Permafrost (traducción en lengua española)

Eva Baltasar

Fragmento

cap-1

1

Se está bien aquí. Por fin. Las alturas tienen eso: cien metros de vidrio vertical. El aire es aire en un estado superior de pureza, y por eso, además, parece más duro, por momentos casi compacto. Se cierne cierto olor a ferretería. La capa de ruido pesa como hollín y se mantiene latente, allí abajo, como un ojo de petróleo finísimo, crujiente, una suerte de regalo negro y brillante. No pasa ni un pájaro. En realidad, ellos también tienen su propio estado, entre nosotros y nuestros, llamémosles, dioses. Un vacío habitable entre las líneas más elevadas del pentagrama. Ahora mismo soy y no soy. Quizá solo me muestre, me manifieste como una mácula discretamente molesta en una gafa, una sombra inadecuada en esta zona chill out. Tomo aire, lo obligo a ser de mi propiedad a lo largo de mis conductos animados. Viva aún desprendo cierto calor, me imagino blandísima por dentro. Por fuera lo soy más de lo que creo, casi un producto de pastelería, un objeto de cera tibia barnizado, atractivo como una primera línea. Cada célula se reproduce, ajena a mí, y a la vez me reproduce, me convierte en una entidad debida. Si todas esas partes microscópicas dejasen de trabajar, aunque fuera un segundo… Las entidades indivisibles también merecen un descanso, como yo, como todos los genios del país. Trabajar con ellos me fuerza a asimilarme a ellos, a ser como ellos dentro de esta preciosa cerca de vidrio, un pececito rojo impersonal. Afablemente decorativo. Algunos restaurantes colocan en cada mesa uno de esos peces en una minúscula pecera. Son decorativos, sí. Relajantes. Están bien vivos, y sin embargo los hay quienes utilizan sus habitáculos como cenicero. Los pobres animalillos mueren intoxicados por la química biocida de las colillas. Pero no son sino eso, ¿verdad? Objetos decorativos. Vidas vanas.

¡Qué aire más puro! Hay poca humedad y eso está bien. La humedad tiene la manía de introducirse en las partes más vulnerables del cuerpo. No la tolero. No puedo convivir con ella, no sé hacerlo, penetra hasta rincones insospechados de mi interior, como una lava untuosa y helada, y ocupa espacios ignotos que al hacérseme presentes me incomodan. Hay partes del cuerpo, como muebles demasiado grandes, que una no sabe encarar. No parecen desmontables y extraerlas sería demasiado peligroso. Seguro que tienen su función, alguien debe de habérmelas incrustado, pero no puedo con ellas y la única manera de escapar a su influencia es ignorarlas. Recorrer el pasillo con los ojos cerrados y no toparme con su masiva exuberancia. Avanzar con los ojos cerrados, ¡menuda gracia! No había pensado en los ojos. Los pájaros vuelan con los ojos abiertos y, si se dejan llevar, es en sólidas corrientes de aire. Sostenidos y a un tiempo articulados, como marionetas. Pueden permitirse mirar. Pero si un objeto cae… si por ejemplo el pajarito cae del nido, ¿cae con los ojos abiertos? ¿Tienen párpados los pájaros? ¿O lagrimales de abuela frágil que gotean sin cesar? Bien mirado, no son párpados humanos. Quizá se asemejen más a los paneles japoneses o a las cortinas abatibles de las ventanillas de los aviones y sean capaces de articularlas tan o más rápido que nosotros, como relámpagos. Ahora me pregunto si abriré los ojos. O si se me abrirán. Mi caso no es el de una caída cualquiera. Me refiero a que no será accidental, habrá una intención, mi intencionada voluntad, una orden ya escrita. Llegado el momento será solo cuestión de ejecutarla. Los ojos son anticipatorios, exploradores del mundo, el cuerpo les sigue solo. ¿Qué sentido tiene preparar el cuerpo para la muerte segundos antes de que sobrevenga? La muerte atrapa al cuerpo como el amor. Que lo pille desprevenido, pues.

cap-2

2

«Cuando seas mayor lo entenderás», repetía sin descanso mamá. No debo de haber crecido lo suficiente. Y eso que me esforzaba por beberme los vasos de leche, unos vasos altos y anchos que parecían bocas animales, grandes como mi rostro, y que me dejaban la frente marcada con una diadema roja en el lugar donde la reclinaba contra la ceja de vidrio. Cabía en ellos tanta leche que mamá siempre tenía que abrir otra botella para terminar de llenarlos hasta arriba, hasta la ceja. «Bebe, bebe como un gatito —decía—. Haz como un gatito, saca la lengüecita y lame la lechecita.» Tantísimos litros de leche y yo toda blanca por dentro, llena de telas de leche pegadas a mí como grasientas y mojadas sábanas, adheridas a mis paredes, al reverso de mi piel. Los tanques de leche de mamá me anulaban, me hacían menos persona, menos niña aún. Era como ser mitad niña mitad tanque de leche, una especie de depósito saturado. Cuando terminaba de beber no me atrevía ni a moverme, sentía el baile de la leche en el estómago. No, no el baile, su peligroso traqueteo, como agua en un balde sometido a un breve y precipitado trayecto. Después bajaba como el agua por la tubería del váter del vecino. Igualita, pero dentro de mí. Notaba cómo la leche arrastraba los restos de la cena y lo dejaba todo recién pintado, limpio pero pegajoso. Esa visión era tan potente que me obligaba a permanecer quieta, inmóvil, con una respiración cada vez más superficial. Solo podía hacer una cosa para pasar aquel rato: leer. Me sentaba en la única silla de mi habitación. El escritorio era de madera de pino y tenía una cubierta blanca a prueba de niñas. «Es para hacer los deberes —recalcó mamá en cuanto el carpintero la hubo montado—. Ni pintar ni recortar ni pensamientos de utilizar el cúter. Por cierto, ¿dónde está el cúter? ¿No debería estar aquí? ¿En el bote? ¿Con las tijeras? Busca el cúter y déjalo en su sitio.» Con las tijeras. No lo entiendo, y sigo sin entenderlo, no hay motivo.

Me he situado en un límite, vivo en ese límite, espero el momento de abandonar el límite, mi casa provisional. De hecho, provisional como todas las casas o como un cuerpo. No me tomo la medicación, la química es una brida que retiene, que permite avanzar a paso inofensivo. Supone una redención anticipada, aleja del pecado o quizá solo enseña a denominar pecado el ejercicio de nuestra libertad lograda en un estado de paz, previa a la muerte, claro. Mamá se medica, papá se medica, mi hermana al principio no, pero después ya sí, se hizo mayor y lo entendió. Medicarse es una constante solución provisional, igual que la bombilla de pocos vatios colgada del techo del recibidor. Veinte años de recibidor oscuro ¡y qué poco cuesta acostumbrarse a ver tan poco! «Hicimos colocar halógenas en todo el piso ¡y olvidamos el recibidor!» Risas. «¡Pero lo mejor de todo es que no nos dimos cuenta hasta ayer!» Habían pasado veinte años, veinte años de pintarse los labios tres veces al día a medio centímetro del espejo, veinte años de buscar las llaves con los dedos ateridos. Yo pensaba que aquello era normal, cuando eres pequeño la normalidad se circunscribe a tu casa. Esa es la normalidad que te conforma. Creces al abrigo de sus patrones, tomas su cuerpo, y lo mismo pasa con el cerebro, ávido y plástico como la arcilla. Luego tardas años, la ceguera se craquela tras muchos martillazos, cuando ya estás atrapado en ese núcle

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