Naturaleza salvaje

Fragmento

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Contenido

Portada

Contenido

Dedicatoria

Prólogo

1

2

Día 4. Domingo por la mañana

3

Día 1. Tarde del jueves

4

Día 1. Tarde del jueves

5

Día 1. Noche del jueves

6

Día 2. Mañana del viernes

7

Día 2. Mañana del viernes

8

Día 2. Mañana del viernes

9

Día 2. Tarde del viernes

10

Día 2. Tarde del viernes

11

Día 2. Tarde del viernes

12

Día 2. Noche del viernes

13

Día 3. Mañana del sábado

14

Día 3. Tarde del sábado

15

Día 3. Tarde del sábado4

16

Día 3. Tarde del sábado

17

Día 3. Noche del sábado

18

Día 3. Noche del sábado

19

Día 3. Noche del sábado

20

Día 3. Noche del sábado

21

Día 3. Noche del sábado

22

Día 3. Noche del sábado

23

Día 4. Mañana del domingo

24

Día 4. Mañana del domingo

25

Día 4. Domingo por la mañana

26

Día 4. Mañana del domingo

27

Día 4. Mañana del domingo

28

Día 4. Mañana del domingo

29

Día 4. Mañana del domingo

30

Día 4. Mañana del domingo

31

Día 4. Mañana del domingo

32

Día 4. Mañana del domingo

33

Día 4. Mañana del domingo

34

35

Agradecimientos

Créditos

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Para Pete y Charlotte, con amor

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PRÓLOGO

Más tarde, las cuatro mujeres que quedaron sólo pudieron coincidir plenamente en dos cosas. Una: ninguna de ellas había visto cómo el bosque se tragaba a Alice Russell. Y dos: Alice tenía un lado cruel tan marcado que podía resultar hiriente.

Las mujeres todavía no habían llegado al punto de encuentro.

Los hombres —que se habían presentado en el lugar señalado con unos prudentes treinta y cinco minutos de antelación respecto a la hora prevista, a mediodía— empezaron a darse palmaditas en la espalda unos a otros en cuanto cruzaron la linde del bosque. Lo habían conseguido. El guía de la actividad estaba esperándolos con semblante afable y cordial, ataviado con el forro polar rojo de la empresa. Los cinco hombres lanzaron los sacos de dormir técnicos en la parte trasera del microbús y subieron al vehículo con un suspiro de alivio. En el microbús había frutos secos y un termo de café, pero, en vez de coger la comida, todos ellos se abalanzaron sobre la bolsa en la que estaban los móviles que habían entregado al principio. Juntos de nuevo.

En el exterior hacía frío. Eso no había cambiado. El pálido sol de invierno apenas había salido del todo una vez en los últimos cuatro días. Aunque al menos en el microbús se libraban de la humedad. Los hombres se recostaron. Uno de ellos soltó un chiste sobre la capacidad de las mujeres para leer mapas, y todos se rieron. Tomaron café y esperaron a que sus compañeras aparecieran. Llevaban tres días sin verlas; podían aguardar unos minutos más.

Al cabo de una hora, la actitud engreída de los hombres se convirtió en irritación. Uno a uno, los cinco se levantaron de los mullidos asientos y empezaron a pasearse por el camino de tierra. Alzaron los móviles hacia el cielo, esperando que con esa altura adicional, equivalente a la longitud de un brazo, pudieran lograr la inaccesible cobertura. Y, aun siendo conscientes de que no iban a poder enviarlos, se pusieron a teclear con impaciencia mensajes de texto a sus medias naranjas, que estaban en la ciudad. «Llegamos tarde. Nos han retrasado.» Aquellos días se habían hecho muy largos, pero ahora les esperaban una ducha caliente y cervezas frías. Y, al día siguiente, de nuevo al trabajo.

El guía de la actividad observaba los árboles. Finalmente, conectó el aparato de radio.

Llegaron varios refuerzos. Los guardas forestales hablaron en voz baja mientras se ponían los chalecos reflectantes. «Las sacaremos de ahí en un abrir y cerrar de ojos.» Sabían dónde solía perderse la gente y todavía quedaban horas de luz. Por lo menos algunas. Suficientes. No tardarían mucho. Se internaron en el sotobosque al ritmo propio de los profesionales. El grupo de hombres volvió a apiñarse en el interior del microbús.

Los frutos secos se habían acabado y los posos del café estaban ya fríos y amargos cuando los miembros de la partida de rescate volvieron a aparecer. Los contornos de los eucaliptos se recortaban contra el ocaso. Los rostros no mostraban ninguna expresión. La cháchara había desaparecido con la luz.

En el microbús, los hombres guardaban silencio. Si aquello hubiera sido una crisis desatada en la sala de juntas, habrían sabido qué hacer. Una bajada del dólar, una cláusula inoportuna en un contrato: no pasaba nada. Pero allí, el monte bajo parecía desdibujar las respuestas. Los hombres sostenían en el regazo los móviles exánimes como si fueran juguetes rotos.

Se farfullaron unas palabras por radio. Los faros de los vehículos atravesaban la densa pared de árboles, y el aliento formaba nubes en el gélido aire de la noche. Pidieron al equipo de búsqueda que volviera para informar. Los hombres del microbús no oyeron los detalles de la conversación, pero no les hacía falta. El tono lo decía todo. De noche, las posibilidades de actuar eran limitadas.

Finalmente, el equipo de búsqueda se disgregó. Un hombre con chaleco reflectante subió a la parte delantera del microbús. Iba a acompañar al grupo a una casa rural, donde tendrían que pasar la noche: a esas alturas, nadie estaba dispuesto a hacer el recorrido de tres horas para llevarlos de vuelta a Melbourne. Los hombres aún estaban tratando de asimilar aquellas palabras cuando oyeron el primer grito.

El sonido, agudo como el chillido de una ave, resultaba insólito en medio de la noche, y todas las cabezas se volvieron cuando cuatro figuras aparecieron en lo alto de la colina. Parecía que dos de ellas sujetaban a una tercera, mientras que una cuarta las seguía de cerca con paso vacilante. Desde lejos, la sangre que le cubría la frente se veía de color negro.

«¡Ayudadnos!», gritaba una de ellas al tiempo que las otras añadían: «¡Estamos aquí! ¡Necesitamos ayuda, tiene que verla un médico! ¡Ayudadnos, por favor! ¡Gracias a Dios, gracias a Dios os hemos encontrado!»

Los miembros del equipo de rescate echaron a correr, y los hombres, tras dejar los móviles en los asientos del microbús, los siguieron jadeando a corta distancia.

«Nos hemos perdido», dijo una de ellas. «La hemos perdido», precisó otra.

Costaba distinguirlas. Las mujeres gritaban, lloraban, sus voces se superponían.

«¿Ha vuelto Alice? ¿Lo ha conseguido? ¿Está a salvo?»

En medio del caos, en plena noche, era imposible saber cuál de las cuatro se interesaba por Alice.

Después, cuando la situación empeoró, cada una insistiría en que había sido ella quien había hecho la pregunta.

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1

—No te alarmes.

El agente federal Aaron Falk, que hasta ese momento no tenía la menor intención de hacerlo, cerró el libro que estaba leyendo. Se pasó el móvil a la mano buena y se incorporó en la cama.

—De acuerdo.

—Alice Russell ha desaparecido. —Su interlocutora pronunció el nombre en voz baja—. Por lo visto.

—¿Cómo que ha desaparecido? —preguntó Falk mientras dejaba el libro.

—Ha desaparecido de verdad. No es que pase de nuestras llamadas, como otras veces.

Falk oyó cómo su compañera suspiraba al teléfono. En los tres meses que llevaban trabajando juntos, la voz de Carmen Cooper nunca había sonado tan estresada, y eso era mucho decir.

—Se ha perdido en algún punto de Giralang Ranges —añadió Carmen.

—¿Giralang?

—Sí, en el este.

—No es que no sepa dónde está la cordillera —dijo él—. Pensaba más bien en la fama que tiene.

—¿Por el asunto de Martin Kovac? No tiene pinta de que sea nada de eso, afortunadamente.

—Más nos vale. De todas formas, hace ya unos veinte años de todo aquello, ¿no?

—Creo que casi veinticinco.

Aun así, había asuntos que nunca acababan de cerrarse. Falk era apenas un adolescente cuando en los telediarios vespertinos se había empezado a hablar sin cesar de Giralang Ranges. Aquello se repitió en otras tres ocasiones a lo largo de los dos años posteriores. Y en cada una de ellas aparecían imágenes de equipos de rescate que atravesaban el frondoso bosque con sabuesos tirando de las correas. Acababan encontrando la mayoría de los cadáveres.

—¿Qué hacía Alice en ese sitio tan apartado? —preguntó Falk.

—Había ido a una actividad de la empresa.

—¿Lo dices en serio?

—Desgraciadamente, sí —contestó Carmen—. Pon la tele, lo están contando en las noticias. Han organizado un equipo de rescate.

—Un segundo.

Falk saltó de la cama en calzoncillos y se puso una camiseta. El aire de la noche era frío. Cruzó el salón y sintonizó un canal de noticias veinticuatro horas. El presentador estaba comentando la jornada parlamentaria.

—No pasa nada, sólo es un asunto de trabajo. Vuelve a dormirte... —murmuró Carmen a su oído, pero Falk se dio cuenta de que su compañera le hablaba a alguien que estaba con ella.

Automáticamente se imaginó a Carmen en el despacho que compartían, apretujada detrás de la mesa que habían puesto con calzador junto a la suya doce semanas antes. Desde entonces, habían trabajado codo con codo, en un sentido bastante literal. Cuando Carmen estiraba las piernas, sus pies chocaban con las patas de la silla de él.

Falk miró el reloj. Era domingo por la noche y ya habían dado las diez; sin duda, su compañera estaba en casa.

—¿Lo estás viendo? —le preguntó Carmen entre susurros, para no molestar a la persona con la que estaba. Su prometido, supuso Falk.

—Todavía no. —Él no tenía que bajar la voz—. Espera... —Unas palabras fueron deslizándose en el rótulo inferior de la pantalla—. Sí, ahora sí.

AL AMANECER SE REANUDARÁ EN GIRALANG RANGES LA BÚSQUEDA DE LA EXCURSIONISTA DE MELBOURNE DESAPARECIDA, ALICE RUSSELL, DE CUARENTA Y CINCO AÑOS.

—¿Cómo que excursionista de Melbourne?

—Ya.

—¿Desde cuándo Alice...? —No terminó la frase. Estaba pensando en los zapatos de Alice. De tacón. Puntiagudos.

—Ya. En las noticias han dicho que estaba participando en una especie de actividad destinada a fomentar el espíritu de equipo, que formaba parte de un grupo que había ido de excursión unos días y que...

—¿Unos días? ¿Cuánto tiempo lleva desaparecida?

—No estoy segura. Creo que desde anoche.

—Me llamó —dijo Falk.

Se produjo un silencio al otro lado de la línea. Después se oyó:

—¿Quién? ¿Alice?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Anoche. —Falk se retiró el móvil de la oreja para revisar las llamadas perdidas. Luego volvió a acercarse el dispositivo al oído—. ¿Sigues ahí? En realidad, su llamada es de esta madrugada. La hizo a las cuatro y media. No he oído el teléfono, sólo he visto que había un mensaje de voz al despertarme.

Otro silencio.

—¿Qué te decía?

—Nada.

—¿Absolutamente nada?

—No había nadie al otro lado. He dado por hecho que llevaba el móvil en el bolsillo y que había marcado el número sin querer.

En el telediario estaban mostrando una fotografía reciente de Alice Russell. Daba la impresión de que se la habían hecho en una fiesta. Llevaba la rubia melena recogida en un peinado muy sofisticado, y lucía un vestido plateado que realzaba todas las horas que se pasaba en el gimnasio. Parecía como mínimo cinco años más joven. Dirigía a la cámara una sonrisa que nunca les había dedicado ni a Falk ni a Carmen.

—He intentado devolverle la llamada esta misma mañana, sobre las seis y media, seguramente —añadió Falk, que seguía mirando la pantalla—. Pero no ha contestado.

En la televisión estaban mostrando ahora una vista aérea de Giralang Ranges. Las colinas y los valles se extendían hasta el horizonte como un océano verde y ondulado bajo la débil luz invernal.

AL AMANECER SE REANUDARÁ LA BÚSQUEDA...

Carmen se quedó callada. Falk percibió el sonido de su respiración. En la pantalla, la cordillera parecía inmensa. Enorme, más bien. Desde la perspectiva que ofrecía la cámara, el denso manto que formaban las copas de los árboles daba la impresión de ser completamente impenetrable.

—Voy a escuchar el mensaje otra vez —dijo Falk—. Luego te llamo.

—De acuerdo.

Cuando Carmen colgó, Falk se quedó sentado en el sofá, envuelto en la penumbra mientras el resplandor azulado del televisor centelleaba. No había corrido las cortinas, y más allá del balcón se veía el brillante perfil urbano de Melbourne. La baliza luminosa en lo más alto de la Eureka Tower emitía destellos regulares y rojos.

AL AMANECER SE REANUDARÁ LA BÚSQUEDA EN GIRALANG RANGES...

Apagó el televisor y marcó el número del buzón de voz. Había recibido una llamada del móvil de Alice Russell a las 4.26 h.

Al principio no pudo distinguir nada, así que se acercó más el teléfono al oído. Un débil ruido de fondo durante cinco segundos. Diez. Siguió escuchando, esta vez hasta el final. El ruido blanco aumentaba y disminuía en oleadas, sonaba como si procediera de debajo del agua. Se oía un zumbido apagado, tal vez se trataba de alguien hablando. Después, como surgida de la nada, emergió una voz. Falk se apartó bruscamente el móvil del oído y se quedó mirándolo. La voz había sonado tan débil que pensó que tal vez se la había imaginado.

Lentamente, volvió a pulsar la pantalla. Cerró los ojos en el silencio de su apartamento y reprodujo otra vez el mensaje. Nada, nada... y a continuación, en la oscuridad, una voz lejana le dijo tres palabras al oído:

—... Le haga daño...

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2

Todavía no había amanecido cuando Carmen detuvo el coche delante del piso de Falk, que ya estaba esperándola en la acera con la mochila en el suelo. Notaba las botas de montaña rígidas por la falta de uso.

—Pon el mensaje —le pidió ella mientras él subía al vehículo.

El asiento del conductor estaba corrido hacia atrás. Carmen, a diferencia de la mayoría de las mujeres que había conocido, era lo bastante alta como para mirarlo a los ojos cuando estaban cara a cara.

Falk activó el altavoz del móvil y apretó un botón. El ruido de fondo invadió el vehículo. Cinco, diez segundos, y nada; después se oyeron las tres palabras, que sonaban metálicas y apagadas. Varios segundos más de ruido amortiguado y la llamada se cortaba.

—Otra vez —dijo Carmen, frunciendo el ceño.

Cerró los ojos y Falk observó el rostro de su colega mientras ella escuchaba.

Con treinta y ocho años, Carmen sólo era seis meses mayor que él. Tenía un poco más de experiencia, pero aquélla era la primera vez que sus caminos se cruzaban en la Policía Federal. Ella acababa de trasladarse desde Sídney a la Unidad de Investigación Financiera de Melbourne, y Falk aún no sabía si su compañera lamentaba aquel traslado o no. Carmen abrió los ojos. Bajo el resplandor naranja de la farola, su piel se veía un tanto más oscura de lo habitual.

—«... Le haga daño» —repitió la agente.

—Eso es lo que me ha parecido oír.

—¿Al final no oyes otra cosa?

Falk subió el volumen al máximo y volvió a reproducir el mensaje. Sin darse cuenta, contuvo la respiración mientras aguzaba el oído.

—Ahora —señaló Carmen—. ¿No dice alguien «Alice»?

Lo pusieron otra vez; en esta ocasión, Falk captó la leve inflexión que se producía en el sonido amortiguado, un siseo sibilante.

—No sé —contestó—, podría ser sólo ruido de fondo.

Carmen le dio al contacto. El motor rugió con fuerza en los momentos previos al amanecer. Emprendieron la marcha y no dijeron nada más hasta que llegaron a la carretera.

—¿Hasta qué punto estás seguro de que ésa es la voz de Alice?

Falk trató de recordar el timbre de voz de Alice Russell, que era bastante característico. Muchas veces hablaba de forma entrecortada, pero siempre con decisión.

—Nada nos indica que no sea ella, aunque no se oye muy bien.

—Se oye fatal. Ni siquiera sé si podría jurar que es una mujer.

—Cierto.

En el retrovisor lateral, el contorno de Melbourne iba menguando. Ante ellos, en el este, el color del cielo pasaba del negro al azul marino.

—Sé que Alice es un incordio —dijo Falk—, pero la verdad es que espero que no haya acabado jodida por nuestra culpa.

—Y yo. —El anillo de compromiso de Carmen reflejó la luz cuando giró el volante para entrar en la autopista—. ¿Qué ha declarado el agente de la Policía Estatal? ¿Cómo se apellidaba?

—King.

La noche anterior, justo después de colgar tras reproducir el mensaje de voz de Alice Russell, Falk había llamado a la Policía Estatal. El sargento mayor que se encargaba de la búsqueda había tardado media hora en devolverle la llamada.

—Perdone. —La voz del sargento mayor King sonaba cansada—. He tenido que buscar un teléfono fijo. La cobertura es peor de lo habitual con este tiempo. Cuénteme lo del mensaje de voz.

Escuchó con paciencia mientras Falk hablaba.

—Muy bien —dijo King cuando Falk hubo terminado—. Bueno, ya hemos revisado su registro de llamadas.

—Perfecto.

—¿Qué relación me ha dicho que tenía con ella?

—De trabajo —contestó Falk—. Es un asunto confidencial. Nos estaba ayudando a mi compañera y a mí en una cosa.

—¿Su compañera?

—Sí, Carmen Cooper.

Falk oyó el crujido de unos papeles mientras el sargento anotaba el nombre.

—¿Alguno de los dos esperaba su llamada?

Falk titubeó y contestó:

—No especialmente.

—¿Tienen conocimientos específicos de supervivencia en la naturaleza?

Falk se miró la mano izquierda. Todavía tenía la piel de un color rosado y extrañamente lisa en las zonas en las que las quemaduras no se le habían curado del todo bien.

—No —contestó.

—¿Y su compañera?

—Creo que tampoco.

Falk se dio cuenta de que, en realidad, no lo sabía.

Se produjo una pausa.

—Según la compañía telefónica, esta madrugada Alice Russell ha intentado llamar a dos números de teléfono —dijo King—. El de emergencias y el suyo. ¿Se le ocurre por qué ha podido hacerlo?

Ahora fue Falk quien guardó silencio unos instantes. Oyó cómo el sargento respiraba al otro lado de la línea.

«... Le haga daño.»

—Creo que lo mejor sería que nos viéramos —propuso Falk—. Que habláramos en persona.

—Bien pensado, amigo. Traiga el móvil.

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DÍA 4
DOMINGO POR LA MAÑANA

La mujer veía su propio miedo reflejado en los tres rostros que le devolvían la mirada. El corazón le latía desbocado y podía oír la respiración acelerada de las otras mujeres. Por encima de ellas, la franja de cielo que los árboles dejaban al descubierto era de un gris apagado. El viento agitó las ramas de los árboles y unas gotas de lluvia cayeron sobre el grupo de mujeres. Ninguna de ellas se inmutó. A sus espaldas, la madera podrida de la cabaña se asentó con un crujido.

—Tenemos que salir de aquí cuanto antes —dijo la mujer.

Las dos que estaban a su izquierda asintieron enseguida; por una vez, el miedo hizo que estuvieran de acuerdo. Sus oscuros ojos estaban abiertos como platos. A la derecha de la mujer, un titubeo brevísimo; después, un tercer asentimiento.

—¿Y qué pasa con...?

—¿Qué pasa con qué?

—Qué pasa con Alice.

Un silencio espantoso. Sólo se oían los crujidos y murmullos de las copas de los árboles, que observaban desde lo alto el estrecho círculo de cuatro personas.

—Ella se lo ha buscado.

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3

Al cabo de un par de horas, cuando Falk y Carmen hicieron una parada, ya era completamente de día y habían dejado muy atrás la ciudad. Salieron del coche para estirar las piernas mientras las nubes formaban sombras cambiantes en los campos. A lo lejos se distinguían, desperdigados, unos pocos edificios y algunas casas. Un camión que llevaba aparejos agrícolas pasó por delante de ellos con gran estruendo; era el primer vehículo que veían en treinta kilómetros. El ruido asustó a una bandada de cacatúas rosadas, que emergieron en todas direcciones de un árbol cercano, batiendo las alas entre chillidos.

—Continuemos —propuso Falk.

Le cogió las llaves a Carmen y se puso al volante del destartalado sedán color granate. Al girar el contacto, el sonido del motor enseguida le resultó familiar.

—Yo tenía un coche igual.

—¿Y fuiste lo bastante sensato como para deshacerte de él? —preguntó Carmen mientras se sentaba en el lado del copiloto.

—No lo decidí yo. A principios de este año, sufrió algunos desperfectos en mi ciudad natal. Un gesto de bienvenida por parte de un par de personas de allí.

Ella lo miró esbozando una leve sonrisa.

—Ah, es verdad. Algo había oído. Bueno, supongo que lo de algunos desperfectos es una forma de decirlo.

Falk acarició el volante con una punzada de nostalgia. Su nuevo coche no estaba mal, pero no era lo mismo.

—De todas formas, este coche es de Jamie —dijo Carmen mientras se ponían en marcha—. Para los recorridos largos es mejor que el mío.

—Claro. ¿Cómo está Jamie?

—Bien. Como de costumbre.

La verdad era que Falk no sabía en qué consistía esa costumbre. Sólo había visto una vez al prometido de Carmen. Jamie era un tipo musculoso que solía llevar vaqueros y camiseta, y que trabajaba en el departamento de marketing de una empresa de bebidas nutritivas para deportistas. Le había estrechado la mano a Falk y le había dado una botella de algo azul y con burbujas que, según le aseguró, le permitiría mejorar su rendimiento. La sonrisa de Jamie parecía sincera, pero podía percibirse algo más en ella, en la forma en que miraba el cuerpo alto y delgado de Falk, su piel pálida, su pelo rubio casi blanco y su mano quemada. Si Falk hubiera tenido que interpretar ese gesto, habría dicho que era de ligero alivio.

En la consola central, su móvil emitió un pitido. Falk apartó la mirada de la carretera desierta para dirigirla a la pantalla, y luego le pasó el móvil a Carmen.

—El sargento acaba de mandar un correo electrónico.

Su compañera abrió el mensaje.

—Vale, dice que en la actividad participaban dos grupos. Uno compuesto por hombres, y otro, por mujeres; cada uno hizo una ruta distinta. Nos envía una lista con los nombres de las mujeres que formaban parte del equipo de Alice Russell.

—¿Los dos grupos eran de BaileyTennants?

—Eso parece.

Carmen sacó su teléfono y accedió a la página web de BaileyTennants. Con el rabillo del ojo, Falk distinguió en la pantalla los caracteres negros y plateados del logotipo de la prestigiosa empresa de contabilidad especializada.

—A ver. Breanna McKenzie y Bethany McKenzie —dijo Carmen, leyendo la lista que aparecía en el móvil—. Breanna es la asistente de Alice, ¿no? —Pulsó la pantalla—. Sí, aquí está. Madre mía, con la pinta que tiene podría anunciar vitaminas.

Le acercó el teléfono a Falk, que echó un vistazo a la fotografía de empresa de una risueña joven de veintitantos años. Enseguida entendió a qué se refería Carmen. Incluso bajo la poco favorecedora luz de la oficina, Breanna McKenzie irradiaba el saludable resplandor de una persona que corre todas las mañanas, hace yoga con gran dedicación y todos los domingos, religiosamente, aplica un intenso tratamiento acondicionador a su lustrosa melena negra.

Carmen volvió a coger el teléfono y se puso a teclear.

—No encuentro nada sobre la otra, Bethany. ¿Crees que serán hermanas?

—Es posible.

«A lo mejor hasta son gemelas —pensó Falk—. Breanna y Bethany. Bree y Beth.» Pronunció los nombres lentamente. Juntos sonaban muy bien.

—Ya averiguaremos quién es esa chica —dijo Carmen—. Después viene Lauren Shaw.

—Nos hemos topado con ella antes, ¿no? —preguntó Falk—. Es un mando intermedio, ¿verdad?

—Sí, es... Vaya, pues tienes razón, es directora estratégica de planificación prospectiva. —Carmen volvió a acercarle el móvil—. Vete a saber lo que significa eso.

Fuera lo que fuese, el rostro de Lauren no aclaraba nada al respecto. No era fácil calcular su edad, pero Falk supuso que estaría entre los cuarenta y tantos y los cuarenta y muchos. Su pelo era tirando a castaño, y sus ojos gris claro miraban directamente a la cámara con una expresión tan neutra como la de una fotografía de pasaporte.

Carmen volvió a mirar la lista de nombres.

—¡Anda!

—¿Qué pasa?

—Aquí dice que Jill Bailey también estaba con ellas.

—¡No me digas!

Falk no apartó la mirada de la carretera, pero la inquietud que sentía desde la noche anterior se hizo más acuciante e intensa.

Carmen no se molestó en enseñarle la fotografía de Jill. Los dos conocían de sobra los rasgos marcados de la directiva. Ese año iba a cumplir los cincuenta, y, a pesar de su ropa de marca y de su impecable corte de pelo, los años se le notaban a la perfección.

—Jill Bailey... —dijo Carmen, mientras repasaba el resto del mensaje del sargento. Su dedo pulgar se detuvo—. Mierda. Parece que su hermano formaba parte del grupo de hombres.

—¿Estás segura?

—Sí. Daniel Bailey, director ejecutivo. Sale aquí, negro sobre blanco.

—Esto tiene muy mala pinta.

—Malísima.

Carmen tamborileó levemente sobre el móvil con las uñas mientras reflexionaba.

—Vale. No sabemos lo suficiente para llegar a una conclusión —dijo al fin—. El mensaje de voz carece de contexto. Pero si somos realistas y nos atenemos a la estadística, lo más probable es que Alice Russell se apartara del camino por error y se perdiera.

—Sí, eso es lo más probable... —convino Falk, pese a que en su fuero interno intuía que ninguno de los dos estaba muy convencido.

El coche siguió avanzando en su ruta; las emisoras de radio fueron desapareciendo mientras el paisaje pasaba a toda velocidad. Carmen estuvo manoseando el dial hasta que encontró una emisora de onda media de sonido entrecortado. El boletín informativo se captaba a trompicones. La excursionista de Melbourne seguía desaparecida. La carretera describió un suave giro al norte, y de pronto Falk pudo distinguir a lo lejos las cumbres de Giralang Ranges.

—¿Habías estado aquí alguna vez? —preguntó.

Carmen negó con la cabeza.

—No, ¿y tú?

—Tampoco.

No había estado en aquel lugar, pero se había criado en uno muy parecido. Un territorio aislado, en el que los árboles crecían con fuerza formando un manto tupido sobre un suelo que se mostraba reacio a permitir que nada escapase de él.

—La historia de lo que pasó aquí me da mal rollo —dijo Carmen—. Sé que es una tontería —añadió, encogiéndose de hombros—, pero...

—¿Qué ocurrió al final con Martin Kovac? —preguntó Falk—. ¿Sigue encerrado?

—No estoy segura. —Carmen volvió a teclear en la pantalla del móvil—. No. Murió. Falleció en la cárcel hace tres años, poco después de cumplir los sesenta y dos. En realidad, ahora que lo pienso, esto me suena de algo. Se peleó con otro preso, se golpeó la cabeza contra el suelo y, según dice aquí, ya no recobró la conciencia. La verdad es que no me da ninguna pena.

Falk se mostró de acuerdo. El primer cadáver había sido el de una profesora en prácticas, de veintitantos años y oriunda de Melbourne, que disfrutaba de un fin de semana al aire libre en las montañas. Un grupo que estaba de acampada la había encontrado, pero ya era demasiado tarde, habían pasado varios días. Le habían abierto con violencia la cremallera de los pantalones cortos, y se habían llevado su mochila con el material de senderismo. Estaba descalza y tenía los cordones de las zapatillas enrollados con fuerza alrededor del cuello.

Hubo que esperar a que, a lo largo de los tres años siguientes, aparecieran los cadáveres de dos mujeres más y se denunciara la desaparición de otra para que se relacionara el nombre de Martin Kovac, un temporero, con los asesinatos. A esas alturas, el daño ya estaba más que hecho. Una sombra alargada se había adueñado para siempre de los apacibles Giralang Ranges, y Falk formaba parte de toda una generación que se había criado sintiendo un escalofrío cada vez que oía pronunciar ese nombre.

—Por lo visto, Kovac murió sin confesar que hubiera atacado a esas tres mujeres —prosiguió Carmen, leyendo el texto en el móvil—. Tampoco a la cuarta, a la que nunca llegaron a encontrar. Se llamaba Sarah Sondenberg, un caso triste. Sólo tenía dieciocho años. ¿Recuerdas cuando sus padres lanzaron aquellos llamamientos por televisión?

Falk se acordaba perfectamente. Habían pasado dos décadas y aún veía la desesperación en la mirada de los padres de aquella chica.

Carmen, que estaba tratando de seguir leyendo el texto, soltó un suspiro.

—Lo siento, la pantalla se ha quedado congelada. Se está perdiendo la señal.

A Falk no le sorprendió. Los árboles a ambos lados de la carretera proyectaban sombras que cubrían por completo la luz de la mañana.

—Supongo que ahora empezaremos a perder la cobertura.

No volvieron a hablar hasta que salieron de la carretera principal. Carmen sacó el mapa y fue orientando a su compañero mientras el camino se estrechaba y las montañas se alzaban inmensas ante el parabrisas. Pasaron por delante de una breve hilera de tiendas en las que se vendían postales y equipos de montañismo; en el extremo opuesto había un pequeño supermercado y una gasolinera solitaria.

Falk miró el contador de gasolina y puso el intermitente. Los dos bajaron del vehículo y él empezó a llenar el depósito, bostezando. El madrugón empezaba a pasarles factura, y en aquel lugar hacía más frío y el aire era cortante. Dejó a Carmen mientras ésta desentumecía el cuerpo con pequeños estiramientos y algún que otro gruñido, y entró a pagar.

El tipo del mostrador llevaba un gorro de lana y barba de una semana; se enderezó un poco cuando Falk se acercó a él.

—¿Van al parque? —le preguntó, con la premura de quien se muere de ganas de hablar.

—Sí.

—¿Están buscando a la desaparecida?

—La verdad es que sí —contestó Falk, mirándolo sorprendido.

—Ha venido un montón de gente para intentar encontrarla. Llamaron a un equipo de búsqueda. Ayer se pararon a repostar aquí unas veinte personas. Parecía hora punta todo el día, y hoy va por el mismo camino —aseguró, mientras movía la cabeza con un gesto de incredulidad.

Falk echó un discreto vistazo al local. Su coche era el único que había en la entrada. En la tienda no se veían más clientes.

—Espero que la localicen pronto —prosiguió el hombre—. Mal asunto, que alguien desaparezca. Y malo también para el negocio, claro. Ahuyenta a la gente. Imagino que todo esto les recuerda lo que ocurrió.

No dio más explicaciones, y Falk supuso que en aquel lugar no hacía ninguna falta mencionar a Kovac.

—¿Hay alguna novedad? —le preguntó al empleado.

—Qué va. Aunque creo que no han tenido suerte, porque no los he visto volver. Y por aquí pasan en las dos direcciones: al llegar y al marcharse. La gasolinera más cercana queda a cincuenta kilómetros. Más lejos aún si va hacia el norte. Todos llenan aquí el depósito. Por si acaso, vamos. Hay algo en este sitio que hace que las personas no quieran correr riesgos. —Se encogió de hombros—. Bueno, para nosotros no hay mal que por bien no venga.

—¿Lleva mucho tiempo viviendo aquí?

—El suficiente.

Mientras Falk le daba la tarjeta de crédito, se fijó en la lucecita roja de una cámara de seguridad que había detrás del mostrador.

—¿En los surtidores de fuera también hay cámaras? —preguntó.

El empleado siguió la mirada de Falk hacia el exterior. Carmen estaba apoyada en el coche, con los ojos cerrados y el rostro hacia el cielo.

—Sí, claro. —El tipo siguió mirando al exterior un instante más de lo necesario, antes de volver a centrarse en Falk—. No queda otra. Casi siempre estoy aquí solo. No podemos arriesgarnos a que la gente se largue sin pagar.

—¿Se detuvo aquí la desaparecida con su grupo en el camino de ida? —preguntó Falk.

—Sí. El jueves. La poli ya se ha llevado una copia de la grabación.

Falk le mostró su placa.

—¿Tendría otra, por casualidad?

El tipo miró la identificación y se encogió de hombros.

—Un momentito.

Se metió en la trastienda. Mientras esperaba, Falk se dedicó a mirar por las puertas de cristal de la entrada. Detrás del área de servicio sólo se veía una pared de vegetación. Las montañas impedían atisbar el cielo. De pronto se sintió como rodeado. Dio un respingo cuando el hombre volvió con un lápiz de memoria en la mano.

—De los últimos siete días —dijo mientras se lo entregaba.

—Gracias, amigo. Muy amable por su parte.

—De nada, espero que sirva de algo. A nadie le gustaría estar perdido ahí fuera mucho tiempo. Lo que lo mata

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