Libertad

Jonathan Franzen

Fragmento

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La noticia sobre Walter Berglund no apareció en la prensa local —Patty y él se habían trasladado a Washington dos años antes, y en Saint Paul ya no contaban para nadie—, pero la aristocracia urbana de Ramsey Hill no era tan leal a su ciudad como para privarse de leer el New York Times. Según un largo y nada halagüeño artículo de este periódico, Walter había arruinado su vida profesional allá en la capital de la nación. Sus antiguos vecinos tenían ciertas dificultades para conciliar los apelativos que utilizaba el Times para describirlo («arrogante», «prepotente», «éticamente dudoso») con el rubicundo, risueño y generoso empleado de 3M al que recordaban pedaleando bajo la nieve de febrero por Summit Avenue, camino de la oficina; resultaba extraño que Walter, más verde que los Verdes y él mismo de origen rural, tuviera ahora problemas por actuar en connivencia con la industria del carbón y abusar de la gente del campo. Aunque, la verdad sea dicha, con los Berglund siempre había habido algo que no terminaba de encajar.

Walter y Patty fueron los jóvenes pioneros de Ramsey Hill: los primeros graduados universitarios en comprar una vivienda en Barrier Street desde que tres décadas antes el antiguo corazón de Saint Paul se viera sumido en tiempos difíciles. Compraron su casa victoriana a precio de saldo y luego, durante diez años, se dejaron la piel reformándola. Ya al principio, alguien muy decidido le prendió fuego al garaje y forzó un par de veces la cerradura del coche antes de que consiguieran reconstruirlo. Moteros de piel curtida invadían el solar del otro lado del callejón trasero para beber cerveza Schlitz y asar unas knockwurst y hacer rugir los motores a altas horas de la madrugada, hasta que Patty salía en chándal y les decía: «Eh, tíos, ¿sabéis qué os digo?» Patty no asustaba a nadie, pero había sido una destacada atleta en el instituto y la universidad y poseía la audacia típica de los atletas. Desde su primer día en el barrio llamó inevitablemente la atención. Alta, con coleta, absurdamente joven, empujando un cochecito de bebé entre coches desguazados y botellas de cerveza rotas y nieve salpicada de vómito, podría haber llevado toda su jornada en las bolsas de redecilla que colgaban del cochecito. Tras ella se adivinaban los preparativos con el engorro de un bebé para toda una mañana de recados con el engorro de un bebé; por delante, una tarde de radio pública, el popular recetario Silver Palate Cookbook, pañales de tela, masilla tapajuntas y pintura de látex; luego Buenas noches, luna, y luego una copa de zinfandel. Ella era ya en sentido pleno aquello que en el resto de la calle no había hecho más que empezar.

En los primeros años, cuando aún era posible tener un Volvo 240 sin sentirse incómodo, la misión colectiva en Ramsey Hill consistía en reaprender ciertas aptitudes para la vida que los padres de uno habían querido desaprender precisamente huyendo a las zonas residenciales de las afueras; por ejemplo, cómo despertar el interés de la policía del barrio en cumplir realmente con su cometido, cómo proteger una bicicleta de un ladrón en extremo motivado, cuándo molestarse en echar a un borracho del mobiliario de tu jardín, cómo alentar a los gatos callejeros a cagar en el cajón de arena de los hijos de otro, cómo decidir si un colegio público era tan lamentable que ni siquiera valía la pena intentar mejorarlo. Existían asimismo asuntos más contemporáneos, entre ellos los pañales de tela: ¿merecían la pena? ¿Y era verdad que aún repartían leche en botellas de cristal a domicilio? ¿Eran los boy scouts políticamente correctos? ¿Era de veras necesario el bulgur? ¿Dónde se reciclaban las pilas? ¿Cómo había que reaccionar cuando una persona pobre de color te acusaba de destruir su barrio? ¿Era verdad que el esmalte de las antiguas vajillas Fiesta contenía una cantidad peligrosa de plomo? ¿Cuán sofisticado tenía que ser un filtro de agua para la cocina? ¿Por qué no funcionaba a veces la superdirecta de tu 240 cuando apretabas el botón que decía superdirecta? ¿Qué era mejor con los mendigos: darles comida o no darles nada? ¿Era posible criar a niños inusitadamente seguros de sí mismos, felices e inteligentes, si se trabajaba a jornada completa? ¿Podía molerse el café en grano la noche antes de consumirlo, o debía hacerse la misma mañana? ¿Existía alguien en la historia de Saint Paul que hubiera tenido una experiencia positiva con un techador? ¿Y alguien conocía un buen mecánico de Volvo? ¿A tu 240 también se le trababa el cable del freno de mano? Y ese interruptor del salpicadero con un rótulo enigmático, ese que producía un chasquido tan satisfactoriamente sueco pero no parecía conectado a nada, ¿qué demonios era?

Para cualquier consulta, Patty Berglund era un recurso, una alegre portadora de polen sociocultural, una abeja afable. En Ramsey Hill era una de las pocas madres que no trabajaban, y se la conocía por su aversión a hablar bien de sí misma o mal de los demás. Decía que temía acabar «decapitada» algún día por una de las ventanas de guillotina cuyas cadenas había cambiado ella misma. Sus hijos «probablemente» iban a morirse de triquinosis porque les había dado cerdo poco hecho. Se preguntaba si el hecho de que ya «nunca» leyera libros estaba relacionado con su «adicción» a los efluvios del aguarrás. Confesaba que tenía «prohibido» echar abono a las flores de Walter después de lo sucedido «la otra vez». Entre algunas personas esa forma de autodescrédito no sentaba bien, personas que percibían cierta condescendencia en ello, como si Patty, al exagerar sus pequeños defectos, pretendiera ostensiblemente no herir los sentimientos de amas de casa menos expertas. Pero la mayoría de la gente consideraba sincera su modestia, o como mínimo graciosa, y en todo caso no era fácil resistirse a una mujer por quien tus propios hijos sentían tanto aprecio, y que recordaba no sólo los cumpleaños de ellos sino también el tuyo, y entonces se presentaba ante tu puerta trasera con una bandeja de galletas o una tarjeta de felicitación o lirios en un jarrón de un todo a cien que, te decía, no tenías que molestarte en devolverle.

Se sabía que Patty se había criado en la Costa Este, en un barrio residencial de las afueras de Nueva York, y había recibido una de las primeras becas completas concedidas a una mujer para jugar al baloncesto en la Universidad de Minnesota, donde, en su segundo curso, según una placa colgada en la pared del despacho de Walter en casa, había sido elegida jugadora del segundo equipo de la selección nacional. Algo curioso en Patty, habida cuenta de su marcada inclinación por la vida familiar, era que en apariencia no mantenía ningún contacto con sus raíces. Pasaba largas temporadas sin moverse de Saint Paul, y se sospechaba que nunca la había visitado nadie del este, ni siquiera sus padres. Si alguien le preguntaba a bocajarro por ellos, contestaba que los dos hacían muchas cosas buenas para mucha gente: su padre tenía un bufete en White Plains, su madre se dedicaba a la política, sí, era miembro de la Asamblea L

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