Enterrad a los muertos (Inspector Armand Gamache 6)

Louise Penny

Fragmento

9788415631279-3

UNO

Se apresuraron escaleras arriba, subiendo los peldaños de dos en dos y tratando de no hacer ruido. Gamache se esforzó por respirar con normalidad, como si estuviera en el sofá de su casa sin la menor preocupación.

—¿Señor? —dijo una voz joven por los auriculares de Gamache.

—Confía en mí, hijo. No va a pasarte nada.

Tenía la esperanza de que el joven agente no detectase tensión en su voz, el tono monótono con que el inspector jefe trataba de transmitir autoridad y seguridad.

—Le creo.

Llegaron al rellano y el inspector Beauvoir se detuvo y miró a su jefe. Gamache consultó el reloj.

Cuarenta y siete segundos.

Aún quedaba tiempo.

Por los auriculares, el agente le hablaba de la luz del sol, de lo bien que le sentaba notar los rayos en la cara.

El resto de la unidad llegó al rellano equipado con los chalecos tácticos, los rifles automáticos a punto y la mirada atenta. Clavada en el jefe. Junto a él, el inspector Beauvoir también aguardaba su decisión: ¿por qué lado? Estaban cerca. A tan sólo unos metros de su objetivo.

Gamache contempló uno de los dos pasillos oscuros y lóbregos de la fábrica abandonada. Después el otro.

Parecían idénticos. La luz se abría paso a duras penas por los cristales rotos de las ventanas mugrientas que rodeaban las diferentes salas; con ella entraba aquella mañana de diciembre.

Cuarenta y tres segundos.

Señaló hacia la izquierda con convicción y todos echaron a correr en silencio en dirección a la puerta del fondo. Mientras avanzaba, Gamache agarró bien el rifle y habló con calma por el micro.

—No hay de qué preocuparse.

—Quedan cuarenta segundos, señor.

Cada palabra, una exhalación, como si al hombre con quien hablaba le faltase el aliento.

—Escúchame —dijo Gamache, al tiempo que señalaba una puerta con vehemencia.

El equipo se abalanzó hacia ella.

Treinta y seis segundos.

—No voy a permitir que te ocurra nada —insistió Gamache. Hablaba convencido, imponente, retando al joven agente a llevarle la contraria—. Esta noche cenas en casa con tu familia.

—Sí, señor.

La unidad táctica formó alrededor de la puerta cerrada y el sucio cristal esmerilado. Dentro no se veía luz.

Gamache hizo una pausa con la mirada fija en la puerta y la mano en alto, listo para dar la señal de derribarla. De rescatar a su agente.

Veintinueve segundos.

A su lado, Beauvoir estaba tenso, esperando la orden.

Demasiado tarde, el inspector jefe Gamache se dio cuenta de que había cometido un error.

—Dale tiempo, Armand.

—Avec le temps?

Gamache le devolvió la sonrisa al anciano y apretó el puño derecho para controlar el temblor. Aunque era tan leve que estaba seguro de que la camarera de aquella cafetería de la ciudad de Quebec no lo había notado. Los dos estudiantes que tecleaban en sus ordenadores portátiles tampoco iban a darse cuenta. Nadie se fijaría.

Salvo alguien muy cercano.

Miró a Émile Comeau, que partía un croissant crujiente con mano firme. El mentor y antiguo superior de Gamache estaba a punto de cumplir los ochenta. Tenía el pelo cano y bien peinado, y sus ojos, a través de las gafas, eran de un intenso color azul. Incluso a su edad estaba delgado y lleno de energía, aunque cada vez que Armand Gamache lo visitaba le notaba el rostro un poco menos terso, los movimientos ligeramente más lentos.

Avec le temps.

Viudo desde hacía cinco años, Émile Comeau conocía bien el poder y el peso del tiempo.

Reine-Marie, la esposa de Gamache, se había marchado al amanecer tras pasar una semana con ellos en la casa de piedra de Émile, en el casco antiguo amurallado de Quebec. Cenas tranquilas en buena compañía, frente al fuego; paseos por las estrechas callejuelas cubiertas de nieve. Conversaciones. Silencios. Habían leído los periódicos y comentado los acontecimientos. Los tres juntos. Cuatro, si contaban a Henri, su pastor alemán.

Y casi todos los días Gamache había ido a leer solo
a la biblioteca del barrio.

Émile y Reine-Marie le concedían esa licencia, conscientes de que en aquel momento necesitaba compañía, pero también estar a solas.

A Reine-Marie le había llegado el momento de partir y, después de despedirse de Émile, se volvió hacia su marido. Alto, robusto, un hombre que prefería un buen libro y un largo paseo a cualquier otra cosa. A los cincuenta y tantos, parecía más un distinguido profesor que el jefe de la división de Homicidios más prestigiosa de Canadá: la de la Sûreté du Québec. La acompañó al coche y retiró la escarcha del parabrisas.

—Sabes que no hace falta que te vayas, ¿verdad? —le dijo con una sonrisa.

El día, recién nacido, aún era frágil. Henri se sentó en un montón de nieve y los observó.

—Sí, pero Émile y tú necesitáis pasar tiempo juntos. He visto cómo os mirabais.

—¿Tanto se nos nota el anhelo? —El inspector jefe rió—. Creía que estábamos siendo discretos.

—A las esposas no se nos escapa nada.

Sonrió y lo miró a los ojos. Los tenía de un intenso color castaño. Gamache llevaba un sombrero que no le ocultaba las canas por completo y que, justo en el borde, donde acababa la tela, le rizaba un poco el pelo. También llevaba barba. Poco a poco iba acostumbrándose a verlo con ella. Durante muchos años había llevado bigote, pero desde que ocurrió aquello, también se había dejado crecer una barba corta.

Esperó un momento. ¿Debería decírselo? La idea le rondaba la cabeza casi siempre; tenía las palabras en la punta de la lengua. Pero las que ella conocía eran inútiles, si puede afirmarse eso de una palabra. En cualquier caso, sabía que no le iban a servir para forzar lo que tenía que ocurrir. De lo contrario, lo arroparía con palabras, lo revestiría con ellas.

—Ven a casa cuando puedas —prefirió decir con voz alegre.

Él le dio un beso.

—Sí, no te preocupes. Dentro de unos días, una semana como mucho. Llámame cuando llegues.

—D’accord.

Y se subió al coche.

—Je t’aime —dijo él, y metió la mano enguantada por la ventanilla para tocarle el hombro.

«¡Ve con cuidado! —gritaba ella en silencio—, mantente a salvo. Ven a casa conmigo. Ten cuidado, ten cuidado, ten cuidado.»

Sin quitarse el guante, Reine-Marie posó la suya sobre la de él.

—Je t’aime.

Y al partir hacia Montreal lo vio por el retrovisor, plantado en mitad de la calle, al amanecer, con Henri a su lado, como de costumbre. Los dos la siguieron con la mirada hasta que desapareció.

El inspector jefe permaneció allí incluso después de que el coche doblase la esquina. Al final cogió una pala y, poco a poco, fue retirando la nieve esponjosa que se había acumulado en los escalones de la entrada durante la noche. Paró a descansar un momento y, con los brazos cruzados sobre el mango de la pala, contempló maravillado la belleza de la nieve fresca acariciada por los primeros rayos de sol. Más que blanca, parecía de color azul pálido y, aquí y allá, donde se acumulaban los copos arremolinados por el viento, refulgía como diminutos prismas que atrapaban la luz, la reinventaban y la dev

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