Introducción
Emilia Pardo Bazán, a sus expensas, que eran pingües, inició una colección de libros a la que llamó «La Biblioteca de la Mujer». El presente libro de John Stuart Mill, que eligió traducir como La esclavitud femenina, fue su número dos.[*] Con toda probabilidad, el autor era escasamente conocido en España, aunque se había convertido ya en el más prominente pensador de Gran Bretaña. Pardo Bazán hacía una apuesta segura, y además el prólogo que le escribió es una pieza magnífica. Conocemos ahora este texto bajo dos títulos más: La sujeción de la mujer o también El sometimiento de las mujeres. Escrito en un par de años, comenzado en 1859 y terminado en 1861, este libro sirvió de guía para cuajar la mayor revolución a la que la humanidad haya accedido: declarar el igual valor, la igualdad política, de varones y mujeres, poner en claro lo abusivo de la dominación masculina y enumerar con pormenores el conjunto de males que produce.
Concebido en el siglo del progreso, en el que el autor tiene casi perfecta confianza y que ve avanzar de década en década de la mano de la revolución fabril, el empleo del vapor, el ferrocarril, el telégrafo y el Imperio por antonomasia (el británico), La esclavitud femenina es el principal texto de la gran Segunda Ola del feminismo, el Feminismo Sufragista. Los argumentos en él expuestos fueron repetidos en casi todos los rincones del orbe. No descarto que en algunos lugares todavía necesiten escucharlos.
J. S. Mill es uno de los grandes filósofos del XIX, un siglo fértil en ellos en el que hacerse hueco era difícil. Es también el representante supremo y refundador del liberalismo. Tras los pasos primeros de Locke, la tradición liberal casi no había crecido. Mill produjo o amplió nuestro vocabulario político y fue quien dio forma a los razonamientos que presiden las sociedades que habitamos. El liberalismo feminista le pertenece casi por entero. Todos hablamos su idioma conceptual. Cuando se puso a componer el presente libro, el filósofo acababa de publicar su ensayo más importante, Sobre la libertad (1859). Ordenó y desarrolló separadamente en La esclavitud femenina los apuntes feministas. Afirma Mill que este influyente libro tiene dos autoras más, su mujer, Harriet Taylor, y su hijastra, Helen Taylor.[*] De la primera, Harriet, era un viudo reciente; y con ella había mantenido un diálogo constante durante décadas de amistad, antes de su matrimonio. La segunda, Helen, fue su colaboradora largos años y se convirtió a su vez en una figura destacada del movimiento sufragista.
Este ensayo es, sobre todo, una colección de argumentos feministas presidida por un orden expositivo buscado cuidadosamente. Fueron primero escritos, luego expuestos y sólo después editados y publicados como un prontuario de uso común, porque en ello acabaron convirtiéndose. El texto reposó en un cajón desde 1861 hasta que Mill decidió optar al Parlamento. Helen Taylor apoyó decididamente a su padrastro en su breve pero enjundioso salto a la política. La primera vez que estos argumentos se expusieron por orden fue en sede parlamentaria, en Westminster, a partir de 1866. Mill, que había sido elegido, presentó una moción sobre el voto de las mujeres. Aunque no era la primera,[*] levantó el alboroto que es de suponer. Discutida y votada, no fue aprobada. Ciento noventa y seis comunes votaron en contra de los setenta y tres apoyos que Mill logró reunir. Pero los argumentos contenidos en este libro, ya por tanto probados, siguieron siendo poderosos. Tenían un objetivo: desfondar las opiniones corrientes lastradas por prejuicios.
LA LUCHA DE LA INTELIGENCIA CONTRA LOS PREJUICIOS
El sufragismo, como voluntad política democrática, tenía que jugar en la arena de la convicción, pero veía como en ella reinaba precisamente el prejuicio. Lo enuncia Ana de Miguel: «uno de los grandes desafíos teóricos del feminismo del siglo XIX fue el desarticular la ideología de la naturaleza diferente y complementaria de los sexos».[*] El arranque de Mill es exactamente ese, que los argumentos feministas no se baten contra otros argumentos, que no los hay, sino contra prejuicios, que existen y son fortísimos. La verdad del dominio masculino, universal e inmemorial, solamente tiene una fuente de auténtica superioridad, la mayor fuerza física viril, pero ha venido a canonizarse como una superioridad en sí y a argumentarse como obvia, fundada en la naturaleza y en el espíritu.
El ensayo se compone de cuatro capítulos en los cuales Mill desarrolla su pensamiento feminista vinculado a su pensamiento general acerca de la libertad. En el primero de ellos expresa directamente de dónde viene su interés por el tema: la subordinación del sexo femenino es mala en sí misma y no puede existir verdadero progreso para la humanidad si continúa existiendo. No puede dejarse de lado porque penetra todos los ámbitos y todo lo corrompe. El dominio viril, lejos de ser un suave yugo, es una forma arcaica de despotismo que logra limitar la inteligencia común, los fines sociales, pudre el carácter y además empobrece. Es malo se lo mire por donde se lo mire; no es funcional. Si de algo sirvió en el pasado, en el presente es una rémora para cualquier progreso. Tiene un fácil origen, indudable, basado en la fuerza física, pero se viene reproduciendo mecánicamente por miedo; por el miedo que crea y que lo conserva. Todos los ídolos esconden los pies de barro. Los tiempos que se viven han abolido casi todas las viejas esclavitudes que tuvieron idéntico origen; casi todas, porque esta pervive. Debe comenzar su retirada y reunirse en el baúl de lo caduco con los demás abusos y malos usos que el triunfo de la razonabilidad va consiguiendo.
La jerarquía sexual, avalada por la ley, puede y debe dar paso a una igualdad perfecta. La opinión que mantiene que la nulidad de las mujeres es deseable está basada exclusivamente en oscuros sentimientos, en prejuicios; por eso es insidiosa y, además de mala, difícil de desarraigar. Los sentimientos son poco atacables desde la razón; en ocasiones exponer argumentos racionales frente a un sentimiento prejuicioso lo alimenta más que lo vence. Así son las cosas. Los prejuicios contra las mujeres y su perfecto estatuto de humanidad son arraigados, profundos, violentos y poderosísimos. Cada patán saca de ellos una idea de su propia importancia que se resiste a entregar. ¿Qué hacer?
Bueno, hay cuestiones que no se pueden discutir sin desdoro, argumentos con los que enzarzarse es un error. No se habla con bárbaros ni se debate con zafios. Se debe buscar el terreno de las gentes con capacidades demostradas. Son pocas, pero decisivas. El feminismo, que por cierto todavía no se llamaba así,[*] es para las élites intelectuales. Su victoria dependerá de ellas porque la razón se abre paso cada vez con más fuerza en las instituciones. Los tiempos lo son de libertad y, en consecuencia, de abrogación de cualquier tiranía. El dominio masculino es una tiranía más cuando se le retiran los románticos velos en que se envuelve. Es ancestral, pero no respetable. Es un menhir mal labrado que recibe culto diario y no se da por enterado de que las religiones han evolucionado a su alrededor. Ha de caer, dado que no sirve para nada útil y más bien estorba cualquier progreso.
El racionalismo de Mill se ha fraguado en el duro yunque del liberalismo. En su concepción del mundo el progreso humano es imprescindible. Se confía y se cree en él, como Carlos Mellizo nos recuerda.[*] Consiste en la libertad individual, la dulcificación de las costumbres y la desaparición de la violencia. Es el continuo expandirse y presentarse de la libertad, la máxima aliada de la razón, en cualquier campo, a cualquier hora. Cuando Mill escribe que la subordinación de un sexo al otro es el mayor de los obstáculos que se oponen al desarrollo humano lo hace con todas las consecuencias. Por injusta tiñe a todo de su misma injusticia; «la desigualdad de los derechos del hombre y de la mujer no tiene otro origen sino la ley del más fuerte». La mujer ha sido entregada como esclava: «en los primeros siglos la ley de la fuerza reinaba sin discusión, que se practicaba públicamente, de un modo franco». Este poder excesivo estropea la capacidad de juicio tanto de los patanes como de los mejores intelectos. Porque «¿qué dominación no parecerá natural a quien la ejerce?».
Por eso «contrario a la naturaleza» suele querer decir «contrario a la costumbre». Subordinar a las mujeres es una costumbre universal. Ahora las dominadas comienzan a rebelarse. Mill apunta que, en realidad, él se está sumando a un movimiento ya en marcha: «Recientemente, millares de mujeres, sin exceptuar las más distinguidas, han dirigido al Parlamento peticiones encaminadas a obtener el derecho de sufragio en las elecciones parlamentarias [...] son cada vez más insistentes y cada vez es más seguro su éxito. Insisten, además, en ser admitidas en profesiones y ocupaciones que les han sido vedadas hasta hoy». Aunque Mill era ya viudo cuando compiló este escrito, hay que seguirle si dice que buena parte de él se nutre de las ideas de Harriet Mill, porque aquí realiza una paráfrasis de un texto de ella que, sin embargo, él había firmado en solitario, en 1851.[*]
En el texto de Harriet se cita la Declaración de Independencia y se señala que difícilmente se le puede poner el límite del sexo. No hay sufragio universal si la mitad de la especie humana está excluida de él. Toda persona que pague impuestos debe tener representación y también ser juzgada por sus pares. No deben hacerse entre ellas distinciones innecesarias ni degradantes. Se alude a la Declaración de Seneca, que es de 1848, pues se recoge la Convención de Massachusetts que inmediatamente la siguió. Se está inaugurando un movimiento de reforma política y social que será, probablemente, el más importante de la era. Las leyes civiles deben ser modificadas para que dejen de ser machistas y los empleos deben ser abiertos a ambos sexos. Existe un movimiento político, con objetivos prácticos y manifiesta voluntad de permanencia.
Abundando en el escrito de Harriet, Mill recalca que, si no existe libertad política ni personal para todas las personas, entonces lo que hay es un privilegio: «La división de la humanidad en dos castas, de las que una gobierna a la otra, es, en todos los casos [...] una fuente de perversión y desmoralización». Es una práctica universal que las mujeres nunca hayan tenido iguales derechos que los varones. Y en tres de las cuatro partes del mundo decir que algo «siempre ha sido así» es frase que cierra cualquier discusión. Pero no debemos seguir padeciendo la tiranía del hábito.
NO CONOCEMOS CASI NADA DE CÓMO SON LOS DOS SEXOS
El mundo es todavía muy joven. Todos los campos de los que se excluye a las mujeres se marcan sistemáticamente como no femeninos. Pero eso no es ninguna razón válida. Ninguna porción de la especie puede decidir cuál es la esfera propia de otra. La esfera propia de los seres humanos es tan amplia e importante como todo lo que puedan alcanzar a hacer o conseguir. Mill propone que cada ocupación sea libre y se verá que se abandonarán aquellas en que no se desempeñen bien. Post facto, no ante facto. Por ello es mejor callarse y no entrar en el asunto de qué cualidades son femeninas o masculinas, no porque haya poco que decir, sino porque hay demasiado. La posición de la mujer es muy diferente de la de cualquier otro tipo de súbdito: ella está bajo la atenta mirada de su dueño y, además, puede sufrir siempre su violencia. «Las mujeres son las únicas personas (aparte de los niños) que, después de demostrado ante los jueces que han sido víctimas de una injusticia, quedan bajo el poder del injusto. Por eso, aun después de malos tratos muy largos y odiosos, apenas se atreven a reclamar la acción de las leyes que intentan protegerlas, y si, en el colmo de la indignación o cediendo a algún consejo, recurren a ellas, no tardan en hacer cuanto es posible por ocultar sus miserias, interceder en favor de su tirano y evitarle el castigo que merece».
Las mujeres son esposas y madres, sí, porque no se les abre ninguna otra carrera. Los empleos no quieren repartirse por la razón confesada de que, de hacerlo, lo que en ellos se gana bajaría a la mitad. Pero, aun si ese llegara a ser el caso, sería preferible que ocurriera. Poder mantenerse a las propias expensas es irrenunciable. No existirá ningún código moral compartido mientras se siga manteniendo que la suprema virtud de la mujer ha de ser la lealtad al varón. Es el poder lo que está ocupando el centro de la obligación moral, con un varón que adora ejercer su voluntad pero que no quiere que su compañera tenga voluntad propia. En tiempos modernos y civilizados no puede reconocerse ninguna obligación que no sea recíproca. Ambos sexos tienen todavía existencias en exceso separadas y el matrimonio no los une. La esposa es parte del mobiliario del hogar al que el marido vuelve tras los negocios o el placer. Ellos viven entre ellos, con sus iguales, y son dotados de un poder irresponsable cuando están entre cuatro paredes.
El futuro moral de la humanidad pasa por acabar con todo esto. El carácter del mundo moderno es que nadie nace encadenado a un destino de por vida. Cada individuo «es libre para emplear sus facultades y aprovechar las circunstancias en labrarse la suerte que considere más grata y digna». Siempre que no se tenga la desgracia de nacer mujer. Entonces todos estos nuevos beneficios se le hurtan. «En la teoría moderna, fruto de la experiencia de miles de años, se afirma que las cosas que directamente interesan al individuo no marchan bien sino dejándolas fiadas a su exclusiva dirección, y que la intervención de la autoridad es perjudicial excepto en casos de protección del derecho ajeno». Los derechos son individuales y «el caso fortuito del nacimiento no debe excluir a nadie de ningún puesto adonde le llamen sus aptitudes».
De la auténtica naturaleza de los dos sexos no podemos saber nada. Mantienen un vínculo relacional, malo, además, que vicia cualquier entendimiento verdadero del asunto. Así que eso habrá que enviarlo al futuro. «Lo que hoy llamamos la naturaleza de la mujer es un producto eminentemente artificial, fruto de una compresión forzada en un sentido y de una excitación preternatural en otro. Puede afirmarse que nunca el carácter de un súbdito ha sido tan completamente adulterado por sus relaciones con los amos como el de la mujer por su dependencia del hombre».
Las mujeres son un cultivo de invernadero, fabricadas para servir y agradar. Poco se sabe de cómo son y, sin embargo, todo el mundo dogmatiza sobre ello. Todo lo que, tanto en varones como en mujeres, pueda explicarse por las circunstancias exteriores o por su educación debe descartarse. No sabemos y no hay modo de saber si existen entre ellos diferencias naturales. Nadie tiene tal ciencia y todo son conjeturas. No llega Mill a afirmar, como a veces Nietzsche, que «lo mujer» está fabricado por la distancia, pero a ello tiende. Ni a ellas debe creerse; las mujeres no hablan de sí mismas con sinceridad: no pueden.
LOS TALENTOS INEXPLORADOS DE LAS MUJERES
La prosa de Mill, normalmente límpida, rehúye las citas literales, pero no las paráfrasis. Y, cuando aborda este tema de si las mujeres son sinceras, hace una especialmente interesante y reveladora. «Comúnmente se ha recibido muy mal la expresión de ideas originales y pensamientos radicales y osados, aun emitidos por un hombre». Para él, «una mujer, educada en la idea de que la costumbre y la opinión han de ser leyes soberanas de su conducta», disimula. Mill hace entonces una referencia a Madame de Staël: «La mujer más ilustre de cuantas han dejado obras capaces de otorgarle un puesto eminente en la literatura de su país creyó oportuno poner este epígrafe a su libro más atrevido: “Un homme peut braver l’opinion; une femme doit s’y soumettre”. La mayor parte de lo que las mujeres escriben es pura adulación para los hombres».[*] Existen mujeres serviles, esclavistas más bien, capaces de arrastrarse mucho más de lo decente, lo digno e incluso lo meramente esperable. Son una ralea. De lo que digan o escriban no conviene creer nada. Y, de otra parte, lo cierto es que ninguna mujer está autorizada todavía a ser original; de modo que bastante tiempo habrá de transcurrir antes de saber nada seguro del asunto. Los varones se jactan de comprender perfectamente algo de lo que no tienen la menor idea. Mill lo soluciona con un latinismo: opinio copiae inter maximas causas inopiae est.[*] Ni un hombre, ni toda la colectividad viril junta pueden prescribir a las mujeres qué deben hacer. Abolidos los privilegios masculinos y su taimado proteccionismo ya se irá viendo de lo que ellas son capaces.
De hecho, l