur Mizener en 1950—. Aquello me desagradó tanto que quemé todas las cartas que tenía en el apartamento, incluidas las de Ford.» En una carta con fecha del 20 de mayo de 1958, dirigida «A mis albaceas» y guardada en la caja fuerte de su biblioteca de La Finca Vigía, escribió: «Es mi deseo que no se publique ninguna carta de las que he escrito durante mi vida. Por tanto, por la presente solicito e instruyo que no publiquen ustedes ninguna de dichas cartas ni aprueben su publicación por parte de terceros».
Resulta llamativo que una de las cronistas fundamentales de la Norteamérica de la segunda mitad del pasado siglo, que además trabajó escribiendo reportajes, artículos y ensayos para los medios más importantes de Estados Unidos (aparte de en Vogue, Didion publicó en Life, Squire, The New York Times o The New York Times Review of Books), diga sin embargo que la no ficción le resulta menos estimulante, lo cual demuestra algo que cualquiera que escribe sabe: no siempre lo que uno estima como más importante termina siéndolo. Y es que, si Didion ocupa hoy un lugar de honor en las letras estadounidenses, es por sus crónicas. Las más sobresalientes, por cierto, pueden encontrase en Literatura Random House bajo el título Los que sueñan el sueño dorado, que recoge el brutal «Arrastrarse hacia Belén» (1967), un antídoto contra la mitificación de lo que fue la contracultura hippie, «El álbum blanco» (1968-1978), que aborda la misma época con una década de distancia, «Después de Henry» (1992), dedicado a quien fue su editor, Henry Robbins; «Llegada a San Salvador, 1982» (1983), sobre los horrores del país y su relación con Estados Unidos, y «Miami» (1987), al que me he referido más arriba. Por trabajos como estos, Didion figura junto con Gay Talese, Truman Capote, Tom Wolfe o Hunter S. Thompson en la primera línea de lo que se llamó Nuevo Periodismo, un término que acuñó Tom Wolfe para definir una nueva manera de narrar que asumía lo que siempre ha estado implícito en el periodismo, el narrador testigo, esto es, subjetivo, no fiable, evidenciado a través del uso de recursos literarios en los artículos y crónicas. La asunción de la imposibilidad de contar el hecho objetivo dio lugar, paradójicamente, a una verdad más precisa por asumir sus propias condiciones de posibilidad. E insisto: ahí es donde Didion, que por cierto fue, junto a Barbara Goldsmith, la única mujer incluida en la antología The New Journalism (1973) editada por Tom Wolfe, brilla con luz propia.
Nota aparte merece el propio glamur de la autora, que obviamente no es ningún mérito literario, pero que sí ha contribuido a su leyenda en estos tiempos en los que la espectacularización de la propia vida parece un ingrediente más del éxito. Hagan la prueba de googlear su nombre y la verán posar, como un antecedente de la mismísima Kate Moss por