Un bello misterio (Inspector Armand Gamache 8)

Louise Penny

Fragmento

9788415630432-1

Contenido

Portada

Dedicatoria

Prólogo

UNO

DOS

TRES

CUATRO

CINCO

SEIS

SIETE

OCHO

NUEVE

DIEZ

ONCE

DOCE

TRECE

CATORCE

QUINCE

DIECISÉIS

DIECISIETE

DIECIOCHO

DIECINUEVE

VEINTE

VEINTIUNO

VEINTIDÓS

VEINTITRÉS

VEINTICUATRO

VEINTICINCO

VEINTISÉIS

VEINTISIETE

VEINTIOCHO

VEINTINUEVE

TREINTA

TREINTA Y UNO

TREINTA Y DOS

TREINTA Y TRES

TREINTA Y CUATRO

Agradecimientos

Créditos

9788415630432-2

Dedico esta novela a todos los que se arrodillan
y a los que se levantan

9788415630432-3

Prólogo

A inicios del siglo XIX, la Iglesia católica se dio cuenta de que tenía un problema. A decir verdad, tal vez fuese más de uno, pero el que le preocupaba en aquel momento estaba relacionado con el oficio divino: las ocho veces al día que se cantaba en el seno de la comunidad católica. El canto llano. El canto gregoriano. Canciones sencillas cantadas por monjes humildes.

Para ser exactos, la Iglesia católica había perdido el oficio divino.

La liturgia de las horas continuaba celebrándose. Lo que llamaban «canto gregoriano» todavía se daba en monasterios de aquí y de allá, pero incluso en Roma admitían que los cantos se habían alejado tanto de los originales que se los consideraba corruptos. Barbáricos. Al menos, en comparación con las canciones elegantes y hermosas de siglos anteriores.

No obstante, un hombre tenía la solución.

En 1833, un joven monje llamado dom Prosper reinstauró la vida monástica en la abadía francesa de San Pedro de Solesmes y se impuso la misión de devolver a la vida los cantos gregorianos originales.

Sin embargo, ese propósito generaba un problema nuevo. Tras una investigación exhaustiva, el abad dom Prosper descubrió que nadie sabía cómo sonaban los cantos originales. De los más antiguos no existía siquiera constancia escrita: se habían compuesto hacía tantos siglos —más de mil años— que precedían incluso a las primeras partituras. Los monjes los aprendían de memoria y, tras años de estudio, los transmitían de forma oral a otros monjes. Eran cantos sencillos, pero ésa era una cualidad muy potente. Los primeros eran magnéticos, animaban a la contemplación y reconfortaban.

El efecto en quienes los escuchaban y los cantaban era tan profundo que las piezas litúrgicas empezaron a conocerse como «el bello misterio», pues los monjes creían estar cantando la palabra de Dios con la voz tranquila, balsámica e hipnótica del Señor.

Dom Prosper sabía que en el siglo IX, mil años antes de que él naciese, otro hermano también había meditado sobre el misterio de los cantos. Según la tradición eclesiástica, aquel monje anónimo había recibido una inspiración: dejar constancia escrita de los cantos. Para preservarlos. Había muchos novicios que eran unos zoquetes e introducían multitud de errores cuando trataban de memorizar el canto llano y, si la música y las palabras eran de procedencia divina, algo que él creía de todo corazón, era necesario guardarlas a mejor recaudo que en las cabezas de esos hombres tan inclinados a equivocarse.

En la celda de piedra que tenía en su abadía, dom Prosper imaginaba al monje sentado en una estancia igual que la suya. Tal como él lo veía, el hermano se acercaba un pergamino, una vitela, antes de mojar en la tinta la punta afilada de la pluma. Entonces escribía las palabras, el texto de los cantos; y, como era natural, lo hacía en latín. Se trataba de los salmos. Una vez hecho eso, regresaba al inicio. A la primera palabra.

Sostenía la pluma justo encima.

Y ahora, ¿qué?

¿Cómo podía escribir la música? ¿Cómo se comunicaba algo tan sublime? Trataba de anotar instrucciones, pero le resultaba demasiado engorroso. Era imposible describir sólo con palabras la manera en que la música trascendía el estado humano y elevaba al hombre a lo divino.

El monje no sabía cómo proceder. Pasaban los días y las semanas, y él continuaba con su vida monacal: rezaba con sus compañeros, trabajaban juntos. Y rezaba. Cantaba en el oficio divino. Enseñaba a los jóvenes novicios, que se distraían con facilidad.

Entonces un día se percató de que éstos se fijaban en su mano derecha, con la que les guiaba la voz. Arriba, abajo. Más deprisa, más despacio. Bajito, bajito. Habían memorizado las palabras, pero la música dependía de los gestos que él hacía.

Esa noche, después de vísperas, iluminado a la preciada luz de las velas, nuestro monje anónimo contempló los salmos que había copiado con tanto esmero en la vitela. Mojó la pluma en la tinta y dibujó la primera nota musical.

Era una virgulilla sobre una palabra. Una tilde ondulada y corta. Después, otra. Y otra más. Dibujaba su mano. Estilizada. Guiaba a un monje invisible para que alzase la voz. Para que subiese el tono. Y aguantase. Y lo subiese de nuevo, lo mantuviera un instante, luego lo bajase y lo dejase caer en un descenso musical vertiginoso.

Mientras escribía, iba tarareando. Las marcas sencillas representaban una mano y revoloteaban por la página dando vida y alas a las palabras. Éstas se elevaban con alegría. Y él oía las voces de monjes que aún no habían nacido uniéndose a la suya. Cantando exactamente las mismas melodías y letras que lo liberaban y que impulsaban su corazón hacia el cielo.

En ese intento de plasmar el bello misterio, el monje había inventado la escritura musical. Sus acotaciones acabaron llamándose «neumas»; todavía no eran notas.

Con el paso de los siglos, el canto llano evolucionó hacia algo más complejo. Se añadieron instrumentos y armonías que condujeron a la aparición de acordes y de pentagramas y, por fin, de las notas musicales. Do, re, mi. El nacimiento de la música moderna. Los Beatles, Mozart, el rap. La música disco, La reina del Oeste, Lady Gaga. Todo eso brotó de la misma semilla ancestral: un monje que dibujó su mano. Un monje que tarareaba y guiaba para acercarse a lo divino.

El canto gregoriano fue el padre de la música occidental. Pero, con el tiempo, acabó muriendo a manos de sus hijos ingratos. Enterrado. Perdido y olvidado.

Hasta principios del siglo XIX, cuando dom Prosper, harto de presenciar la vulgaridad de la Iglesia y la pérdida de la sencillez y de la pureza, decidió que había llegado el momento de resucitar los cantos gregorianos originales. De encontrar la voz de Dios.

Sus monjes peinaron toda Europa. Buscar

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