Los perros y los lobos

Irène Némirovsky

Fragmento

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—Mire, Simon Arkadiévich —dijo el padre de Ada—,
a mí me pasa lo que a ese judío que fue a quejarse a un zadik, un hombre santo, y a pedirle consejo para remediar su pobreza. —E Israel Sinner representaba la conversación entre el pobre y el zadik—: «Santo hombre, estoy en la miseria, tengo diez hijos a quienes alimentar, una mujer gruñona, una suegra con una salud de hierro, fuerte y con buen apetito... ¿Qué puedo hacer? ¡Ayúdame!» Y el santo varón le contestó: «Mete doce cabras en casa.» «¿Cómo? Pero ¡si ya vivimos amontonados como arenques en un tonel! Dormimos todos juntos en un mísero jergón. No podemos respirar. ¿Dónde pongo a los animales?» Y el santo le respondió: «Escucha, hombre de poca fe. Llévate las cabras a casa, y glorificarás al Señor.» Al cabo de un año, el pobre volvió. «Bueno, ¿eres más feliz?», le preguntó el hombre santo. «¿Más feliz? ¡Mi vida es un infierno! ¡Si he de quedarme con las malditas cabras, me mato!» «Bien, pues ahora vas a deshacerte de ellas y disfrutarás de la felicidad que antes no reconocías. Sin sus cornadas y su hedor, tu pobre cabaña te parecerá un palacio. En este mundo, todo es relativo.» Así que ya ve, Simon Arkadiévich, yo también me quejaba de la Providencia de un modo parecido. Tenía que cuidar de mi suegro y criar a mi hija. Me mataba a trabajar y apenas podía alimentarlos, pero sudar a chorros para obtener un trozo de pan es el estado natural del hombre. Hacía mal en quejarme. Resulta que acabo de enterarme de que mi hermano ha muerto y su viuda, mi cuñada, va a venir a vivir a casa con sus dos pequeños. Tres bocas más. Trabaja, sufre, pobre diablo, mísero judío; ya descansarás bajo tierra.

Así supo Ada de la existencia y la inminente llegada de sus primos. Empezó a tratar de imaginar sus caras, un juego que la absorbía durante horas, en las que dejaba de oír y ver lo que ocurría alrededor, hasta que despertaba como de un sueño.

—Me han hablado de un cargamento de pasas procedente de Esmirna —oyó que le decía su padre a Simon Arkadiévich—. ¿Le interesa?

—¡Déjeme tranquilo! ¿Qué quiere qué haga con las dichosas pasas?

—No se enfade, no se enfade... Puedo conseguirle estopilla de Nijni a buen precio...

—¡Váyanse al infierno usted y su estopilla!

—¿Qué me dice de un lote de sombreros parisinos de señora, sólo un poquito estropeados debido a un accidente de tren, que han permanecido en consigna en la frontera y pueden comprarse a mitad de precio?

—Hum... ¿Qué precio?

—La tía y los primos, ¿van a vivir con nosotros? —le preguntó Ada a su padre una vez en la calle.

—Sí.

Caminaban por una gran avenida desierta. Varias arterias nuevas horadaban la ciudad según un ambicioso plan: eran lo bastante anchas como para que un escuadrón maniobrara entre las dos hileras de tilos, pero el único que las recorría de punta a cabo era el viento, que arrastraba el polvo con un silbido agudo y jubiloso. Era un atardecer de verano, bajo un cielo límpido y púrpura.

—En casa habrá una mujer para cuidar de ti —dijo al fin Israel mirando a Ada con tristeza...

—No quiero que cuiden de mí.

Su padre negó con la cabeza.

—Así la criada no robará y tú no te pasarás el día en la calle conmigo.

—¿Es que no te gusta? —preguntó la niña con una vocecilla temblorosa.

Israel Sinner le acarició el pelo.

—Me gusta, pero tengo que andar despacio para que tus piernecillas no se cansen, y nosotros, los comisionistas, nos ganamos el pan corriendo. Cuanto más corremos, antes llegamos a casa de los ricos. Otros ganan más dinero que yo porque corren más; pueden dejar a sus hijos en casa, bien calentitos. —«Con su mujer...», pensó.

Pero no había que hablar de los muertos, por miedo supersticioso a atraerse la enfermedad, la desgracia (los demonios siempre estaban al acecho), y también para no entristecer a la pequeña. Tiempo tendría de aprender lo difícil e incierta que era la vida, siempre dispuesta a arrebatarnos los bienes más preciados. Y, además, el pasado era el pasado. Si uno pensaba en él perdía las fuerzas necesarias para vivir. Así que Ada crecería conociendo apenas el nombre de su difunta madre, sin haber ido jamás a visitar su tumba, sin haber oído una sola palabra sobre ella y su breve existencia. En la casa había una fotografía desvaída, la de una niña con uniforme escolar y el largo y negro pelo suelto sobre los hombros. Medio oculto en la sombra de una colgadura, daba la impresión de que el retrato observaba a los vivos con reproche. «Yo también era como vosotros —parecían decir sus ojos—. ¿Por qué os asusto?» Pero por dulce, por tímida que hubiera sido, daba miedo, pues habitaba en un reino donde no hay comida, ni sueño ni temor ni agrias disputas ni, en definitiva, nada de cuanto constituye el destino del ser humano sobre la tierra.

El padre de Ada temía la llegada de su cuñada y sus sobrinos, pero lo cierto era que su hogar estaba sucio y abandonado, y él necesitaba una mujer que se ocupara de la niña. En lo tocante a sí mismo, se resignaba a ser para siempre un pobre hombre sin educación, aunque en el momento de su boda sus sueños hubieran sido otros... Sin embargo, uno mismo, los propios deseos, en definitiva, importan poco. Trabajas, vives, albergas esperanzas respecto a tus hijos... ¿Acaso no son tu carne y tu sangre? Con que Ada dispusiera de más bienes materiales que él, se daría por contento. Se la imaginaba bien arreglada, con un bonito vestido bordado y una cinta en el pelo, igual que las hijas de los ricos. ¿Cómo iba a saber él vestir a una niña? Con aquella ropa demasiado ancha y larga, que le compraba por la calidad del tejido, tenía un aspecto triste y anticuado, y la combinación de colores no siempre era acertada. Echó un vistazo al vestido de tela escocesa que llevaba su hija, con una camisola de terciopelo negro confeccionada por Nastasia, la cocinera. Tampoco le gustaba el peinado de Ada, con aquel tupido flequillo que le llegaba hasta las cejas y aquellos tirabuzones negros cortados irregularmente sobre el cuello. Aquel pequeño y delgado cuello... Se lo rodeó con los dedos y lo apretó suavemente, con el corazón henchido de ternura. Pero, como era judío, no le bastaba con ver a su hija en sueños bien alimentada, bien cuidada y, más tarde, bien casada. Le habría gustado descubrir en ella algún talento, algún don extraordinario. ¿No sería una concertista o una gran actriz en el futuro? Forzosamente, sus ambiciones eran limitadas y modestas, pues se trataba de una niña. ¡Ah, vano deseo, esperanza frustrada! ¡Un hijo! ¡Un varón! Dios no lo había querido... Pero Israel Sinner se consolaba pensando en algunos de sus amigos, cuyos hi

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