Evasión y otros ensayos

César Aira

Fragmento

cap-1

Empiezo, para empezar desde lejos, y lateralmente, con una lectura reciente, la de una de esas viejas novelas gratificantes y absorbentes, que son emblema y santo y seña de la lectura como ocupación infantil de los adultos… Y a la vez son algo más que lectura. Fue The Black Arrow, de Stevenson. Es de 1888, posterior a La isla del tesoro y anterior a algunas de las obras maestras escocesas, como Catriona o The Master of Ballantrae, fue escrita en la estela de La isla del tesoro y perfecciona la insólita revolución que significó esta novela: literatura para la juventud, con la temática y el ritmo del folletín de capa y espada, pero en el formato de la más refinada novela artística. Aun cuando La Flecha Negra no está en el top ten de los buenos lectores de Stevenson, aun cuando se la suele calificar, y no sin algún motivo, de «novela histórica», las peripecias del adolescente Dick Shelton en la guerra de las Rosas constituyen una lectura a la que sería difícil pedirle más, quintaesencia del placer de la lectura… y a la vez, como dije, es algo más que lectura. Ahí hay una paradoja, muy bienvenida, y bastante obvia: para realizarse y consumarse en su definición más exigente y su mayor eficacia, la lectura de una novela debe ser algo más, o menos, que lectura. Debe hacer pasar el ejercicio de la lectura a otro plano, secundario, automatizado, para que tome cuerpo, así sea cuerpo espectral, el sueño que representa la novela.

A ese sueño a su vez, en el siglo XX, vino a representarlo el cine. Y tratando de explicarse el mecanismo figurativo que lleva adelante The Black Arrow, podría pensarse en una producción cinematográfica. En una novela como ésta, una novela que pretende, y logra, llevarnos a la aventura, transportarnos a sus escenas, provocar la «momentánea suspensión de la incredulidad» que pedía Coleridge, hay muchos rubros de los que ocuparse: el vestuario, las escenografías, el guión, los personajes, las secuencias, la iluminación, la utilería… Tomemos una página cualquiera, por ejemplo la de la boda interrumpida de Joanna con lord Shoreby, el viejo novio que le ha impuesto el infame sir Daniel, mientras su enamorado, Dick, asiste impotente, disfrazado de monje, precariamente protegido por sir Oliver:

Algunos de los hombres de lord Shoreby abrieron paso por la nave central, haciendo retroceder a los curiosos con los mangos de las lanzas; y en ese momento, al otro lado del portal se vio a los músicos seglares que se acercaban, marchando sobre la nieve congelada, los pífanos y trompeteros con las caras rojas por el esfuerzo de soplar, los tamborileros y cimbalistas golpeando sus instrumentos como si compitieran entre sí.

Al llegar al edificio sacro se alinearon a ambos lados de la puerta, y al ritmo de su música vigorosa marcaron el paso en el lugar. Al abrir de ese modo la fila, aparecieron atrás los ini­ciadores del noble cortejo nupcial; y tal era la variedad y colorido de sus atuendos, tal el despliegue de sedas y terciopelos, pieles y rasos, bordados y encajes, que la procesión se desplegaba sobre la nieve como un parterre florido en un jardín o un vitral pintado en un muro.

Primero venía la novia, de aspecto lamentable, pálida como el invierno, colgada del brazo de sir Daniel, y asistida, como dama de honor, por la joven bajita que se había mostrado tan amistosa con Dick la noche anterior. Inmediatamente atrás, con la más radiante vestimenta, la seguía el novio, cojeando con su pie gotoso y como llevaba el sombrero en la mano se le veía la calva sonrosada por la emoción.

En ese momento, llegó la hora de Ellis Duck­worth.

Dick, que permanecía en su asiento, atontado por efecto de emociones contrarias, aferrado al reclinatorio frente a él, vio un movimiento en la multitud, gente que se empujaba hacia atrás, y ojos y brazos que se alzaban. Siguiendo estas señales, vio a tres o cuatro hombres con los arcos tensos, inclinándose desde la galería del piso alto de la iglesia. Al unísono soltaron las cuerdas de sus arcos, y antes de que el clamor y los gritos del populacho atónito tuviera tiempo de llegar a los oídos, ya se habían descolgado de la altura y desaparecido.

La nave estaba llena de cabezas que se volvían a un lado y otro y voces que gritaban; los clérigos abandonaron sus puestos, aterrorizados; la música cesó, y aunque allá arriba las campanas siguieron haciendo vibrar el aire unos segundos más, un viento de desastre pareció abrirse camino al fin, incluso hasta la cámara donde los campaneros estaban colgados de las cuerdas, y ellos también desistieron de su alegre trabajo.

En el centro de la nave el novio yacía muerto, atravesado por dos flechas negras. La novia se había desmayado, sir Daniel seguía de pie, dominando a la muchedumbre, en toda su sorpresa y su ira, con una flecha temblando clavada en su brazo izquierdo, y la cara bañada en sangre por otra flecha que le había rozado la frente.

Mucho antes de que pudiera iniciarse su busca, los autores de esta trágica interrupción habían bajado ruidosamente la escalera de portazgo y habían salido por una puerta trasera.

Pero Dick y Lawless todavía quedaban en prenda: se habían puesto de pie con la primera alarma y habían hecho un viril intento de ganar la salida; pero con la estrechez de los pasillos y el apretujamiento de los curas aterrados, el intento había sido en vano, y habían vuelto estoicamente a sus puestos.

Y ahora, pálido de horror, sir Oliver se puso de pie y llamó a sir Daniel, señalando con una mano a Dick:

—Aquí —gritó—, aquí está Richard Shelton, ¡maldita sea la hora!, ¡sangre culpable! ¡Aprésenlo! ¡que no escape! Por nuestras vidas, tómenlo y asegúrenlo! Es él quien ha jurado nuestra destrucción.

Advierto que mi traducción apenas si puede dar una idea aproximada del vértigo de precisión con que sucede esta escena, y todas las demás de la novela. Lo que quería hacer notar es el modo en que la escritura se hace tridimensional: el espacio de la iglesia está utilizado en todo su largo, ancho y alto, en sus vistas al exterior, sus entradas y salidas, sus espacios anexos, su luz, sus ocupantes; y cómo están coreografiados los movimientos, con qué aceitadas transiciones se pasa de un cuadro a otro, en los pocos segundos que dura todo; y cómo los colores, las formas, la música, los gritos (con el delay de las campanas en el silencio súbito) se entrelazan y combinan con las emociones, con la nieve, con las huidas… Todo eso lo hizo Stevenson; él solo hizo el «trabajo de equipo» que dio este resultado. Sonidista, iluminador, vestuarista, guionista, camarógrafo, director, productor, montajista. Aunque tuvo que tomar la precaución de no terminar de fundir todos estos obreros en uno solo, porque una fusión completa empastaría la escena, la volvería un fantaseo personal del autor, le haría perder el bruñido objetivo en el que está lo mejor de su efecto. Y a su vez, no hace exactamente el trabajo que harían esos burócratas del espectáculo, sino su representación en la literatura. Esos trabajos cambian cualitativamente al ser realizados por el novelista, se vuelven lo previo del trabajo, su utopía como juego libre de la inteligencia, y a la vez conservan las limitaciones prácticas y las dificultades del trabajo de verdad. Son un trabajo de verdad, porque las construcciones

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