Todo lo mejor

César Pérez Gellida

Fragmento

todolomejor-4

EL TIPO QUE IBA A SER SECUESTRADO

Taberna Wirtsgarten

Distrito de Köpenick. Berlín Oriental (RDA)

24 de septiembre de 1980

Todo lo mejor es lo peor cuando uno no sabe de qué lado está —sentenció.

Por aquel entonces, el tipo que iba a ser secuestrado sabía pocas cosas, pero las pocas cosas que sabía no eran objeto de debate en su fuero interno.

Sabía que el mundo en que le había tocado vivir se sustentaba en una omnímoda verdad: solo es cierto lo que es susceptible de convertirse en mentira. Y aquel axioma, aplicado como única regla del juego, provocaba que lo bueno y lo malo fueran dos conceptos confusos; dos ideas suplementarias que se fundían y confundían al tiempo que se complementaban.

Dos caras de una moneda que rara vez caía de canto.

Ello explicaba que, en un tablero con solo dos jugadores, lo que era bueno para uno no tenía por qué ser del todo malo para el otro. Dependía de cuáles fueran los intereses y estos, volubles y caprichosos, mutaban a mayor velocidad de lo que giraba la moneda en el aire. Pero, además, si se pretendía contar con un rival fuerte con el que proseguir la partida, era imprescindible repartir las victorias y las derrotas de forma ecuánime. De otra manera, ¿qué sentido tendría el capitalismo sin un peligroso enemigo al que temer como era el comunismo? ¿Y qué sería del Bloque Oriental sin la sempiterna amenaza del imperialismo?

El símbolo del dólar contra la hoz y el martillo.

Tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos y la Unión Soviética devinieron en antagonistas necesarios para escenificar un innecesario vodevil cuyo final infeliz se visualizaba en forma de hongo nuclear, de estallido cegador, de destrucción masiva replicada a lo largo y ancho del globo terráqueo en un apocalipsis que muchos tildaban de inevitable. Enclavada en el corazón de la vieja Europa e inmersa en ese marco belicista silencioso de principios de los años ochenta, existía una ciudad partida en dos que había sido elegida como escenario principal del conflicto y, al mismo tiempo —antojadizo infortunio—, como el único camerino que debían compartir los dos actores principales. Berlín representaba a la perfección las dos caras de esa moneda que, harto veleidosa, había caído de canto en forma de muro.

En ese enclave urbano, el tipo que iba a ser secuestrado había llevado al extremo la conjetura sobre la difusa frontera que separaba el bien y el mal, lo bueno y lo malo.

—Todo lo mejor es lo peor cuando uno no sabe de qué lado está —le repitió a su vecino de taburete, que, más ocupado por mantener la verticalidad que preocupado por el misterio que encerraba la frase, no le prestó oídos.

Algo contrariado, buscó la complicidad de Rudi, el barman del turno de noche del Wirtsgarten. Lo conocía desde hacía un par de meses, coincidiendo con su regreso de los JJ. OO. de Moscú, pero ello no obstaba para que se hubiera convertido, si no en un amigo, sí en su estoico confidente. Rudi escuchó sus últimas aseveraciones mientras pasaba el trapo a la sufrida barra sobre la que se acodaban muchos de los funcionarios más crápulas del Berlín Oriental. Y dentro del casi infinito funcionariado público de la República Democrática Alemana, no había un departamento más numeroso que aquellos que trabajaban para el Ministerio para la Seguridad del Estado, más conocido popularmente como la Stasi.

El tipo que iba a ser secuestrado era uno de ellos.

—Ya sé que vas a cerrar, interpreto las señales, pero haz un último favor a este sufrido cliente y ponle el penúltimo.

Sin otra opción que seguir sus instrucciones, Rudi agarró la botella de vodka de la marca Zhuravlí que tenía separada para él y le rellenó el vaso al tipo que se hacía llamar Viktor pero al que se solían referir con apelativos relacionados con los cráteres que el paso de la viruela había dejado en su rostro.

—Esto parece un cementerio. Voy a tener que animar a la parroquia —le dijo en voz queda—. Necesito que me ayudes.

—No me fastidies, Viktor, que me quiero marchar a casa de una vez —protestó tímidamente Rudi.

—Te dejo elegir: Auferstanden aus Ruinen o Augen geradeaus.

—¿Conoces Die Grenzerkompanie? —propuso Rudi.

—Otro día. Vamos con Auferstanden aus Ruinen.

Con las primeras estrofas del himno comunista, resonaron voces dispersas que provenían de las mesas del fondo, alguna enérgica, casi todas tímidas, forzadas a cumplir con el expediente patriótico.

Viktor se giró sin dejar de cantar y buscó con la mirada a la única pareja entusiasta que se había incorporado y alzado sus jarras de cerveza. La escasez de bombillas generaba amplias zonas de penumbra bajo las que se cobijaban aquellos que no querían exponerse al escrutinio ajeno. Ella, rubia, con el pelo cardado y el flequillo abombado hasta las cejas, le sonreía animosa. Él sostenía un cigarro entre los dientes y se cubría la cabeza con una desgastada gorra de corte leninista, que seguía siendo el distintivo por excelencia de la clase obrera en la Alemania del Este. Ninguno superaba la treintena; como él. Tambaleándose, se aproximó con su mejor sonrisa y la peor de sus intenciones, elevando la voz para entonar con la pasión que requería el tramo final de la letra.

—Und die Sonne schön wie nie über Deutschland scheint, über Deutschland scheint! ¡Salud, camaradas!

—¡Salud! —contestaron ellos al unísono.

—¿Puedo? —preguntó agarrando el respaldo de una de las dos sillas libres. Ninguno dudó.

—Por supuesto —dijo él cortésmente.

Viktor Lavrov levantó el brazo y le hizo una seña a Rudi. Los aturquesados ojos de la joven repararon en el grosero bulto que conformaba la Makarov de 9 mm —el arma oficial de la Stasi— bajo el ajustado jersey de su invitado. Antes de que la pareja terminara de contarle que él, Thomas, trabajaba en un taller de vehículos y ella, Annike, era dependienta de una floristería situada en el distrito obrero de Friedrichshain, ya había servido dos jarras de cerveza y entregado la custodia de su botella de vodka a su legítimo propietario.

—Mi Trabi me está dando problemas últimamente —expuso Viktor haciendo que su lengua patinara de un modo estrepitoso sobre el pavimento alcoholizado de su paladar.

—¿Qué tipo de problemas?

—De esos que te pueden arruinar el día. Arranca cuando le viene en gana y hoy no ha sido uno de esos días que le ha apetecido.

—¿De qué modelo se trata?

—Un 601, modelo Kübel del año... No sé qué maldito año es —reconoció tras vaciar el vaso.

—No me digas más. El sistema de calentamiento auxiliar da fallos en cuanto empieza a hacer frío. Si quieres traerlo al taller, lo reviso encantado y puede que mi jefe me permita hacerte una rebaja en el precio.

—Si mañana resucita, puede que lo haga —dijo recogiendo la tarjeta arrugada con visibles manchas de aceite que Thomas le ofreció.

Tras varios minutos de intercambio de información pueril, a Viktor le pudo su deformación profesional.

—¿Os dejáis caer mucho por aquí? —quiso saber el de la Stasi.

—Yo, en realidad, sí —intervino Annike—. Suelo venir con mi amiga Ebba, pero hoy tenía otros planes.

—¿Ebba Wiegmann, de la Comisión de Comercio y Abastecimiento?

—Ebba Lingor, de la pescadería Lingor de Friedrichsfelde —contestó ufana.

Viktor hizo como si hurgara en su memoria.

—No la conozco —dictaminó—, pero si es tan guapa como tú, sin ofender —añadió mirando a Thomas—, no me importaría conocerla.

La pareja intercambió un par de miradas cómplices.

—Camarada, creo que hoy es tu día de suerte —dijo él apoyando su mano en el hombro de Viktor.

—¡No me digas! ¡Cuenta, cuenta! —exclamó abriendo tanto los párpados que sus abultados ojos parecían querer escapar de sus órbitas de un momento a otro.

—Ebba nos está esperando en un local cerca de Gendarmenmarkt donde están celebrando una fiesta clandestina, pero todavía no nos hemos decidido a ir.

—Eso suena bien. Realmente bien.

—Tenemos nuestro coche a cinco minutos y mi Trabant 600 no será tan llamativo como el tuyo, pero arranca siempre. Estaremos allí en un pestañeo, ¿te animas?

El colmillo izquierdo asomó por la comisura de sus labios conformando esa delatora sonrisa de niño travieso que acaba de salirse con la suya.

Se ajustó la gabardina de cuero negro y se ciñó el sombrero Trilby a juego sin despedirse de Rudi ni pagar la cuenta, cuestión que solía zanjar a final de mes. En el exterior les esperaban el mes de septiembre y su temperatura nocturna en forma de invitación a apretar el paso. A Viktor le costaba caminar en línea recta, lo cual era objeto de mofa moderada por parte de sus acompañantes. El silencio de la madrugada redujo la comunicación a susurros, monosílabos y gestos ufanos mientras callejeaban por el deficientemente alumbrado barrio de Oberschöneweide.

—Ahí está —anunció Thomas señalando un oscuro callejón—. La puerta de la derecha no se abre, así que entrad por la izquierda —advirtió.

—¿Y a qué demonios estás esperando para arreglarla con tus propias manos? —preguntó Viktor.

Pero no fue eso lo que le hizo sospechar que algo no iba bien, sino la extraña indicación de este a Annike, apostada a su espalda. La secuencia se desarrolló en apenas unos segundos: primero sintió la bolsa en la cabeza y la inmediata dificultad para respirar, luego notó cómo le arrebataban el arma sin que pudiera hacer nada por impedirlo y finalmente el golpe en la cabeza que lo dejó aturdido mientras lo enlataban a la fuerza en el maletero del Trabant. La penuria morfológica de Viktor lo hizo compatible con la escasez volumétrica de aquel espacio en el que apenas si cabía una caja de herramientas.

Thomas condujo despacio para no alertar a ninguna rana de la Stasi, aunque, a esas horas, era harto improbable que croara alguno de los casi doscientos mil informadores con los que contaba la policía secreta de la República Democrática Alemana. La misión de los dos miembros del Servicio Federal de Inteligencia —el BND— consistía en detectar y secuestrar a importantes activos de la Stasi y trasladarlos a Alemania Occidental, donde, o bien se les sacaba información a la fuerza, o se les ofrecía trabajar como agentes dobles si entendían que el candidato merecía la pena. Al término de las tres semanas de seguimiento intensivo concluyeron que Viktor Lavrov —que ocupaba un cargo relevante dentro de la Administración 12, encargada de la vigilancia de las comunicaciones de sus vecinos del este— reunía las premisas fundamentales para ser invitado a trabajar para el BND desde dentro de la Stasi. Soltero, de vida notablemente disoluta, amigo de la nocturnidad y del dispendio. Ideal dependiendo de la cantidad que pidiera a cambio.

No tenían planificado hacerlo ese día, pero la oportunidad se les presentó en bandeja y estaban entrenados para actuar cuando los astros se alineaban, como estaba siendo el caso.

—No me puedo creer que todo esté resultando tan sencillo —opinó Annike, excitada.

—No nos relajemos. Todavía tenemos que sacarlo de ahí atrás, meterlo en el túnel y llevarlo al piso franco. En cuanto crucemos tenemos que avisar a Raimond para que se hagan cargo de él de inmediato y podamos regresar antes de que amanezca.

La entrada estaba en un bloque de viviendas de la calle Franz-Klühs con Friedrichstrasse. Eligieron ese lugar porque había tenido la fortuna de no terminar seriamente dañado tras los bombardeos aliados y por ello no había sido derrumbado y levantado de nuevo, sino que estaba reconstruido. Eso hacía que su nivel de ocupación fuera muy bajo, lo que minimizaba los riesgos. Además, los locales contaban con un sótano anormalmente profundo y una plaza de garaje individual soterrada prevista para la carga y descarga de mercadería. Así, con la excusa de realizar una reforma ambiciosa, el BND lo había adquirido bajo una sociedad falsa para llevar a cabo unas obras que se dilataron ocho meses. El túnel se sumergía a dos metros y medio bajo la superficie y contaba con sesenta y cuatro metros de longitud y dos de ancho. No era comparable con aquel que hicieron con la ayuda de la CIA y el SIS, con el propósito de interceptar las comunicaciones telefónicas soviéticas y que terminó siendo un fiasco para los intereses occidentales; sin embargo, cumplía con el objetivo para el que había sido diseñado: ser una puerta giratoria en el corazón del telón de acero. El acceso estaba tras otra del todo oxidada junto a una columna en la plaza de garaje n.º 17. Auspiciados por la soledad, Thomas clavó sus ojos en los de su compañera.

—Yo lo saco y tú me cubres mientras lo amordazo. Que no nos pase como con Reichmann, ¿de acuerdo? ¿Estás preparada?

Ella asintió.

El hecho al que se refería había terminado mal, sobre todo para el oficial de la Stasi, que, al recobrar la conciencia, se dejó llevar por el pánico y arremetió contra sus captores. Tuvieron que calmarlo a base de golpes con tan mala suerte que uno de ellos le provocó una fractura del hueso occipital y terminó por causarle la muerte.

El de la Stasi seguía inconsciente y presentaba idéntica posición fetal que cuando Thomas cerró el maletero.

—¿No estará...? —se preguntó ella.

—Joder, espero que no —deseó mientras se inclinaba para quitarle la bolsa de la cabeza y tomarle el pulso en la yugular—. Está vivo —desveló agarrándolo por las axilas—, pero pesar, pesa como un muerto.

Sucedió tan rápido que no parecía que fuera posible dentro de las leyes de la física.

En cuanto Viktor sintió que sus pies rozaban el suelo puso en marcha la última parte de su plan. Durante el trayecto se contorneó lo suficiente para lograr extraerse el escalpelo oculto dentro del tacón de la bota y escondérselo en la palma de la mano. Sabía que solo contaría con un instante de ventaja cuando trataran de sacarlo del maletero y no dudó, tal y como lo habían entrenado en el Centro.

Ahora tenía tomado a Thomas como parapeto, aferrándose a su pelo con la mano izquierda mientras que con el brazo derecho le rodeaba el cuello, dejando descansar en él el gélido filo del estilete.

—Si intentas algo, te abro de parte a parte —dijo alejándose unos pasos de Annike sin levantar la voz, más a título informativo que con propósito amenazador.

—¡Suéltalo! —exigió ella empuñando deficientemente la Makarov a dos manos.

Viktor no dejaba de moverse detrás del cuerpo de Thomas devenido en estatua.

—Escúchame con atención, Annike, preciosa. Si quieres volver a ver a la pequeña Nadine, tienes que confiar en mí. Concéntrate solo en eso —le pidió. En su voz no había ni rastro del dejo alcoholizado con el que salió del Wirtsgarten—. Ahora mismo no hay nada más importante que el que puedas volver a abrazarla. Cálmate, Annike. ¿Ves a Thomas? Él está tranquilo.

Oír el nombre de su hija de ocho meses le provocó una parálisis temporal, momento que aprovechó Viktor para agarrar la culata de la pistola que asomaba por encima del cinturón de su rehén.

—En este negocio hay que saber reconocer la derrota —prosiguió apuntando a la mujer con su mano izquierda—. Hasta esta noche os ha salido todo a la perfección, pero la perfección es una hija de puta efímera y esquiva con los que la persiguen. Tira el arma, Annike, y te prometo que cuando todo esto termine volverás con Nadine. Confía en mí. Vosotros dos no sois importantes, lo que nos interesaba era averiguar la ubicación del túnel, ¿entiendes? Propaganda. Eso es lo único que quieren los que nos gobiernan. A ellos les interesamos una mierda. Ni yo ni Thomas —citó aprovechando la coyuntura para aumentar la presión con el escalpelo— ni tú, ni mucho menos Nadine. Devuélveme el arma, preciosa. Déjala en el suelo y todo saldrá bien.

—Haz lo que dice —intervino él con el miedo cincelado en el rostro—. Nos han identificado; pase lo que pase, saldremos malparados. Mejor salir vivos —argumentó.

—Gracias, Thomas. Haz caso de lo que dice. Es mejor salir vivos. Piensa en Nadine.

La frustración se licuó a través de los lacrimales de Annike antes de soltar la pistola.

—Muy bien. Retrocede hasta la esquina, por favor. Eso es. Lo estás haciendo muy bien.

Viktor arrastró a Thomas hasta el lugar donde reposaba la Makarov y lo empujó con brusquedad hacia su compañera al tiempo que se agachaba a recoger el arma.

—Ya estamos terminando —dijo sin dejar de apuntarlos—. Ahora vamos a caminar muy tranquilos hasta el puesto de control de Friedrichstrasse. No lo vayáis a estropear ahora, ¿de acuerdo? No dudaré en apretar el gatillo si intentáis cualquier estupidez. Decidme, ¿estáis preparados o necesitáis unos segundos más para recobrar el control?

Ambos se buscaron con las manos y se agarraron antes de asentir levemente.

—Perfecto. Vosotros primero —les indicó.

Viktor no notó que se relajaban los músculos de la espalda hasta que los bañó la intensa luz del foco que coronaba la torre de vigía. Segundos después aparecieron al trote cuatro de los seis miembros que conformaban el destacamento de las tropas de frontera asignado al puesto de control de ese sector del Muro.

—Poneos de rodillas, bajad la cabeza y levantad los brazos. Hacedme caso, será más fácil así —les aconsejó Viktor.

El que lucía galones de teniente dedicó una mirada pasajera a los prisioneros antes de enfrentarse a la del tipo con la cara picada de viruela que empuñaba una pistola en una mano y sostenía su identificación de la Stasi en la otra.

—Hágase cargo de los prisioneros y comuníquese con el Ministerio para la Seguridad del Estado para que organicen su traslado inmediato a un centro de detención.

—Enseguida, camarada comandante Lavrov.

todolomejor-5

EL HOMBRE SIN ROSTRO Y LA CARA DEL MONSTRUO

Residencia de Viktor Lavrov

Distrito de Lichtenberg. Berlín Oriental (RDA)

25 de septiembre de 1980

Inmune a la terquedad de su radiodespertador, Viktor se había levantado premeditadamente tarde y conjurado contra la habitual premura de lo cotidiano. Acarreando la galbana matutina, se metió bajo la ducha dejando que el agua tibia se encargara de purgar los últimos vestigios de sueño. Luego se afeitó a cámara lenta y desayunó un café bebido mientras escuchaba el parte de las once a través de la Rundfunk der DDR. No podría decirse que existieran muchas emisoras para elegir, pero le encantaba la voz de la locutora, que, aun expresándose con marcado acento prusiano, sonaba casi acaramelada. Tanto era así que la noticia sobre la invasión de tropas iraquíes de su vecina Irán le sonó a principio de cuento de hadas. Conscientemente desatento, afinó el oído cuando escuchó novedades sobre Afganistán, donde hacía apenas dos meses que había sido destinado su compañero de promoción en la academia del KGB, Misha Nikolevich Kozlov, como parte del contingente de la Unidad Spetsnaz «Karpaty» enviada por el Kremlin. Desde entonces, el conflicto había cobrado algo de interés, todo lo contrario que la información de ámbito nacional y local, siempre tan sesgada como repetitiva. Antes de elegir su atuendo, salió al balcón para comprobar la temperatura, ya que, aunque el mes de septiembre solía ser por norma bastante atemperado, en ese Berlín de principios de los ochenta no convenía fiarse ni de la meteorología. El día se presentaba apacible a pesar de que el cielo estuviera habitado por grupúsculos nubosos sospechosamente plúmbeos. Por norma o por vagancia vestía con ropa cómoda, pero, en vistas a mantener una más que probable reunión con algún alto cargo de la Stasi para dar explicaciones de lo sucedido la noche anterior, resolvió ponerse el único traje que tenía en el armario: uno de corte occidental que habría hecho enrojecer de ira al camarada Jrushchov de estar habitando aún el mundo de los vivos.

Con el Trabi en el taller —aquella fue la única verdad que salió de su boca durante la conversación con los agentes del BND—, declinó hacer uso del transporte público para llegar a Normannenstrasse. Así, atravesando Landschaftspark a pie le volvió a asaltar una duda recurrente que no había logrado resolver desde que regresó de Moscú con un breve pero intenso affaire en su maleta: Erika Eisemberg. Desde Lubianka le habían encargado dar soporte a la delegación de deportistas de la República Democrática Alemana que acudía a los Juegos Olímpicos. Estos habían sido organizados por sus hermanos soviéticos con la clara intención de repartirse el medallero y demostrar al mundo que, en el ámbito deportivo, el comunismo también sabía imponerse al decrépito y grasiento capitalismo, como terminó sucediendo a la postre. Erika estaba adscrita al Comité para el Desarrollo del Deporte como responsable de la seguridad del equipo femenino y le llamó poderosamente la atención por su escabroso carácter, en perfecta sintonía con su escarpada belleza. Tenía que conocerla y, como solía ocurrirle ante los retos imposibles, se empeñó en hacerlo posible. Habiéndose criado en Moscú, adoptar el papel de anfitrión cultural le allanó el camino y descubrió durante el itinerario a la mujer más fascinante con la que había tenido el infortunio de cruzarse. No tardó en averiguar que bajo aquella diamantina coraza pulida por su marcada orientación al logro se ocultaba un alma prístina, un corazón apasionado que debía conquistar mediante una maquiavélica combinación de asedio y ariete. Quedaban cuatro días para que se clausuraran las Olimpiadas cuando la cita que empezó en el Bolshói terminó entre las sábanas del Hotel Pekín y ambos aparcaron sus obligaciones para dar rienda suelta a sus instintos. Revivir aquellas escenas hizo que el cincel de la memoria labrara un gesto lascivo en su cara. Desde entonces, habían transcurrido siete semanas y Erika Eisemberg seguía esquivando sus infructuosos intentos por retomar la relación en Berlín. La última llamada se había producido hacía cuatro días y ni siquiera había logrado hablar con ella.

No hacía falta ser psicólogo titulado para darse cuenta de que algo no marchaba bien.

Antes de llegar a la sede del Ministerio para la Seguridad del Estado había reducido las opciones a dos: o daba un paso adelante o dos atrás. Pospuso la resolución para otro momento, otro en el que no tuviera que tener todos sus sentidos puestos en tratar de justificar a la Administración Central de Coordinación —ente encargado de gestionar las relaciones de la Stasi con el KGB— los motivos que le habían llevado a actuar la noche anterior por su cuenta y riesgo.

El mastodóntico edificio, armazón físico del órgano de inteligencia de la RDA, daba cobijo a una compleja estructura departamental que conformaba uno de los servicios secretos más prolijos y eficaces del mundo. No en vano había sido engendrada y amamantada por la mejor de todas las madres, el KGB, hasta que cumplió la mayoría de edad y la criatura empezó a labrarse su propio destino bajo la tutela, eso sí, de su padre putativo: Yuri Andrópov. En aquellos años contaba con más de noventa mil funcionarios, a los que habría que añadir las casi doscientas mil personas que trabajaban de forma indirecta y que se catalogaban de dos maneras: colaborador informal e informante secreto, más conocidos bajo sus siglas en alemán IM y GI, a su vez subdivididos en distintas categorías en función de las tareas asignadas por la «Compañía» —como era denominada internamente la Stasi—. Una vastísima red a través de la que controlaban a sus conciudadanos y, cómo no, a los reducidos pero aún existentes focos de disidencia. La Stasi era el escudo y la espada del Partido Socialista Unificado, el SED, un instrumento de poder que luchaba en la primera línea de frente contra la influencia occidental en Europa, sosteniendo sobre sus hombros el peso del telón de acero gracias a sus brillantes acciones de contraespionaje y a la soberana influencia que ejercía sobre otros servicios de inteligencia de los países firmantes del Pacto de Varsovia.

—Adelante —le dijo el militar tras comprobar su credencial.

Viktor se disponía a tomar el camino habitual a su despacho en la tercera planta, donde se ubicaban las dependencias de la Administración 12, cuando una mujer muy entrada en carnes, gafas de concha de tortuga y corte de pelo de penitenciario le abordó por el flanco izquierdo.

—Camarada comandante Lavrov, le esperan arriba —informó, cáustica. El adverbio de lugar estaba en consonancia con el insigne emplazamiento que ocupaban los altos cargos del ministerio.

Sin más explicaciones, la mujer echó a andar a paso ligero hasta el ascensor que llevaba a los altares de la República Democrática Alemana.

—¿Le puedo preguntar con quién me voy a reunir? —quiso saber él.

—Puede.

El pasillo, revestido en maderas nobles y con un suelo de parqué bien pulido y abrillantado, exudaba cierta calidez que chocaba frontalmente con la austeridad decorativa omnipresente en las plantas inferiores. De las paredes colgaban cuadros patrióticos y fotos entusiásticas entre otros símbolos comunistas y del partido, como si fuera necesario recordarle a uno dónde estaba. Al fondo, una puerta de doble hoja con picaporte dorado.

—Aguarde ahí —dijo ella señalando un grupo de sillas que flanqueaban la entrada. Sentado, un hombre que ocultaba el rostro entre sus manos y movía las piernas con notable denuedo esperaba su turno con el desasosiego de un padre primerizo en la sala de espera de un hospital.

—El asistente del ministro Mielke saldrá a buscarle. Que tenga un buen día.

—¡Un momento! ¡Un momento! —intervino el hombre—. No sé si es consciente de ello, pero llevo casi dos horas aquí plantado y no dispongo de toda la jornada. ¡¿Cuánto más me va a hacer esperar?!

Tendría diez años más que él, pero aún era joven para haber sucumbido de forma tan cobarde ante la alopecia en la zona de la coronilla, cuestión que parecía querer compensar con unas patillas largas y pobladas que le llegaban hasta la comisura de la boca. Su acento, pero sobre todo la marcada pronunciación de los «yut» en vez de «gut» y los «icke» por «ich», denotaba su origen berlinés.

—Cuando el ministro Mielke lo estime oportuno —respondió ella en un tono neutro profundamente irritante.

El hombre de irreversible futuro alopécico arropó el oprobio dentro de su abrigo de piel vuelta marrón y se sentó de nuevo farfullando imprecaciones inteligibles contra el cabeza visible de la Stasi y artífice fundamental del crecimiento de los servicios de inteligencia de la RDA: Erich Mielke. Para entender hasta qué punto había llegado tal desarrollo valdría con decir que, a principios de la década de los ochenta, en la Unión Soviética existía un agente del KGB por cada seis mil habitantes mientras que en la República Democrática Alemana la proporción era de un informante de la Stasi por cada siete ciudadanos.

Viktor había coincidido con Mielke en contadas ocasiones, pero solo había tenido la oportunidad de cruzar algunas palabras con él cuando le dio la cordial bienvenida en su incorporación como oficial conector del KGB para la Administración 12. Hasta donde él sabía, se trataba de un comunista convencido que se exilió en la Unión Soviética huyendo del nazismo para integrarse dentro del temido NKVD, la agencia precursora del KGB. Tras la derrota alemana en la Segunda Guerra Mundial, Mielke regresó a su país muy bien colocado dentro del organigrama soviético, por lo que no le costó integrarse en el sistema de gobierno del territorio entregado al comunismo. Desde 1957 dirigía la Stasi con puño de hierro, obsesionado por el control exhaus­ti­vo de las comunicaciones internas pero sin olvidarse del exterior, donde también cosechó importantes triunfos gracias a la infiltración de sus agentes en los servicios secretos e instituciones occidentales.

No podría decirse que Viktor Lavrov estuviera tan alterado como su desconocido compañero de espera, pero notaba un incómodo cosquilleo en el estómago con el que no estaba acostumbrado a lidiar.

El sonido de la puerta funcionó como resorte para ambos.

Un sujeto que parecía haber nacido con el uniforme del Regimiento de Guardias Félix Dzerzhinsky —el cuerpo de élite del ejército bajo la dependencia directa del Ministerio para la Seguridad del Estado— se plantó delante del ruso y lo examinó de hito en hito.

—Es por aquí —le invitó sin modificar un ápice su altivo semblante.

El hombre de irreversible futuro alopécico y de profusas patillas resopló hastiado, o puede que rendido, antes de dejarse caer sobre la silla y volver a su postura original.

En la cabecera de la mesa de reuniones reconoció a Erich Mielke luciendo traje negro, camisa beige, zapatos claros y corbata oscura. Sostenía una pose plenipotenciaria bien consolidada gracias a una cuidada expresión de rey David —dechado de virtudes—, en apariencia apática pero enérgica, con las manos recogidas tras la espalda, el pecho henchido y la barbilla ligeramente elevada.

Otra persona permanecía sentada a su derecha dándole la espalda mientras revisaba unos expedientes repartidos sobre el tablero.

—Adelante, por favor —pronunció en un ruso más que aceptable ofreciéndole la silla de su izquierda. Acto seguido se valió de los apoyabrazos para descender su septuagenaria humanidad hasta el tapizado azul ofensa que cubría las sillas. Las partículas odoríferas del tabaco eran la especie dominante en aquella estancia de atmósfera claustrofóbica presidida por una máscara mortuoria de Lenin fabricada en yeso.

El del KGB se tomó su tiempo en contestar.

—Gracias, muy amable.

—Le confieso que me encantaría mantener esta reunión en su idioma, pero nuestro invitado, aunque lo maneja incluso mejor que yo, prefiere hacerlo en alemán. ¿Algún inconveniente?

—Ninguno.

Pero no era cierto.

Reconocer las enigmáticas facciones de uno de los mitos vivientes de la historia del espionaje le robó el aliento primero y las palabras después.

En algún lugar de la RDA

Se entretenía con los pedacitos de pared que había logrado arrancar de las partes más húmedas localizadas cerca de la tubería. Los trozos más grandes, diecisiete, hacían las veces de piezas de artillería y los había ubicado estratégicamente sobre la almohada para sacar el máximo partido a la elevación del terreno. Las seis divisiones SS pertenecientes al 9.º Ejército Panzer de la Wehrmacht esperaban ansiosas la orden del mariscal Niclas Kühn, de nueve años —metido en el papel de Erich von Manstein—, toda vez que los Stuka habían castigado las líneas enemigas siguiendo el manual operativo de la Blitzkrieg. A pocos kilómetros —exactamente a ocho palmos de distancia— aguardaban cientos de T-34 del Ejército Rojo desplegados por Georgi Zhúkov con la única misión de detener la gloriosa contraofensiva alemana luego del desastre de Stalingrado. Las jornadas más gloriosas de la Operación Zitadelle se libraban en aquella fría y lóbrega estancia, reproduciendo a su modo las campañas que tantas veces le había relatado su tío Karl, veterano artillero de un Tiger destinado en el frente oriental. En aquel mes de julio del año 1943 les tocó salir derrotados, pero él estaba decidido a cambiar el curso de la historia.

La luz rácana y mohosa que se colaba entre las rejas de aquel inalcanzable ventanuco era más que suficiente para bañar todo el teatro de operaciones gracias a las muy bien entrenadas pupilas de Niclas, acostumbradas a optimizar la escasa claridad tras semanas de cautiverio. Se disponía a avanzar con la 4.ª División cuando oyó el sonido del candado. De inmediato ordenó la retirada a sus cuarteles de invierno, sitos en la esquina más alejada de la puerta, y se parapetó entre sus ennegrecidas rodillas al tiempo que se agarraba con fuerza a los tobillos. La tiritona se manifestó antes de que Mofletudo —como había resuelto llamar al hombre de carrillos regordetes y ojos de un azul agonizante— encendiera la luz y cerrara la puerta tras de sí. Apretó los párpados con fuerza, como si así pudiera mantenerse oculto a su mirada.

—¡Por todos los santos! ¡¿Te has vuelto a mear en el colchón?! ¡Qué asco! ¿No te he dicho mil veces que lo hagas en la palangana?

Niclas no sabía si se le había vuelto a escapar o no. Su pituitaria ya se había acostumbrado a procesar el hedor del encierro, lo cual no era ni estaba cerca de ganarse un lugar en su listado de preocupaciones.

El ruido de la bandeja metálica al estrellarse contra el suelo hizo que se estremeciera.

—¡A partir de ahora, si te meas, no comes! —dictaminó Mofletudo—. A ver si de este modo aprendes a respetar las normas.

Pero comer tampoco estaba en su listado de preocupaciones.

—Extiende los brazos, quiero ver cómo evolucionan las heridas. Espero que no se te hayan infectado como a la tonta de ahí al lado.

Ese era el epíteto con el que solía referirse a la niña a la que escuchaba llorar todas las noches. De ella solo sabía que ya estaba cuando llegó. Él era mucho más fuerte, solo se había dejado llevar por el llanto en un par de ocasiones los primeros días, pero, desde entonces, cuando notaba que crecía la desesperación en su pecho, recurría a las palabras de sor Theresa: «Llorar es síntoma de debilidad y los débiles son cadáveres que todavía no han encontrado su ataúd». Funcionaba. Mientras Mofletudo manipulaba los vendajes que cubrían sus muñecas, se trasladó mentalmente a otro lugar, uno cualquiera donde no tuviera que morderse el interior de los carrillos para soportar la grima que le causaba sentir el frío y suave tacto de sus huesudas manos. Porque no siempre los monstruos tienen garras afiladas.

—Están bien —dictaminó—. A ver los otros cortes.

En total eran ocho contando con los de los de los tobillos y aparecían por arte de magia después de alguna de esas pesadillas que sufría cada tres o cuatro noches. Se despertaba empapado en sudor, con la boca seca y un fuerte dolor de cabeza que era incluso mayor que el que sentía bajo el nuevo apósito. Durante unas horas se encontraba tan bajo de fuerzas que no era capaz de moverse del colchón y lo único que hacía era beber agua de forma obsesiva.

—Toma esto, te vendrá bien.

Niclas dudó, lo cual, ya lo sabía, no le convenía en absoluto.

—Abre la boca. No me hagas repetírtelo.

Cuando Mofletudo le hablaba así, bajando la voz y endureciendo el tono, desaparecía toda vacilación posible. Sabía amargo y le dejaba un sabor de boca que le repugnaba tanto como el de las coles que le hacían comer los domingos en el primer orfanato en el que estuvo.

—Que no se derrame nada.

Cuando vació la jeringuilla se atrevió a mirarlo por primera vez. La membrana blanquecina que recubría sus ojos los hacía inexpresivos, como corresponde a los de un monstruo por mucho que se presentara bajo apariencia humana. Niclas esperó a que se alejara para hacer la pregunta.

—¿Cuándo me va a llevar con mi nueva familia?

—Ya queda menos —resolvió Mofletudo antes de cerrar la puerta.

Los blindados de la 4.ª División habían roto el flanco izquierdo soviético cuando empezó a notar el picor. Se frotó las pestañas con las palmas de las manos y se recostó sin soltar los tres Panzer IV que conformaban el pico de lanza de su ataque. El mariscal necesitaba tomarse un receso, pero en cuanto despertara ya iban a ver los malditos rojos cómo se las gastaba la Wehrmacht aun estando en claras condiciones de inferioridad.

Rendirse no era una opción, ni para sus tropas ni mucho menos para su comandante en jefe.

Esa fue la última disposición de Niclas antes de dejarse vencer por los demoledores efectos depresores de la ketamina.

Despacho de Erich Mielke. Berlín Oriental (RDA)

—Comandante Lavrov, le presento al camarada teniente general Markus Wolf, nuestro jefe de la Hauptverwaltung Aufklärung, de quien, a buen seguro, habrá oído hablar.

Esta vez no pudo disimular su complejo de inferioridad al estrecharle la mano al jefe del Servicio de Inteligencia en el Extranjero, conocido como el HVA, siglas bajo las que se escondía la joya de la corona de la Stasi. Estar cara a cara con el tipo al que todos los servicios secretos de Occidente conocían como «el hombre sin rostro» no era para menos.

Con apenas treinta años, la persona que le examinaba tras esas gigantescas gafas ya era el número dos de la Stasi. Ahora, cerca de cumplir los sesenta, atesoraba una carrera que le convertía en leyenda viva del espionaje. Un espejo en el que les gustaría mirarse a todos los servicios de inteligencia de ambos lados del telón de acero, que tardaron más de dos décadas en conseguir fotografiarle. La edad no se había cebado en absoluto con él. Conservaba ese atractivo físico que tantos éxitos les había proporcionado a él y a su red de espías Romeo: agentes que explotaban sus encantos físicos para llegar al corazón —pasando previamente por la cama— de las personas susceptibles de convertirse en una fuente de valiosa información.

—Nos gustaría hacerle algunas preguntas sobre la... operación —definió Mielke con aire más hirsuto que sarcástico— de la pasada noche. Lo primero que querríamos saber es qué le llevó a actuar sin la aprobación ni el conocimiento de ningún oficial al mando.

El ruso adoptó una postura cómoda en cuanto resolvió que no le habían llamado para felicitarle. Durante sus años de formación en materia de interrogatorios aprendió que los oídos eran la herramienta principal a la hora de obtener datos relevantes con independencia de la silla que le tocara ocupar. En Lubianka les enseñaron a controlar los músculos faciales, a manejar las miradas, a engañar con el movimiento corporal, pero la voz..., la voz lo era todo. El único indicador fiable toda vez que se comprende que las cuerdas vocales no se pueden adiestrar. La entonación, el léxico, el volumen, las pausas, el tono..., en definitiva, la voz como único indicador que debía tenerse en cuenta. La acritud y la ironía en las dos primeras frases del director de la Stasi eran dos variables que, estando presentes en la misma ecuación, hacían que el resultante no pudiera ser distinto a la cautela.

—Contaba con un testimonio fiable y muy poco tiempo para proceder. Tuve que elegir entre actuar por mi cuenta y riesgo o dejar pasar la oportunidad de atrapar dos importantes activos del BND.

Mielke elevó las cejas y movió los labios como si estos estuvieran deseosos de dar a conocer sus pensamientos. Seguidamente, le dio una prolongada calada al cigarro y expulsó el humo por la comisura de la boca.

—Si le parece —retomó en un tono más sosegado y una octava más baja, como si el tabaco hubiera funcionado de calmante—, vamos con su expediente, que nos ha facilitado la Administración Central de Coordinación. Lo primero que me ha llamado la atención es su verdadero apellido. He leído que es de ascendencia española y que su abuelo combatió en la Guerra Civil española.

—En el tercio requeté de Zumalacárregui. Murió en la batalla del Ebro —completó.

—Combatiendo en el bando fascista.

—Donde le tocó.

—Ya. Yo lo hice en las filas de las Brigadas Internacionales como parte del contingente del NKVD enviado desde Moscú para dar soporte al Servicio de Información Militar republicano. Los españoles piensan con el corazón, la cabeza solo la usan cuando el corazón deja de latir —sentenció con jocosa intencionalidad.

El ruso fijó la vista en algún punto muerto a la espalda de su interlocutor e inspiró profundamente.

—Mi padre, natural de Bilbao, se alistó con dieciocho años en el Ejército Rojo, en la 56.ª División de Infantería que comandaba el teniente general Vladimir Petrovich Sviridov. Lucharon en el frente de Leningrado tratando de detener el avance del ejército alemán, pero en Krasni Bor se encontraron con la División Azul enviada por Franco. Aquellos españoles veteranos de la contienda española pensarían con el corazón, pero le aseguro que nuestros oficiales, oficiales rusos —aclaró—, preferían combatir contra los disciplinados alemanes antes que contra los apasionados españoles.

A Mielke aquello le hizo gracia o, cuando menos, lo aparentó.

—Eso he oído. Sin embargo, en esta guerra que estamos librando ahora no hay campo de batalla ni enviamos soldados al frente. Puede que sea una guerra silenciosa, pero no por ello es menos despiadada. Nuestras municiones son nuestros agentes de los servicios de inteligencia. Inteligencia —recalcó esta vez sin acritud—. ¿Conoce los procedimientos con los que trabajamos aquí?

—Perfectamente.

—Si no me equivoco —prosiguió consciente de que no se equivocaba—, usted está asignado a la Administración 12 y su labor como experto enviado por Moscú consiste en procesar los reportes que le llegan de nuestra red de comunicaciones. ¿La información que le llevó a actuar por su cuenta y riesgo —parafraseó— la obtuvo a través de alguno de estos reportes?

—No.

Erich Mielke fabricó una pausa para forzarle a completar su respuesta. Respuesta que no llegó ni siquiera durante el tiempo que invirtió en sacar otro cigarrillo, enderezarlo con el índice y el pulgar, encenderlo y darle una prolongada calada.

—¿Cómo identificó a los agentes del BND?

—A través de un informador.

—Ya veo... ¿Qué informador, camarada comandante?

Este carraspeó al tiempo que se apretaba los lacrimales.

—Al leer el reporte de la desaparición del camarada Stegemann me di cuenta de que aparecía un nombre que me sonaba haber leído hace poco en otro informe, concretamente en el del secuestro de Franz Mittag. Me refiero a la taberna Wirtsgarten. No me considero un especialista en la investigación, pero me pareció tan obvio que no podía tratarse de una mera coincidencia que resolví comprobarlo sobre el terreno.

—Prosiga.

—Parece que es un lugar frecuentado por algunos miembros del ministerio.

—Estamos al corriente de ello.

—Necesitaba tener más ojos que los míos allí dentro, así que busqué a la persona indicada.

—¿Qué persona?

—Una que tuviera, digámoslo así, alguna debilidad. Revisé unas cuantas fichas hasta que di con el candidato idóneo. Anoche recibí una llamada de mi informante para decirme que había reconocido a una pareja que estuvo en el local la noche que se llevaron a Mittag. Podía ser una casualidad, pero algo me empujó a cerciorarme personalmente. Estuve comportándome de manera un tanto imprudente con el propósito de llamar su atención hasta que lo conseguí. Cuando mi confidente me avisó de que la pareja había preguntado por mí, supe que se trataba de ellos y articulé un plan sobre la marcha. Tenía dos opciones: reportarlo o actuar, y me decidí por la segunda.

—Su confidente... Veo que está empeñado en no revelar su identidad.

—Así me lo enseñaron.

—¿Aunque se lo esté pidiendo yo directamente?

—Con todos mis respetos, ministro Mielke, no lo revelaría aunque el mismísimo Stalin se levantara de entre los muertos y me amenazara de muerte.

Mielke buscó el veredicto en la mirada de Markus Wolf. Este hizo un casi imperceptible movimiento con la cabeza antes de volver a los papeles que seguía revisando.

—No vuelva a actuar sin el conocimiento y la aprobación de la persona que corresponda —dictaminó el máximo exponente de la Stasi.

—Así se hará.

—Dicho esto, el motivo por el que se le ha convocado es otro. Todo lo que escuche a partir de este momento no puede salir de este despacho y esto incluye a su madre patria. Si algún día recibo una llamada de Moscú mencionando algo que tenga que ver con este asunto, le puedo asegurar que no habrá agujero sobre la faz de la tierra en el que pueda esconderse.

Y selló la amenaza aplastando el cigarro en un cenicero repleto de colillas.

—Su turno —invitó a Markus Wolf, que había permanecido hasta entonces en estado vegetativo.

—Tenemos una grieta que debemos sellar de inmediato. Un topo trabajando para el BND —desveló sin preámbulos, como si fuera algo que de tanto repetirlo hubiera perdido el significado— y puede que también para los británicos.

El del KGB se limitó a sostenerle la mirada.

—No es una sospecha, es un hecho debidamente constatado. La filtración ya ha afectado a tres de nuestros agentes, que, en el plazo de un mes, han sido detenidos en Berlín Occidental, Múnich y Bonn. Hemos retirado algunos de nuestros activos, pero otros, por distintas razones, no pueden ser evacuados. Nollau nos quiere devolver el golpe que les asestamos con Günter Guillaume en el setenta y cuatro.

El citado era uno de los mayores éxitos cosechados por la red de espías de Wolf. El agente del HVA había logrado infiltrarse en las entrañas del Partido Socialdemócrata, llegando a convertirse en uno de los hombres de confianza del canciller Willy Brandt. Los jugosos reportes de Guillaume otorgaron a la Stasi una ventaja sustancial a la hora de anticiparse a los movimientos políticos de su vecino de Occidente.

—Podría no ser más que una pequeña falla en nuestro sistema de comunicaciones, pero debemos evitar a toda costa que nos suceda lo mismo que al MI6 con George Blake, al KGB con Oleg Penkovsky o a la CIA con Aldrich Ames. ¿Conoce los casos?

—Los conozco. Por supuesto que los conozco —afirmó casi dolido.

—Bien. Hemos elaborado un listado de veintidós sospechosos con acceso al nivel de información que está circulando al otro lado del Muro. Se trata de cargos muy importantes dentro del partido y, por supuesto, dentro de este ministerio. No hace falta que le explique lo escrupulosos que debemos ser y las dificultades con las que nos estamos encontrando a la hora de descartar candidatos.

La sonoridad de las «eses» sordas y la pronunciación de las «st» y «sp» como «scht» y «schp» denotaban su origen suabo sin ningún género de dudas.

—Me hago cargo.

—Es por esta razón por la que estamos valorando abrir el abanico de opciones. Somos conscientes de lo meritorio que es alcanzar con su edad el grado de comandante dentro del KGB. Además, cuenta usted con una carta de recomendación firmada de puño y letra por Andrópov y, según el expediente que nos hicieron llegar en su día desde el Centro, lo consideran un experto en análisis de conducta así como diestro en negociación por su, leo textualmente, «marcada habilidad para empatizar con posturas opuestas». ¿Podría explicarnos hasta dónde llega esta virtud?

El ruso se humedeció los labios antes de contestar a la pregunta trampa.

—Tiene que ver con la facilidad para comprender el comportamiento de las personas y, en consecuencia, de conectar con ellas al margen de que se compartan o no criterios políticos o de otra naturaleza, y actuar con independencia de los vínculos afectivos que se generen. Digamos que es un don desarrollado a conciencia para ser explotado en mi beneficio. Nuestro beneficio —precisó.

—Es justo eso de los vínculos afectivos lo que nos genera dudas.

—Quiere decir que, aunque llegue a conectar con el sujeto, soy capaz de no verme afectado en la toma de decisiones.

—No parece que sea así, habida cuenta del recelo que ha demostrado a la hora de revelar el nombre de su confidente.

—Eso responde a motivos de carácter operacional. Si hubiera desvelado su identidad, no sería apto para la misión que están a punto de encomendarme —expuso el ruso, contundente.

Ambos se miraron brevemente.

—Está en lo cierto. De haberlo hecho, usted y yo no estaríamos hablando en estos momentos.

—Vamos al grano, Misha, te lo ruego —intervino Miel­ke—. No querría volver a llegar tarde a la enriquecedora reunión semanal del Politburó.

El aludido empeñó unos segundos en cuadrar de forma milimétrica los folios antes de levantar de nuevo la mirada.

—Queremos que nos ayude a captar a uno de los dos agentes del BND que tenemos en las celdas de abajo. La profusa y nutrida formación que les proporcionan en Lubianka incluye el soporte de la red desplegada por todo el mundo por su afamada Oficina S, ¿verdad?

—Así es. Pero no soy, estoy muy lejos de serlo —añadió—, especialista en captar y controlar agentes infiltrados en otras agencias. La teoría la conozco, sí, ahora bien...

—Para todo hay una primera vez, camarada —le interrumpió Wolf—. No obstante, aquí la cuestión está en saber si está dispuesto a hacerlo o no. Si conseguimos sellar la filtración, le certifico en mi nombre, en el del ministro Mielke y en el del partido que este país sabrá saldar la deuda contraída con usted.

Por la cabeza del ruso empezaron a circular infinidad de variables, posibilidades y alternativas, pero ninguna lograba machihembrar en forma de decisión.

—Les propongo algo.

Los diminutos ojos de Markus Wolf parecieron agrandarse en su perplejidad. No eran estas las personas acostumbradas a escuchar proposiciones de subordinados.

—Permítanme hablar con los prisioneros y si consigo conectar con alguno aceptaré el encargo. Ah, también necesitaré los expedientes que tengan de ellos y de sus familiares.

Erich Mielke, acuciado por las manillas de su viejo reloj de fabricación rusa, Sturmanskie, no caviló en exceso.

—Encárgate de organizarlo para que los vea hoy mismo —le dijo a Wolf—. Mañana quiero su respuesta.

—Incorpórese en su puesto y espere mis noticias —le conminó este.

Antes de incorporarse, el número uno de la Stasi se golpeó en la frente.

—¡Maldita sea! Casi me olvido. Atiende al Vopo ese de la Kriminalpolizei que me hostiga todas las semanas. Está esperando fuera, yo saldré por el ala norte.

—¿Y por qué no acude al ministro del Interior, como le corresponde?

—Ya lo ha hecho. Es el hijo de un viejo amigo del partido, también excombatiente de las Brigadas Internacionales. Un gran hombre al que respeto mucho. Pídele excusas en mi nombre, escúchale unos minutos y lo despachas con el mismo mensaje que le vengo repitiendo desde la primera vez que accedí a conocerlo: en la República Democrática Alemana no tenemos asesinos en serie.

En ese preciso instante, todos los neurorreceptores de Viktor Lavrov, psicólogo criminalista y comandante del KGB destinado en Berlín, entraron en estado de alerta. Milisegundos después de que fueran movilizados ya estaban incorporados a filas y dispuestos a morir por la causa. Mientras su cuerpo estaba estrechando las manos de Erich Mielke y Markus Wolf, su mente estaba trazando un plan. Durante el trayecto hasta la salida, metió la mano en el bolso de la gabardina y sacó una de sus tarjetas.

—¿Tiene una pluma a mano? —le pidió al asistente de uniforme que le acompañaba—. Necesito anotar algo que me ha dicho el ministro Mielke antes de que se me olvide.

Este hurgó de mala gana en el interior de su guerrera.

—Aquí tiene.

El del KGB compuso una mueca afable cuando terminó de escribir lo que precisaba e hizo como si se guardara la tarjeta. En cuanto salieron se dirigió al hombre de las pobladas patillas, que, consumido por la espera, había adoptado una postura rayana en lo impropio: repantigado en la silla, con las piernas abiertas y los brazos cruzados a la altura del pecho.

—Su turno. Un placer la charla, camarada...

Este se incorporó mecánicamente tratando de lidiar con su sorpresa. Su complexión física se agigantó cuando lo vio erguido por primera vez.

—Inspector jefe Bauer.

—Viktor Lavrov. Un placer, camarada. Le deseo toda la suerte del mundo —le dijo estrechándole la mano. En el contacto le transfirió la tarjeta y le explicó con la mirada lo que debía hacer con ella.

Sin más, se encaminó hacia el ascensor repitiendo para sí las tres últimas palabras que había pronunciado Mielke.

todolomejor-6

TEUTONES Y ESLAVOS

Centro de detención de Marx-Engels-Platz

Distrito de Lichtenberg. Berlín Oriental (RDA)

26 de septiembre de 1980

Era la tercera vez que el uniformado revisaba el formulario, como si el mero hecho de incluir la firma de Markus Wolf requiriera una certificación exhaustiva.

—Los pueblos teutones y los eslavos jamás podremos convivir en paz —sentenció el ruso sin intención alguna de aplacar su irritación.

—¿Cómo dice? —le preguntó.

—Identifíquese —le ordenó.

—Cabo segundo Hebert.

—Digo, cabo segundo Hebert, que no hay manera posible de que la idiosincrasia alemana y la eslava puedan convivir en un espacio determinado. No somos fuerzas opuestas que se complementan, como el yin y el yang, no, para nada. Somos polos opuestos que se repelen. Ustedes tienen una maquinaria interior programada al nacer que, una vez que se pone en marcha, funciona. Puede que alguna pieza deje de funcionar, entonces la localizan, la sustituyen por otra y se terminó el problema. La nuestra cuesta mucho que arranque y, cuando se detiene, no nos paramos a pensar que puede ser una avería, no, simplemente la destruimos y sustituimos toda la maquinaria. ¿Comprende? A ustedes todo les suma lo que les tiene que sumar. A nosotros si no nos suma convencemos a la fórmula para obtener el resultado que necesitamos. Son senderos distintos que llegan al mismo lugar, la diferencia es que uno recorre verdes praderas y el otro lomas encrespadas.

—No le sigo, camarada...

—Lo daba por hecho. A ustedes solo les sirven los esquemas o las espadas. Lo llevan en los genes como herederos que son de los Caballeros Teutones. ¿Conoce la historia de sus ancestros los Caballeros Teutones? ¿Ha oído hablar de la batalla de Tannenberg?

El militar dudó si debía contestar o no.

—Me temo que no.

—Otro gran error de los alemanes. El que no conoce su historia está condenado a repetirla. Ustedes han provocado dos guerras mundiales que han terminado perdiendo y todavía siguen en pie esperando provocar la tercera.

—No creo que...

—¿No cree? —le interrumpió—. Usted no está facultado para labrarse una opinión propia. Si ni siquiera conoce su historia, maldito cabeza cuadrada. Para eso tiene que saber qué sucedió en Tannenberg. ¿Quiere saber lo que sucedió en Tannenberg?

Este asintió a la vez que se encogía de hombros, como si no le quedara más remedio que ser ilustrado por aquel ruso impertinente de ojos saltones y la cara picada de viruela.

—Otro día. Ahora anóteme en su condenado libro de registro y déjeme pasar de una puta vez.

—Enseguida, camarada comandante.

—Una cosa más, cabo segundo Hebert. Detecto que usted fuma, ¿me equivoco?

Este afirmó con tibieza.

—¿Me permite su paquete de cigarrillos?

Al alemán no le quedó otro remedio que mostrárselo.

—Se lo agradezco. No fumo, pero los necesito más que usted.

Sonrió cuando creyó escuchar a su espalda pickelgesicht. La primera vez que oyó ese sobrenombre tuvo que preguntar el significado; algo así como «Carapicada», aunque le gustaba más el apelativo de «Caracráter» que utilizaban sus compañeros rusos de la academia.

En el subsuelo de los centros de detención repartidos por la ciudad se concentraba el principal foco de proliferación de pesadillas de toda la Alemania Oriental. Un porcentaje nada desdeñable de sus ciudadanos habían tenido que pasar por ahí, bien para ser interrogados sobre sus actividades, o las de terceros, o en calidad de detenidos bajo alguna acusación pendiente de comprobar, o simplemente como medida preventiva, por si acaso el cliente tuviera algo que aportar al Estado. El corredor de hormigón le recordó a los de Lubianka, con la diferencia de que este estaba más iluminado y olía menos a humedad. Cada dos metros se dibujaba una puerta de hierro mil veces pintada de gris encierro tras las que se ocultaban otras tantas historias: las de las vidas que habían pasado por allí y que ahora formaban parte del archivo de la Stasi, compuesto por incontables expedientes contenidos en vulgares carpetas color sepia.

El del KGB, repuesto ya de la aceleración cardíaca que le había supuesto el despertar de su gran obsesión por entender el comportamiento de los peores criminales de la historia, buscaba las salas de interrogatorios 20 y 22, donde le esperaban los prisioneros 34-44353 y 33-38090, cuyas fichas personales se había aprendido de memoria. Thomas Spengler, mecánico de treinta y dos años, soltero, sin hijos, natural de Eisenach, Turingia. Annike Popp, dependienta de veintiocho, divorciada y con una hija, nacida en Berlín. La información relativa a sus familias que le había proporcionado el HVA a instancias de Markus Wolf también la tenía muy presente y, quizá por ello, por su vulnerabilidad, había resuelto empezar con ella. Sin embargo, mientras avanzaba por aquel lóbre

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Product added to wishlist