Cultura Mainstream. Cómo nacen los fenómenos de masas

Fragmento

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PRÓLOGO

 

 

 

 

No cabe imaginar un lugar menos mainstream que el Harvard Faculty Club. Ese restaurante, reservado a los profesores, se encuentra en el campus de la prestigiosa Universidad de Harvard, en Massachusetts, Estados Unidos. Precisamente en el lugar donde Henry James tenía su casa, haciendo honor a ese espíritu protestante, blanco y masculino, hecho de puritanismo y de alimentación frugal (en el Harvard Faculty Club se come bastante mal), los universitarios más prestigiosos de Harvard celebran actualmente sus tertulias. En el comedor, sentado a una mesa cubierta con un mantel blanco, me espera Samuel Huntington.

Durante los años que pasé en Estados Unidos trabajando en este libro, me reuní varias veces con Huntington, conocido en todo el mundo por su obra El choque de civilizaciones, cuya tesis es que hoy las civilizaciones se enfrentan unas a otras en nombre de unos valores para afirmar una identidad y una cultura, y no ya sólo para defender sus intereses. Es un libro opinionated, como se dice en inglés, muy comprometido, que habla de Occidente y «el resto del mundo», un Occidente único frente a los demás países no occidentales, que son plurales. Huntington hace hincapié en el fracaso de la democratización de los países musulmanes a causa del islam. La obra ha sido comentada, y a menudo criticada, en el mundo entero.

Durante la comida en Harvard, interrogo a Huntington sobre su gran teoría, sobre la cultura de masas, sobre el nuevo orden internacional desde el 11 de septiembre y sobre cómo va el mundo. Me contesta con unos cuantos tópicos y con voz titubeante. Por lo visto no tiene nada que decir sobre la cultura globalizada. Luego me pregunta —como todo el mundo en Estados Unidos— dónde estaba el 11 de septiembre. Le digo que aquella mañana me encontraba en el aeropuerto de Boston, precisamente a la hora en que los diez terroristas tomaban los vuelos American Airlines 11 y United Airlines 175 que unos minutos más tarde se estrellarían contra las dos torres del World Trade Center. El anciano —Huntington tiene 80 años— se queda pensativo. El 11 de septiembre fue una pesadilla para Estados Unidos y la hora de la consagración para Huntington, cuyas tesis sobre el choque de civilizaciones de pronto parecieron proféticas. Cuando terminamos de almorzar, tengo la impresión de que se está echando una siesta (murió unos meses después de nuestras conversaciones). En silencio, me pongo a mirar los cuadros de grandes pintores que adornan las paredes del Harvard Faculty Club. Y me pregunto si este hombre tan elitista, símbolo de la alta cultura, ha podido entender realmente los desafíos de la guerra de las culturas. ¿Habrá visto siquiera Mujeres desesperadas, la serie que todo el mundo ve en este momento en Estados Unidos y dos de cuyas heroínas se llaman Kayla y Nora Huntington? No me atrevo a preguntárselo: sé que Samuel Huntington, con su rigidez puritana, no es muy partidario del entertainment (el entretenimiento). Que es justamente el tema de este libro.

 

Unas semanas más tarde, estoy en el despacho de Joseph Nye, a la sazón presidente de la Kennedy School, la prestigiosa escuela de ciencias políticas y diplomacia, también en el campus de Harvard. Lleno de energía a sus 70 años, ese antiguo viceministro de Defensa de Bill Clinton también está comprometido con la guerra cultural a escala mundial. Pero mientras que las ideas de Huntington han preparado la era Bush, las de Nye anuncian la diplomacia de Obama. Nye ha puesto de relieve las «interdependencias complejas» de las relaciones entre las naciones en la era de la globalización y ha inventado el concepto de soft power. Es la idea de que, para influir en los asuntos internacionales y mejorar su imagen, Estados Unidos debe utilizar su cultura y no su fuerza militar, económica e industrial (el hard power). «El soft power es la atracción, y no la coerción —me explica Joe Nye en su despacho—. Y la cultura norteamericana está en el corazón mismo de ese poder de influencia tanto si es high como si es low, tanto en el arte como en el entertainment, tanto si se produce en Harvard como si se produce en Hollywood». Nye, al menos, me habla de la cultura de masas globalizada y parece bien informado sobre el juego y las dinámicas de los grupos mediáticos internacionales. Y prosigue: «pero el soft power también es la influencia a través de los valores, como la libertad, la democracia, el individualismo, el pluralismo de la prensa, la movilidad social, la economía de mercado y el modelo de integración de las minorías en Estados Unidos. Y si el power puede ser soft también es gracias a las normas jurídicas, al sistema del copyright, a las palabras que creamos y a las ideas que difundimos por todo el mundo. Y no hay que olvidar que actualmente nuestra influencia se ve reforzada por Internet, Google, YouTube, MySpace y Facebook». Nye, que es un inventor de conceptos que calan en la opinión pública, ha definido la nueva diplomacia de Barack Obama, de quien es amigo, como la del smart power, que debe combinar la persuasión y la fuerza, lo soft y lo hard.

Por muy opuestas que sean, ¿son pertinentes en definitiva esas famosas teorías de Huntington y Nye en materia de geopolítica de la cultura y de la información? ¿Las civilizaciones han entrado inexorablemente en una guerra mundial por los contenidos o dialogan tal vez más de lo que la gente cree? ¿Por qué domina el mundo el modelo estadounidense del entertainment de masas? ¿Este modelo, que es estadounidense por esencia, se puede reproducir en otros países? ¿Cuáles son los contramodelos emergentes? ¿Cómo se construye la circulación de los contenidos por todo el mundo? La diversidad cultural, que se ha convertido en la ideología de la globalización, ¿es real o se descubrirá que es una trampa que los occidentales se han tendido a sí mismos? Estas cuestiones relativas a la geopolítica de la cultura y de los medios son las que aborda este libro.

 

En la playa de Juhu en Mumbai —el nuevo nombre de Bombay en India—, Amit Khanna, director general de Reliance Entertainment, uno de los grupos indios de producción de películas y programas de televisión más poderosos, que acaba de comprar una parte del estudio estadounidense DreamWorks de Steven Spielberg, me explica la estrategia de los indios: «Aquí hay 1.200 millones de habitantes. Tenemos dinero. Tenemos experiencia. Junto con el sudeste asiático representamos una cuarta parte de la población mundial; con China, una tercera parte. Queremos desempeñar un papel determinante, políticamente, económicamente, pero también culturalmente. Creemos en el mercado global, tenemos unos valores, los valores indios, y queremos promocionarlos. Vamos a enfrentarnos a Hollywood en su propio terreno. No simplemente para ganar dinero, sino para afirmar nuestros valores. Y estoy convencido de que seremos capaces de lograrlo. En adelante habrá que contar con nosotros».

Unos meses más tarde, estoy en Egipto, después en Líbano y luego en el Golfo, con los dirigentes del grupo Rotana. Fundado por el multimillonario saudí Al Waleed, Rotana se propone crear una cultura árabe: tiene la sede en Riad, los estudios de televisión en Dubai, la rama musical en Beirut y la división cinematográfica en El Cairo. La estrategia cultural multimedia y panárabe del grupo también consiste en defender unos valores y una visión del mundo. Se basa en miles de millones de dólares procedentes de Arabia Saudí y en una audiencia potencial de unos 350 millones de árabes (tal vez 1.500 millones si incluimos a todos los musulmanes, especialmente del sur y del sudeste de Asia). «Daremos esta batalla», me confirman los directivos del grupo Rotana.

Durante otro viaje, en el piso 19 de una torre de Hong Kong, entrevisto a Peter Lam, un dirigente comunista que está al frente del grupo eSun, un gigante del cine y de la música en la China continental y en Hong Kong. «Tenemos 1.300 millones de chinos; tenemos el dinero; tenemos la economía más dinámica del mundo; tenemos experiencia. Vamos a conquistar los mercados internacionales y a competir con Hollywood. Seremos el Disney de China».

Durante los cinco años que ha durado esta investigación, en el cuartel general de TV Globo en Río de Janeiro, en la sede de la multinacional Sony en Tokio, en Televisa en México y en Telesur en Caracas, en la sede de Al Yazira en Qatar, con los dirigentes del primer grupo de telecomunicaciones indonesio en Yakarta y en las sedes de China Media Film y de Shanghai Media Group en China, he oído discursos muy parecidos. En la actualidad, cada día se inaugura de promedio una nueva pantalla de multicine en China, en India y en México. Y más de la mitad de los abonados a la televisión de pago se hallan ahora ya en Asia. A medida que aparecen nuevos gigantes en la economía mundial —China, India, Brasil, pero también Indonesia, Egipto, México y Rusia—, su producción de entretenimiento y de información aumenta. Está emergiendo la cultura de los países emergentes.

Frente al entertainment estadounidense y a la cultura europea, esos nuevos flujos mundiales de contenidos empiezan a tener su peso. Se está dibujando una nueva cartografía de los intercambios culturales. Las estadísticas del Banco Mundial y del FMI todavía no los miden, las de la UNESCO los silencian (o reproducen las cifras de la propaganda china o rusa); en cuanto a la OMC, los mezcla con otras categorías de productos y servicios. Aún no hay nadie que haya explicado esta revolución importantísima que se está produciendo, ni nadie que haya investigado sobre el terreno para «cubrir» la nueva batalla mundial de los contenidos.

¿Serán estos nuevos rivales de Occidente enemigos culturales? ¿Son pertinentes las predicciones acerca del «choque de civilizaciones»? En Asia, en América Latina, en Oriente Medio y en África, el crecimiento progresivo de potentes industrias de la producción audiovisual y de la información plantea nuevos interrogantes que desbordan los esquemas antiguos. Aquí hablaré de «industrias creativas» o de «industrias de contenidos», unas expresiones que incluyen los medios y lo digital, y que considero preferibles a la expresión demasiado connotada ya, y que hoy resulta imperfecta y obsoleta, de «industrias culturales». Porque ya no se trata simplemente de productos culturales, se trata también de servicios. No sólo de cultura, sino también de contenidos y de formatos. No sólo de industrias, sino también de gobiernos que buscan soft power y de microempresas que buscan innovaciones en los medios de comunicación y en la creación desmaterializada.

Gracias al contacto con esos grupos de comunicación planetarios, a menudo dirigidos por nuevas generaciones de gestores y de artistas desconcertantemente jóvenes, uno descubre los problemas complejos de interdependencia con Estados Unidos, la atracción y la repulsión que el modelo estadounidense suscita, las tensiones entre una afirmación identitaria regional y una búsqueda de éxito planetario, las dificultades para defender unos valores en un mundo en el que los contenidos se están globalizando. También aparecen muchas desigualdades entre países dominantes y países dominados: algunos emergen como productores de contenidos, otros se ven sumergidos por los flujos culturales mundiales. ¿Por qué a Egipto y al Líbano les va bien y a Marruecos no? ¿Por qué Miami y no Buenos Aires, México y no Caracas? ¿Por qué Hong Kong y Taiwán y todavía no Beijing? ¿Por qué Brasil y no Portugal? ¿Por qué cada vez más los cincuenta estados norteamericanos y cada vez menos la Europa de los veintisiete?

Para ir más allá de las respuestas simplistas imaginadas en el Harvard Faculty Club, había que investigar sobre el terreno. Por eso durante cinco años me he paseado por todo el mundo, recorriendo las capitales del entertainment y entrevistando a más de 1.250 actores de esas industrias creativas en 30 países. El resultado es a la vez inédito, fascinante y preocupante. Es una investigación sobre la guerra mundial por los contenidos. Y esa guerra ya ha comenzado.

 

Cultura mainstream es un libro sobre la geopolítica de la cultura y de los medios de comunicación en todo el mundo. Esta obra sobre la globalización del entertainment se interesa por lo que hacen los pueblos cuando no trabajan: lo que se denomina su ocio y sus diversiones. A menudo se habla de «industrias del entertainment». Al concentrarme en las industrias que producen contenidos, servicios y productos culturales, hago hincapié en la cantidad, y no sólo en la calidad. Aquí hablo de los blockbusters, de los hits y de los best sellers. Mi tema no es el «arte» —aunque Hollywood y Broadway también produzcan arte—, sino lo que yo denomino la «cultura de mercado». Porque las cuestiones que plantean esas industrias creativas en términos de contenidos, de marketing o de influencia son interesantes, aunque no lo sean las obras que producen. Permiten comprender el nuevo capitalismo cultural contemporáneo, la batalla mundial por los contenidos, el juego de los actores para ganar soft power, el auge de los medios del sur y la lenta revolución que estamos viviendo con Internet. En este libro intento captar lo que el escritor Francis Scott Fitzgerald llamaba, a propósito de Hollywood, «the whole equation», el conjunto del problema: la aritmética del arte y del dinero, el diálogo de los contenidos y de las redes, la cuestión del modelo económico y de la creación de masas. Me intereso por el business del show-business. Trato de comprender cómo se habla, a la vez, a todo el mundo y en todos los países del mundo.

Las industrias creativas ya no son hoy un tema exclusivamente estadounidense: son un tema global. Esta investigación me ha conducido por consiguiente a Hollywood, pero también a Bollywood, a MTV y a TV Globo, a los barrios residenciales estadounidenses para descubrir los muchísimos multicines que hay, y al África subsahariana donde hay poquísimos cines, a Buenos Aires en busca de la música «latina» y a Tel Aviv para comprender la americanización de Israel. Me he interesado por el plan de conquista de Rupert Murdoch en China y por el plan de batalla de los multimillonarios indios y saudíes contra Hollywood. He intentado comprender cómo se difunden el J-Pop y el K-Pop, el pop japonés y el coreano, en Asia, y por qué las series televisivas se llaman «dramas» en Corea, «telenovelas» en América Latina y «culebrones del ramadán» en El Cairo. He acompañado a los lobbystas de las agencias culturales y de los estudios estadounidenses y he asistido a sus comparecencias en el Congreso; he estado con Robert Redford ante el Senado estadounidense. Pero todavía he pasado más tiempo en los grandes guetos negros de Estados Unidos. He seguido la producción de El rey león en Broadway con el jefe de Disney y el rodaje de una película de Bollywood en Mumbai, interrumpido por los chimpancés. He investigado en los territorios ocupados de Cisjordania y Gaza para comprender la importancia de los medios y de los cantantes árabes, me he reunido con el servicio de prensa de Hezbolá para poder visitar Al Manar, su cadena de televisión en el sur de Beirut. Y al entrevistarme con los jefes de Al Yazira en Doha, en Beirut, en El Cairo, en Bruselas, en Londres, en Yakarta y hasta en Caracas, he querido saber si el fundador de la cadena, el emir de Qatar, tenía razón al decir: «Creemos en el matrimonio de las civilizaciones, no en el conflicto de las civilizaciones».

Mi tema, pues, es muy amplio porque abarca, en los cinco continentes, a la vez la industria del cine y de la música, el entretenimiento televisado, los medios de comunicación y la edición, el teatro comercial, los parques de atracciones e incluso los videojuegos y los mangas. Para comprender las mutaciones fundamentales que están atravesando estos sectores, este libro también tiene, como telón de fondo, la cuestión digital. En esta obra, no visitaremos ni Google, ni Yahoo, ni YouTube (que pertenece al primero), ni MySpace (que pertenece a Murdoch). Es una opción. Lo que me interesa no es Internet en sí, sino cómo Internet revoluciona, indirectamente, el sector de las industrias creativas. En todas partes, en Arabia Saudí como en India, en Brasil o en Hong Kong, me he entrevistado con los que están levantando las industrias creativas digitales del mañana. Son emprendedores optimistas y con frecuencia jóvenes, que ven en Internet una oportunidad, un mercado, una suerte, cuando en Europa y en Estados Unidos, mis interlocutores, a menudo mayores, lo ven como una amenaza. Es una ruptura generacional, y tal vez un cambio de civilización.

Ante lo amplio del tema, he decidido concentrarme en la investigación sobre el terreno, en las personas que he entrevistado y en los lugares a los que he ido. De ahí la opción, a la que no estoy acostumbrado, de escribir en primera persona para demostrar que la investigación en marcha también es el tema del libro. Hablo de lo que he visto. Confío prioritariamente en fuentes de primera mano, no en informaciones de segunda mano, sacadas de libros o de la prensa. Asumo por tanto los defectos, innumerables, que esta opción implica, al hacer hincapié en las cuestiones originales y recurrentes en todas las industrias pero sin pretender ser exhaustivo. Por ejemplo, desarrollo casos de estudio sobre los grupos Disney y Rotana, describo la Motown, Televisa o Al Yazira, así como las redes de Rupert Murdoch o de David Geffen, porque son representativos del entertainment y de la cultura mainstream, pero sólo menciono de pasada Time Warner, Viacom, Vivendi o la BBC, pese a que son esenciales y a que también los he estudiado. Es una opción difícil y que se debe en gran parte al formato y a la metodología de la investigación de este libro. Por otra parte, creo que es mejor que el análisis de las industrias creativas no se limite a su economía. Tengo una gran admiración por la sociología estadounidense, por el valor que atribuye a la observación rigurosa del terreno y a las entrevistas. Finalmente, he querido escribir esta obra sobre el entertainment de forma «entretenida», como un eco del tema mismo al que está dedicado el libro.

Investigación, por lo tanto, pero también reflexión. Si bien este libro es sobre todo un relato, sus análisis están agrupados en la conclusión, y sus fuentes y los innumerables datos estadísticos que he manejado figuran en la página web que es su prolongación. A menudo, los profesionales de las industrias creativas que he visto sobre el terreno me han comunicado sus intuiciones, y muchos de ellos, como he adivinado, también tienen su agenda. Pero he encontrado pocas personas que, en una época de globalización en la que se está imponiendo lo digital, tuvieran una visión. Este libro intenta presentar, en su conclusión, esa visión geopolítica global.

Pero debo decir que durante mi investigación me he topado con un problema importante: el acceso a la información. Ya me imaginaba que las fuentes serían escasas en China por la censura del Estado; comprendí enseguida que era difícil obtener citas con antelación en Mumbai, en Río o en Riad; pero no me imaginaba que sería tan difícil investigar en Estados Unidos, en las majors del disco y en los estudios hollywoodienses. En todas partes, he tenido que insistir para obtener entrevistas y mis «antecedentes» periodísticos han sido cuidadosamente escudriñados por las personas encargadas de las public relations, los famosos PR people. Muchas veces, la información estaba guardada internamente bajo siete llaves por el departamento de «comunicación», y externamente por una agencia especializada, a la cual me remitían. Me llevó un tiempo comprender que esa PR people, que yo ingenuamente creía que estaba para facilitar la comunicación, de hecho estaba para impedirla, no para difundir la información sino para retenerla. Y me recibieron mejor en Al Yazira y en Telesur —la televisión de Chávez en Venezuela— que en Fox o en ABC.

Frente a esa omertá, ¿quién habla entonces? Todo el mundo, claro: los dirigentes de las majors hablan de sus competidores, los independientes hablan de las majors, unos en off y otros para un diálogo en background information only, sin posibilidad de citarlos (todas las entrevistas utilizadas en este libro son de primera mano y se han evitado las palabras en off, salvo en algún caso justificado, y entonces se ha especificado en el texto). Los sindicalistas hablan, los creativos hablan, los agentes y los banqueros hablan (cuando se trata de sociedades que cotizan en bolsa, también he tenido acceso a las cifras reales). Todo el mundo habla para satisfacer su ego, para hacerse publicidad, sobre todo cuando uno sabe encontrar los canales de acceso que permiten saltarse a los PR people. En el fondo, si China censura la información por razones políticas, las majors estadounidenses la censuran por razones comerciales, ya que una película o un disco son un producto estratégico del capitalismo cultural. El resultado es prácticamente el mismo: una cultura del secreto y a menudo de la mentira. Y ese paralelismo con la China seudocomunista no dice mucho en favor de Estados Unidos.

Queda una cuestión central: ¿qué lugar ocupa el modelo estadounidense en mi investigación, y cuál es el papel particular de Estados Unidos en los sectores del entertainment y de los medios en todo el mundo? Su poderío es evidente y su máquina cultural en el flujo de los contenidos mundiales es por ahora invencible. Es lo que podríamos llamar, parafraseando una fórmula del Che Guevara, la «América con una A mayúscula». Por consiguiente, debía empezar mi investigación por Estados Unidos y tratar de comprender cómo funciona el entertainment en Hollywood y Nueva York, pero también en Washington a través de sus lobbys, en Nashville y en Miami para la industria del disco, en Detroit, donde se ha generalizado la música pop, en las periferias de las ciudades donde se han inventado los multicines y en los campus de las universidades donde se hace la investigación y el desarrollo de Hollywood. Antes de describir la globalización de la cultura y la nueva guerra de los contenidos en los cinco continentes —la segunda parte de este libro—, hay que empezar por entender la increíble máquina americana de fabricar imágenes y sueños, la máquina del entertainment y la cultura que se convierte en mainstream.

Fue en Estados Unidos, en un avión que me llevaba de Los Ángeles a Washington, donde se me ocurrió la idea de titular este libro como Cultura mainstream. La palabra mainstream, difícil de traducir, significa literalmente «dominante» o «gran público», y se emplea generalmente para un medio, un programa de televisión o un producto cultural destinado a una gran audiencia. El mainstream es lo contrario de la contracultura, de la subcultura de los nichos de mercado; para muchos, es lo contrario del arte. Por extensión, la palabra también se aplica a una idea, un movimiento o un partido político (la corriente dominante), que pretende seducir a todo el mundo. A partir de este estudio sobre las industrias creativas y los medios en todo el mundo, Cultura mainstream permite pues analizar la política y los negocios que, a su vez, también quieren «dirigirse a todo el mundo». La expresión «cultura mainstream» puede tener una connotación positiva y no elitista, en el sentido de «cultura para todos», o más negativa, en el sentido de «cultura barata», comercial, o cultura formateada y uniforme. También es la ambigüedad de la palabra lo que me ha gustado, con sus diferentes sentidos; es una palabra que he oído en boca de cientos de interlocutores en todo el mundo, que tratan todos de producir una cultura mainstream, «como los americanos».

Y fue entonces, al llegar a Washington, en el momento de empezar esta larga investigación sobre la circulación de los contenidos globalizados, cuando conocí a uno de los más famosos promotores de la cultura mainstream: Jack Valenti.

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PRIMERA PARTE

 

EL ENTERTAINMENT ESTADOUNIDENSE

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1. JACK VALENTI O EL LOBBY DE HOLLYWOOD

 

 

 

 

«Mire aquí. A la derecha de Johnson y de Mrs. Kennedy, esta cara triste y preocupada, aquí abajo a la izquierda, soy yo». Jack Valenti señala con el dedo un rostro, el de un joven moreno, de aspecto tímido, en una gran foto en blanco y negro colocada en un atril. Es él.

Han pasado cuarenta años. Valenti se pasa nerviosamente la mano por su legendaria cabellera blanca y ahuecada. Está moreno y radiante. Tengo ante mí a un gigante de Hollywood con botas de cowboy. Mide 1,70. Estoy en su despacho, en el cuartel general de la MPAA en Washington. La célebre Motion Picture Association of America es el lobby y el brazo político de los estudios hollywoodienses. Tiene su sede en el número 888 de la calle 16, a menos de doscientos metros de la Casa Blanca. Jack Valenti ha presidido la MPAA durante 38 años, de 1966 a 2004.

La foto que me muestra es histórica. A bordo del Air Force One, Lyndon Johnson tiene la mano levantada, Jackie Kennedy está lívida. En ese preciso momento, el 22 de noviembre de 1963, Johnson presta juramento y se convierte en presidente de Estados Unidos. En el fondo de la carlinga, aunque en la imagen no se ve, reposa bajo la bandera de las barras y las estrellas el cuerpo de John F. Kennedy, asesinado dos horas antes en Dallas. Valenti formaba parte del séquito oficial; oyó los disparos y luego fue evacuado por el FBI. Como en una película de Hollywood, ese día para Valenti la pequeña historia y la grande avanzan simultáneamente. Todo se acelera. Al cabo de unas horas, dentro de ese avión, se convierte en consejero especial del nuevo presidente de Estados Unidos.

Delante de mí, aquella mañana en Washington, Valenti se toma todo su tiempo. Quien fuera uno de los hombres más poderosos de Hollywood, el portaestandarte del cine estadounidense en el mundo durante cuarenta años, recuerda su trayectoria. Ahora está jubilado y le gusta hablar de sí mismo. Nacido en 1921 en Texas, Valenti es descendiente de una familia siciliana de clase media que le enseñó a amar a Estados Unidos y a decir, como al principio de la película El padrino de Coppola: «I believe in America». Es la edad de oro de Hollywood y Valenti, que está loco por las películas, trabaja como acomodador en un cine de Houston durante las vacaciones. Es valiente y combate como piloto en un bombardero B-25 durante la guerra, antes de entrar en el MBA de Harvard, gracias a una ley que facilita el acceso a la universidad de antiguos militares. Valenti vuelve luego a Texas para dedicarse a los negocios, concretamente al petróleo, y luego a la prensa. Y allí conoce a Johnson.

Jack Valenti permanece tres años en la Casa Blanca, como consejero especial del presidente, asesor para la política, la comunicación y la diplomacia. Siempre leal. Así aprende en qué consiste el trabajo de hacer lobby al más alto nivel: ¿cómo hacer que el Congreso apruebe las leyes que defiende el presidente? ¿Cómo negociar con los jefes de Estado extranjeros? Valenti coordina para Johnson el trabajo parlamentario de la Casa Blanca, formando coaliciones y concediendo favores. Y la cosa funciona. Algunas de las leyes más audaces de la historia de Estados Unidos en materia social, educativa y cultural, así como la ley decisiva sobre la inmigración que hizo a Estados Unidos más diverso, sin olvidar las leyes más famosas sobre los derechos de los negros, se votaron durante el mandato de Johnson (y no de Kennedy). Valenti se convierte en el «amo del Senado», pero también es muy criticado por quienes no ven en él más que a un «lacayo» de Johnson. El Wall Street Journal se burla de su servilismo.

La fidelidad tiene sus límites. Se va alejando del despacho oval a medida que la guerra de Vietnam ensombrece el prestigio de la administración Johnson y, en 1966, este gentleman patriota acepta ser candidato a la presidencia del poderoso lobby de los estudios de Hollywood. Por primera vez, es propulsado al corazón de la industria del cine, él que lo que conocía sobre todo eran los bastidores de la política.

Jack Valenti se disculpa y contesta a una llamada telefónica que parece urgente. Lo llaman de Hollywood. Siempre ha dirigido la MPAA de esta manera, me dirá su sucesor: a través de innumerables llamadas telefónicas combinadas con entrevistas mano a mano, y no tanto con reuniones formales. No tiene rival para reconciliar al republicano más derechoso con el cineasta más izquierdista. Ahora lo escucho resolver el asunto en pocos minutos, vivaz y enérgico a pesar de sus 82 años, y noto que al reanudar la entrevista reprime su impaciencia, la impaciencia del hombre que siempre tiene prisa, aunque su amabilidad de diplomático trate de disimularlo. Al fin y al cabo soy francés —un huésped que hay que tratar con los miramientos debidos a los enemigos de la MPAA— y Valenti me enseña con orgullo la rosette de comendador de la Legión de Honor que le impuso el ministro de Cultura francés, Jack Lang. Porque al frente de la MPAA, una auténtica representación consular de Hollywood en Washington, Valenti fue el principal embajador y el principal diplomático cultural estadounidense.

 

En Seúl como en Río de Janeiro, en Mumbai como en Tokio, en El Cairo como en Beijing, la Motion Picture Association (MPA en el extranjero, pues la MPAA pierde su segunda A para no parecer tan americana) vela por los intereses de Hollywood. En todas las ciudades, he visitado a sus representantes, unos soldados abnegados y con frecuencia buenos conocedores del terreno local. Este importante lobby profesional de los estudios nació en 1922, en tiempos del cine mudo, por iniciativa de Louis Mayer (el de la Metro-Goldwyn-Mayer). En la actualidad, la MPAA está dirigida por un consejo de administración compuesto por tres representantes de cada uno de los cinco estudios principales (Disney, Sony-Columbia, Universal, Warner Bros, Paramount y 20th Century Fox). El presidente «ejecutivo» de esa poderosa organización coordina el trabajo de lobby dirigido al Congreso estadounidense y se ocupa de las regulaciones públicas; sigue las negociaciones más delicadas con los sindicatos hollywoodienses y planifica una estrategia de conquista mundial. El lobby actúa en la sombra en el extranjero y a la luz del día en su propio país.

La proximidad entre este organismo sin afán de lucro, oficialmente independiente, y el poder político estadounidense es un secreto a voces. La trayectoria de Jack Valenti lo demuestra. Desde las ventanas de su despacho de Washington, veo la Casa Blanca. Más que un símbolo. Y el Congreso tampoco está muy lejos: «Cuando un parlamentario se mostraba un poco reticente, me presentaba a la cita con Clint Eastwood, Kirk Douglas, Sydney Poitier o Robert Redford —me explica Valenti—. Esto siempre tenía un efecto positivo».

En 2008, tuve ocasión de acompañar a Robert Redford a una comparecencia ante el Congreso. Vi el impacto de su presencia en los senadores estadounidenses, emocionados al poder ver en carne y hueso, bajo la bandera de las barras y las estrellas, al célebre actor de la película Todos los hombres del presidente defendiendo la cultura norteamericana. «He cumplido con mi deber. Toda mi vida, en mis películas, y hoy al frente del Festival de Cine de Sundance, he militado a favor del cine. Y cuando se me necesita, aquí estoy», me dijo Redford en el largo pasillo del Senado, después de la comparecencia, antes de volver a tomar el avión para Los Ángeles.

Jack Valenti es un hombre que sabe lo que quiere. En la década de 1980, para aumentar su influencia, le regala a Ronald Reagan una sala de cine dentro de la propia Casa Blanca. Los estudios de Hollywood contribuyen a escote para que, según la expresión de Valenti, la sala sea state of the art (ultramoderna). También crea un sistema VIP: las películas que pide el presidente, con frecuencia antes del estreno, se le envían inmediatamente desde Hollywood en un avión especial y en versión 35 mm. El presidente Reagan y todos sus sucesores pasarán muchas veladas en esta sala, haciendo que les sirvan perritos calientes y palomitas, como en un verdadero multicine.

Cuando esta labor de lobby en Washington no basta, Valenti recurre al as que guarda en la manga: Los Ángeles y su poder de fundraising (recaudación de fondos). Invita entonces a los miembros influyentes del Congreso o a los asesores de los presidentes a la ceremonia de los Oscar o a comidas de trabajo en su lujosa suite privada del hotel Peninsula en Beverly Hills (el señor Valenti era uno de los lobbystas mejor pagados de Washington, su sueldo anual superaba los 1,3 millones de dólares). «Cuando diriges la MPAA, representas a los estudios, pero también debes trabajar con los independientes, los sindicatos y las sociedades de autores —añade Valenti—. Es como si todos los días estuvieras en campaña electoral para que te eligieran alcalde».

¿Una campaña electoral? Lo que Valenti no dice es que fue uno de los fundraisers políticos más importantes de Estados Unidos. A título personal, o en nombre de los patronos de Hollywood, ha organizado numerosas colectas para financiar las campañas electorales de los candidatos, tanto demócratas como republicanos, que se mostraban favorables a la industria del cine. Ahí reside el secreto del poder que tiene el lobby de la MPAA en Estados Unidos.

A escala internacional, este brazo político de los estudios también se apoya en el Congreso para favorecer la exportación de las películas de Hollywood y, con la ayuda del Departamento de Estado y de las embajadas estadounidenses, presiona a los gobiernos para que liberalicen los mercados, supriman las cuotas de pantalla y los aranceles, y suavicen la censura. Con ello y con una docena de despachos y un centenar de abogados en todo el mundo, la MPAA fomenta en el extranjero determinadas prácticas anticompetencia y concentraciones verticales que en territorio estadounidense están prohibidas por el Tribunal Supremo. En el extranjero, muchas veces se denuncian como «doble vara de medir».

La estrategia internacional de Jack Valenti es con frecuencia discreta. Se apoya en una visión de conjunto de las necesidades de Hollywood. En Italia, por ejemplo, la MPA ha instado a los estudios a invertir en los multicines locales, a crear su propia rama de distribución local y a multiplicar las coproducciones con los italianos. «Es una estrategia de 360 grados —me explica el responsable de la asociación de productores italianos, Sandro Silvestri, entrevistado en Roma—. La MPA y Jack Valenti han sido muy listos al incitar a los estudios a entrar a la vez en la producción, la distribución y la exhibición de películas en Italia. Así, cobran un porcentaje de todo lo que ingresa la industria del cine». Esta táctica global funciona en Europa y en América Latina, pero todavía tropieza con las cuotas de pantalla en China y en los países árabes. Por eso Valenti preconiza en todo el mundo la supresión de la censura y su sustitución por un código ético dictado por la propia industria del cine. Como en Estados Unidos.

«Son los profesionales los que deben fijar las reglas, no los gobiernos —me confirma en su despacho de Washington Jack Valenti—. Y si actualmente no hay censura para el cine en Estados Unidos, es gracias a mí». Es cierto que, en cuanto lo nombraron en 1966, Jack Valenti estableció en nombre de la MPAA un nuevo código, el rating system, para clasificar las películas por categorías en función de su grado de violencia, de desnudos y de sexo (el hecho de fumar en una película fue añadido como criterio en 1997). Fue un golpe maestro. Con este código, Valenti dio un nuevo sentido a las letras G, R y X: una película es «G» si es apta para todos los públicos; «PG», para advertir a los padres de que tengan cuidado; «PG-13», si no es recomendable para un niño de menos de 13 años; «R», si se trata de una película prohibida a los menores de 17 años no acompañados; y por último «NC-17», si es una película terminantemente prohibida a los menores de 17 años y que por lo tanto no puede proyectarse en las salas comerciales (esta última categoría sustituyó en 1990 a la «X»). «Este código ha tenido una influencia considerable en todo el mundo. También es muy americano —me repite Valenti— porque yo quise que fuese Hollywood quien se autorregulase; fue la misma industria la que lo aprobó, y no el gobierno o el Congreso. No es una censura política, sino una opción voluntaria de los estudios». En realidad, el código de clasificación de las películas, que supuestamente se adoptó para proteger a las familias, ha servido sobre todo para preservar los intereses económicos de los estudios, en un momento en que estaban amenazados por el Congreso. Oyendo hablar a Valenti, me acuerdo de la frase de Peter Parker, en Spiderman: «With great power comes great responsability». Y no me equivoco. Valenti añade: «En Estados Unidos, la libertad lleva aparejada la responsabilidad».

Como buen conocedor de la historia de los estudios RKO, Orion, United Artists o incluso de la Metro-Goldwyn-Mayer, Valenti sabe que los estudios son mortales. Protegerlos fue su máxima preocupación. Y, como es lógico, la MPAA fue mucho más allá de su estricta misión de lobby.

 

Jack Valenti no ve qué es lo que quiero decir. Le pregunto por el calendario, por la fecha de estreno de las películas, que ahora ya es planetario. ¿Hay un acuerdo entre los estudios para evitar hacerse la competencia? No, Valenti no entiende mi pregunta.

En Estados Unidos, los dos periodos cruciales para lanzar una película mainstream son bastante estables: el primero es el verano, entre el Memorial Day (último lunes de mayo) y el Labor Day (el Día del Trabajo, el primer lunes de septiembre). El segundo es el que corresponde a las fiestas de fin de año, entre el Día de Acción de Gracias (el cuarto jueves de noviembre) y Navidad. A ello hay que añadir, en menor medida, las vacaciones escolares, que varían muchas veces de un estado a otro y de una escuela a otra. En esos periodos se estrenan la mayor parte de los blockbusters, como Harry Potter, Shrek, Piratas del Caribe o Avatar. Es menos frecuente que se estrenen en primavera, que es la época más floja de la taquilla estadounidense, cuando los productores no pueden esperar obtener un Oscar en su país y cuando la mayor parte del cine no estadounidense tiende a aumentar en el resto del mundo.

Pero hoy en día las fechas de estreno de las películas ya no son sólo nacionales, y aquí es donde las cosas se complican. Jack Valenti me explica este rompecabezas internacional. Primero está lo que, delante de mí, denomina el domestic box office (la taquilla nacional), que incluye curiosamente, además de Estados Unidos, las entradas de cine vendidas en Canadá, el vecino de América del Norte, que Hollywood considera a efectos económicos como un anexo de su territorio. Pero allí justamente las fechas de estreno son distintas, sobre todo porque la fiesta de Acción de Gracias se adelanta al segundo lunes de octubre y las vacaciones se organizan de otra forma. En México, un país católico, decisivo por su proximidad geográfica, las cosas se complican aún más, porque no celebran Acción de Gracias.

En Europa, que es un mercado crucial para los estadounidenses, el calendario todavía es más complejo habida cuenta de las sensibilidades nacionales, las vacaciones escolares, los días de fiesta, y hasta los partidos del Mundial de fútbol y el clima. En Asia, las fechas ideales para estrenar una película también son diferentes. Para tener éxito en China, hay que estar en las salas el día de San Valentín (14 de febrero), el día de la fiesta nacional china (1 de octubre), el Día del Trabajo o durante el verano. Pero para evitar que las películas estadounidenses dominen el box office chino, la censura prohíbe generalmente las películas extranjeras en esas fechas. En India, lo ideal es que el estreno se produzca el día de la gran fiesta de Diwali en otoño, que es en India lo que la Navidad en Europa. En los países árabes, en cambio, el verano es la época ideal para difundir una película mainstream, y es el momento en que se estrenan generalmente las grandes comedias egipcias. Pero hay que evitar absolutamente el ramadán, que prohíbe programar películas; ahora bien, la fecha del ramadán cambia cada año, y a veces cae en verano. Para tener alguna posibilidad de llegar a un gran público en los países árabes vale más apostar por las fechas clave del final del ramadán (fecha de la ruptura, Aid El Fitr), la fiesta del sacrificio (Aid El Kebir, la fiesta más importante del islam, que marca el final del hadj y en la que se sacrifica un cordero), o más generalmente los fines de semana (que en Arabia Saudí tienen lugar del jueves al viernes por la noche, pero en el Magreb del viernes al sábado por la noche). Una película que se estrene durante el ramadán o en el periodo entre los dos aids tendrá pocas probabilidades de llegar a un gran público. Afortunadamente, como la taquilla de los países árabes no cuenta para Hollywood, el plan de marketing para el estreno de una película estadounidense puede no tener en cuenta esas fechas árabes. «La seasonability de nuestro oficio es un factor clave», me confirmará unas semanas más tarde en Los Ángeles Dennis Rice, uno de los presidentes del estudio United Artists.

En cualquier caso, en vista de ese complejo calendario internacional, la MPAA ha inventado un sistema anticompetencia destinado, en secreto, a permitir que los seis principales estudios se pongan de acuerdo sobre las fechas del estreno nacional e internacional de las películas más mainstream. Si dos blockbusters corren el riesgo de competir entre ellos por estrenarse en las mismas fechas, se programa una reunión de conciliación y uno de los estrenos se retrasa. Estas «ententes» se organizan bajo los auspicios de la MPAA. Jack Valenti me asegura que estas prácticas no han existido jamás.

 

Dan Glickman se echa a reír. «¡No te enteras, tío!», me lanza Glickman cuando le digo que se ha equivocado de job. Este diputado demócrata por Kansas, que fue ministro de Agricultura con Bill Clinton, sucedió recientemente a Jack Valenti al frente de la MPAA. De la agricultura a la cultura; la trayectoria es sorprendente. Irónicamente, se lo hago observar a Glickman. «Cuando era ministro de Clinton, me ocupaba de las cuotas agrícolas, y especialmente del maíz. Y hoy, como sabes, me ocupo del cine. ¿Y cuál es el elemento básico de la economía del cine? Las palomitas. Antes las cultivaba; ahora las vendo. Del maíz a las palomitas, ¡ya ves que el job siempre es el mismo!». Esta vez, soy yo quien se echa a reír.

Desde la muerte de Valenti en 2007, Dan Glickman lleva él solo las riendas de la MPAA. En su despacho de Washington, donde le entrevisto, se muestra a la vez como un fiel heredero de Valenti y como su antítesis, elude pocas preguntas, es franco y directo. El nuevo patrón de la MPAA, que nació en Kansas en una familia de inmigrantes judíos ucranianos y que fue elegido al Congreso, donde se especializó en las cuotas agrícolas y las barreras arancelarias internacionales (también fue presidente de la comisión parlamentaria de control de los servicios secretos estadounidenses en el Senado), se toma a sí mismo menos en serio que su predecesor. Es discreto, sin un ego demasiado fuerte, al contrario que Valenti, que era cálido y un poco vocinglero, con lo que en Estados Unidos se llama un «Texas-sized ego» (un ego del tamaño de Texas). Glickman parece preocupado, incluso ansioso; compensa esa tensión con una apariencia relajada, con una ética del trabajo y sobre todo con un gran sentido del humor, del que hace gala conmigo.

Dan Glickman conoce el perímetro de su imperio. Desde principios de la década de 1990, las industrias del entertainment ocupan la segunda posición en las exportaciones estadounidenses, detrás de la industria aeroespacial. Como el mercado del cine está estancado en Estados Unidos y los costes de producción aumentan, los estudios se ven abocados a adoptar una estrategia comercial planetaria. En este aspecto, Glickman puede sentirse optimista, ya que el box office internacional de Hollywood está aumentando considerablemente (se ha incrementado en un 17 por ciento entre 1994 y 2008). Glickman sabe además que ese mercado global es extraordinariamente heterogéneo: Hollywood difunde sus películas en 105 países aproximadamente, pero en lo que a beneficios se refiere cuenta esencialmente con ocho: Japón, Alemania, Reino Unido, España, Francia, Australia, Italia y México (por orden de importancia, de media, sin contar Canadá). Estos ocho países representan ellos solos alrededor del 70-75 por ciento de la taquilla internacional de Hollywood.

Pero Glickman ya está pensando en el paso siguiente. No le ha pasado desapercibido el incremento constante, estos últimos años, de las exportaciones de películas a Brasil y Corea. Por eso ha multiplicado los viajes a México, Seúl y São Paulo, así como a Mumbai y Beijing. Piensa en los países emergentes, donde los beneficios de Hollywood conocen actualmente una progresión de dos dígitos. Por ahora, el número de entradas aumenta más rápidamente que el de ingresos en dólares, pero ahí es donde está el futuro de Hollywood. Glickman sabe que pronto tendrá que contar menos con los mercados maduros, como Europa, que con los recién llegados al G20, los BRIC (Brasil, Rusia, India y China) y otros países del ASEAN (los países del sudeste asiático). Recientemente la taquilla china y rusa de la película Avatar ha superado a las de la mayor parte de países europeos. Está emergiendo una nueva cartografía mundial del mercado del cine estadounidense.

Al mismo tiempo, Glickman sabe que su optimismo tiene un límite. Los estudios hollywoodienses corren el riesgo de convertirse en simples «activos no estratégicos» para conglomerados multinacionales como Sony. A los monopolios, ayer bien regulados en Estados Unidos, hoy ya no se les pone freno; con Reagan se autorizó a los estudios a comprar redes televisivas e incluso —algo que el Tribunal Supremo había prohibido desde 1948— a poseer salas de cine. Y encima hay que contar con la piratería, que para Glickman y la MPAA es una obsesión. Con los DVD, algunos mercados como China rozan el 95 por ciento de copias ilegales; la situación aún se ha deteriorado más con Internet, que permite bajarse cualquier película antes incluso de que se estrene en Estados Unidos. Por último, hay que tener en cuenta la actual escalada de costes en Hollywood. Hoy, el apartado «maquillaje» de una película puede llegar a superar los 500.000 dólares. Hay que ver lo caros que están los lápices de labios.

Dan Glickman sopesa ante mí los puntos fuertes y los puntos débiles de Hollywood. Son las estrellas sobre todo las que constituyen el corazón de esta compleja ecuación económica. Sólo un pequeñísimo número de actores —principalmente Johnny Depp, Brad Pitt, Matt Damon, Tom Cruise, Tom Hanks, Leonardo DiCaprio, Nicole Kidman, Julia Roberts, Harrison Ford, George Clooney, Will Smith— puede permitir que una película se estrene en todo el mundo. El caché de estas estrellas representa una parte cada vez mayor del presupuesto de las películas, sobre todo porque en general significa un porcentaje de los beneficios. El dilema es el siguiente: lanzar una película internacionalmente sin un nombre importante comporta un riesgo demasiado grande; pero lanzarla con una estrella mundialmente conocida implica un coste desorbitado.

 

 

LA MPAA AL ASALTO DE AMÉRICA LATINA

 

En Brasil, el hombre fuerte de la MPA se llama Steve Solot. Desde Río de Janeiro, coordina la acción de los estudios en el conjunto de América Latina. «Para la MPAA, América del Sur no cuenta en términos de taquilla, pero cada vez es más importante en términos de influencia y de número de entradas vendidas —me explica Steve Solot en Río—. La cuota del cine estadounidense en el box office brasileño supera el 80 por ciento, como ocurre a menudo en América Latina. E incluso en el otro 20 por ciento no hay que olvidar que muchas películas brasileñas son coproducciones con Estados Unidos. En total, superamos pues el 85 por ciento». La oficina de la MPA en Río analiza la evolución del mercado cinematográfico, de la televisión y del cable, lucha contra la piratería en Internet y vela para evitar todas las cuotas protectoras de la industria brasileña.

Desde esta base, se vigila toda América Latina: cuando México intentó aplicar unas cuotas de pantalla para proteger su industria, Steve Solot se instaló en Ciudad de México para coordinar una estrategia contraofensiva. Con el apoyo en Washington de Jack Valenti y del Congreso estadounidense, la MPA logró hacer fracasar el proyecto de ley mexicano y anular esas cuotas de pantalla. «Los estadounidenses han sido muy hábiles. Han llevado una doble ofensiva: primero ante el gobierno mexicano, en nombre del TLCAN, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, y luego haciendo lobby sobre el terreno con los dueños de las salas, como yo, para movilizarnos contra las cuotas. A los mexicanos les gustan los blockbusters estadounidenses, es un hecho. Con las cuotas, habría bajado nuestro volumen de negocio. Por eso luchamos contra las cuotas de pantalla», me explica el mexicano Alejandro Ramírez Magaña, director general de la importante red de salas Cinépolis, al que entrevisté en México.

Durante mucho tiempo, la MPA estuvo representada en América del Sur por Harry Stone. Jack Valenti: «Era una especie de oficial de caballería británico, alto y con bigote, perfectamente bilingüe en español y en portugués. Cualquiera que fuese el presidente de Brasil, Harry era amigo suyo». (No conocí a Stone, que falleció a finales de la década de 1980).

En Río, le pregunto a Steve Solot por su predecesor: «Durante cuarenta años, Harry Stone hizo lobby al estilo antiguo: alta diplomacia y reuniones mundanas. Conocía a todos los presidentes de todos los países de América del Sur. Daba fiestas suntuosas con caviar y champán francés en las embajadas y consulados de Estados Unidos. En una época en que las películas estadounidenses tardaban varios meses en llegar aquí, la élite brasileña o argentina estaba ansiosa por ver en preestreno 2001: una odisea en el espacio, El padrino o Taxi Driver». La estrategia consistía entonces en promover los valores y la cultura estadounidenses en América Latina para fomentar el comercio.

Alberto Flaksman, de la agencia gubernamental de promoción del cine brasileño, me confirma el papel determinante que desempeñó Harry Stone en América Latina: «Harry era un homosexual notorio, pero estaba casado con una dama brasileña de la alta sociedad. Como presidente de la MPA para América Latina, invitaba a grandes recepciones a los banqueros, a la jet set, a los hombres de negocios, a las familias de la buena sociedad, pero también a los militares de la dictadura, lo cual daba a las fiestas un ambiente un poco viscontiniano. En la década de 1970, la MPA trabajaba bien bajo la dictadura en Brasil, bajo Pinochet en Chile, aunque lo tuvo más difícil en Argentina con Perón, que era muy antiestadounidense. Al mismo tiempo, Harry Stone frecuentaba poco a las celebridades del cine latinoamericano; le parecían demasiado izquierdistas o demasiado nacionalistas. Sin su apoyo, pero sí con el de los dictadores, lanzaba las películas de Hollywood destinadas a tener éxito, y efectivamente lo tenían. A la oligarquía brasileña o chilena le gustaba el cine estadounidense, y siempre se vendió a la MPA». Esa complicidad con los poderes locales permitió a la MPA obtener ventajas para la difusión de las películas estadounidenses, por ejemplo la supresión de tasas a la exportación sobre las copias de las películas, un tipo de cambio más favorable para repatriar los ingresos por taquilla a Estados Unidos y a veces, cuando existían, la no aplicación de las cuotas de pantalla nacionales.

En Río de Janeiro, Buenos Aires, México e incluso Caracas he conocido a representantes de la MPA que defienden el cine estadounidense. La mayor parte de las veces, son sudamericanos que gestionan las redes de distribución a favor de los blockbusters de los estudios. ¿Por qué lo hacen? «Por dinero —me contesta Alberto Flaksman en Río—. Es un poco como la Coca-Cola: vayas donde vayas, en todo el mundo, en el pueblo más pequeño de Asia o de África, encontrarás una botella fresca de Coke. Localmente, la mayoría de esos distribuidores de películas no son estadounidenses. Aquí, son brasileños y no promueven el cine estadounidense por razones ideológicas, sino simplemente por interés comercial». Estos representantes locales trabajan a menudo para varias majors hollywoodienses a la vez. Los estudios no se hacen la competencia en América Latina, sino que se apoyan. Existen acuerdos de distribución entre Disney y la 20th Century Fox, entre Warner y Columbia, y sobre todo entre Viacom y Universal, que incluso gestionan juntas algunas salas en Brasil. Las leyes que protegen la libre competencia en Estados Unidos no se aplican en América del Sur. Alberto Flaksman suspira: «Y frente a esta formidable máquina de guerra, nosotros, los sudamericanos, estamos muy divididos. No tenemos ninguna red de distribución común. Y ni siquiera un cine “latino” que defender».

 

En México, Jaime Campos Vásquez tiene una historia muy particular. «Soy peruano y, durante veinticinco años, he trabajado para los servicios secretos peruanos. Hoy aquí estoy luchando contra la piratería para la MPA», me dice de entrada, en español (curiosamente, Vásquez no habla inglés). Lo conocí en la sede de la MPA en México. Elegantísimo, con una corbata de rombos malva estilo Vasarely, un reloj de oro espectacular y el pelo lacado y repeinadísimo, Jaime Campos Vásquez es un personaje inclasificable y, contrariamente a lo que cabría esperar, simpático. «Veinticinco años en los servicios secretos es mucho tiempo», repite riendo, contento del efecto que produce, mostrándome con insistencia su pelo blanco. Adivino, detrás de la jovialidad, a un hombre temible. «La piratería de las películas es como un crimen, pero más light —me dice—. Aquí en México es un comercio ilegal apoyado por el crimen organizado, por las redes mafiosas. Trabajamos con la policía local y con las aduanas, y mi experiencia en los servicios secretos me ayuda mucho para el análisis de la información, la investigación y la inteligencia tecnológica».

Le pregunto si no hay una contradicción en trabajar para los estadounidenses. Vásquez sonríe: «No tengo ningún problema en trabajar para los gringos. Yo lucho contra todas las falsificaciones y contra la economía sumergida ilegal. Todo lo que debilite al crimen organizado en América Latina es positivo. Estamos a favor de la tolerancia cero». Titubea, vuelve a enderezarse en su sillón, y luego prosigue, visiblemente incómodo por tener que oír a un francés reprochándole que trabaje para los gringos: «Aquí en México, sabrá usted que el cine le debe mucho a los estadounidenses. Hace unos quince años, ya no quedaban salas, no había películas. Hoy se construye un nuevo multicine cada día y hay el doble de salas en México que en Brasil, siendo la población la mitad. Todo eso es gracias a los blockbusters de Hollywood, que permiten que el cine vuelva a ser rentable y que el público vuelva a las salas. Y los estadounidenses fomentan y financian también la producción local. Forman a los cineastas hispanos en sus universidades y les dan una oportunidad en Los Ángeles. Hoy el cine mexicano está renaciendo» (Hollywood tiene el 90 por ciento de la taquilla en México; el cine mexicano, menos del 5 por ciento).

La sede de la MPA en México es discreta, una casa de pisos burguesa, sin ningún letrero en la entrada, en un barrio residencial. Dentro, ninguna señal especial, excepto una magnífica juke-box vintage. Aquí trabajan, teóricamente en distintos quehaceres, veinticinco personas. Jaime Campos Vásquez, por ejemplo, no figura oficialmente como asalariado de la MPA; es el director de la APCM, la Asociación Protectora de Cine y Música. Dicha asociación fue creada conjuntamente por la MPA y la industria del disco estadounidense para luchar contra la piratería. «La MPA es el good cop, y nosotros el bad cop (el policía bueno y el policía malo) —me dice Vásquez—. Les damos cobijo en nuestros locales, pero no queremos aparecer directamente como encargados de la vertiente represiva», me confirma la abogada Rita Mendizábal Recasens, la responsable de la MPA en México, que me recibe en las mismas oficinas. De hecho, la APCM es la rama policial de la MPA y está directamente conectada con Los Ángeles, donde depende de Bill Baker, que fue responsable del FBI y luego de la CIA y que ahora supervisa la lucha contra la piratería y depende directamente a su vez del jefe de la MPAA en Washington.

 

Jack Valenti ya tenía más de 75 años cuando se topó con su peor enemigo, peor, según él, que la guerra de Vietnam, que sin embargo acabó con la carrera de su mentor, Lyndon Johnson. Este enemigo es Internet. En su despacho de Washington, Valenti se excita de pronto cuando abordo el tema, que ya sé que es delicado. Internet es su enemigo personal, su obsesión, su pesadilla. Valenti está delante de mí con los ojos fuera de las órbitas y los brazos levantados: es como si se hubiera vuelto un personaje exageradamente animado de Pixar.

Jack Valenti ha vuelto por sus fueros. En vísperas de su jubilación, como esas divas que siempre están anunciando su última tournée, hace un comeback inesperado. La adversidad siempre le ha dado alas. Y sabe que Hollywood necesita ser amado pero que la MPAA no debe tener miedo a ser temida. A principios de la década de 2000, está de nuevo dispuesto a arrimar el hombro; en una palabra, ha vuelto a la política. Organiza, metódicamente, la lucha contra la piratería de las películas, declara la guerra a las nuevas tecnologías, moviliza al Congreso, a todos los embajadores de Estados Unidos y a todas las policías, exagerando las estadísticas y erigiendo la propaganda de los estudios sobre la piratería en causa nacional estadounidense. «Fue el combate de mi vida», me dice Valenti. Pero esta vez subestima al adversario, no se da cuenta de que se trata de un punto de inflexión histórico y, al querer luchar contra Internet, comete el mismo error que cometió la industria del disco cuando a finales de la década de 1910 quiso prohibir la radio. Una vez más, estamos ante un combate perdido de antemano.

Pensándolo bien, en Hollywood se ha producido un cambio de estrategia sin precedentes: después de hacer durante décadas todo lo posible por expandir el cine estadounidense en el mundo entero por todos los medios, la MPAA ha pasado bruscamente de la promoción a la represión, de la cultura a la policía. Cabe decir que la falsificación de videocasetes y de DVD es una verdadera industria en Asia (el 90 por ciento del mercado en China, el 79 por ciento en Tailandia, el 54 por ciento en Taiwán, el 29 por ciento en India, según la MPAA), en África, en Oriente Medio, en América Latina (el 61 por ciento del mercado en México) y en Rusia (el 79 por ciento del mercado). La MPAA estima hoy que Hollywood pierde 6.100 millones de dólares al año por culpa de la piratería. Ésta sigue practicándose mayoritariamente a través de la falsificación de videocasetes y sobre todo de DVD (un 62 por ciento en total), y mucho menos, aunque va en aumento, a través de Internet (el 38 por ciento). Pero Valenti vio enseguida el problema: la piratería de los productos culturales «materiales» no ha afectado mucho hasta ahora a los ingresos de Hollywood porque se concentraba en mercados poco rentables; pero con la desmaterialización de las películas, las teledescargas ilegales se extienden por Europa, Japón, Canadá, México y el mismo territorio estadounidense. Esta vez, en Hollywood ha sonado la alarma.

La MPAA ha convertido por lo tanto la piratería en su prioridad mundial; se trata de una nueva estrategia que ha roto los viejos equilibrios y ha provocado un cambio de alianzas. Actualmente la MPAA se alía con los gobiernos francés y alemán, que hasta ahora eran reticentes a colaborar con ella y preferían defender sus cinematografías nacionales. Por otra parte, cada vez es mayor la incomprensión con los países emergentes y los países del tercer mundo, que se niegan a sancionar la piratería por razones económicas o políticas. China, por ejemplo, no comparte la filosofía estadounidense sobre el copyright, y Rusia no tiene ninguna intención de favorecer las exportaciones estadounidenses.

La paradoja es que mientras tanto la MPAA se ha olvidado de su lucha contra las cuotas de pantalla nacionales. «La supresión de las cuotas ya no es para nosotros una prioridad global», me confirma Dan Glickman, el actual jefe de la MPAA, en su despacho de Washington. Más que lanzarse a un enfrentamiento global, la MPAA negocia partenariados caso por caso, ora con México, ora con Corea. La nueva diplomacia estadounidense del cine es la siguiente: ahora no interesa una política multilateral, son preferibles los «multipartenariados».

 

La MPAA pretende ser independiente, pero su diálogo con el Congreso y sus contactos con las fuerzas policiales la convierten de hecho en una agencia estadounidense «casi gubernamental». No caigamos, sin embargo, en la teoría de la conspiración. Nada de eso: sus lazos con el gobierno, la CIA o el FBI no explican realmente el poder y la importancia creciente del cine estadounidense en el mundo.

Para comprender el monopolio internacional de Estados Unidos sobre las imágenes y los sueños, hay que remontarse a la fuente de este poder, no en Washington sino en Los Ángeles. No a la MPAA, sino a los estudios de Hollywood. Y para empezar, hay que hablar del público estadounidense, de esos millones de espectadores que cada año compran cerca de 1.400 millones de entradas de cine por un valor de más de 10.000 millones de dólares. Hoy son ellos los que mayoritariamente consumen las películas en las salas de cine de los grandes barrios residenciales de Estados Unidos. Allí es donde ha empezado todo: en los centros comerciales al borde de las autopistas, en los drive in, en los exurbs y en los multicines.

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2. MULTICINES

 

 

 

 

«Los lavabos son tan espectaculares que me pregunto si algún día la gente no vendrá al cine sólo para verlos. Al principio, incluso querían que los turistas pagaran por utilizarlos». Mohamed Ali sonríe. Es el director de los multicines de City-Stars, uno de los centros comerciales más grandes de Oriente Medio, situado en Nasr City —la ciudad de Nasser—, cerca de Heliópolis, a 25 kilómetros al este de El Cairo, en Egipto.

Hay tres pirámides de cristal iluminadas encima de los cubos de hormigón que forman los siete pisos del shopping mall (centro comercial). Aparte de ese toque egipcio, el lugar se parece a todos los centros comerciales del mundo que he visitado, ya sea en Omaha (Nebraska), en Phoenix (Arizona), en Singapur, en Shangai, en Caracas o en Dubai. Financiado por Kuwait, City-Stars se inauguró en 2004 como escaparate árabe de la prosperidad y el consumismo. ¿Mal gusto? Lo cierto es que, desde el punto de vista del consumo, City-Stars ha resultado un éxito. La gente acude de todo Oriente Medio para comprar la mayoría de marcas internacionales y, como en todas partes, algo del sueño americano.

En este centro comercial, que está a medio camino entre un proyecto faraónico y un espejismo del desierto, hay dos multicines que representan ellos solos, según me dice Mohamed Ali, un tercio del box office egipcio (la cifra real es un 20 por ciento, lo cual ya es considerable). El mayor de los dos alberga 13 salas a las cuales se accede a través de un vestíbulo con unas moquetas estrafalarias decoradas al estilo de La guerra de las galaxias, todo iluminado por tiras a base de créditos de películas de la 20th Century Fox y proyecciones de «abstracción coloreada» en el techo y las paredes. A lo largo del vestíbulo, innumerables stands donde venden pirámides de palomitas. «Las palomitas consumidas in situ forman parte de la experiencia del cine —me comenta el director. Y añade— Nuestro éxito se explica, contrariamente a lo que cabría esperar, por dos cosas que no tienen mucho que ver con el cine: el aire acondicionado y la seguridad». El lugar es seguro para las familias y los jóvenes, lo cual constituye un factor decisivo del éxito de los multicines en todo el mundo, desde Egipto a Brasil, desde Venezuela a Estados Unidos. La programación también cuenta, es una mezcla sutil de comedias egipcias y blockbusters estadounidenses. «Pero los jóvenes sólo quieren ver las películas estadounidenses», constata Mohamed Ali.

Paradise 24 es otro multicine que parece un templo egipcio. Acaba de inaugurarse con 24 salas de cine y también se asemeja a una pirámide, con sus columnas y sus jeroglíficos. Es lo que hoy se llama el theming: dar un tema a un espacio comercial exagerando los estereotipos de un lugar imaginario. Porque este templo egipcio está situado en Davie, al borde de la Interstate 75, en Florida, Estados Unidos. Otro megaplex egipcio, el cine Muvico, está previsto que se inaugure en 2010 en un centro comercial de Nueva Jersey, también en Estados Unidos. Será el mayor megaplex estadounidense y también estará «tematizado» al estilo egipcio.

Para descifrar el entertainment y la cultura de masas en Estados Unidos —o sea, en el mundo— hay que seguir las etapas clave de este cambio fundamental: cómo ha pasado el cine del drive in al multicine, del suburb al exurb, del pop corn a la Coca-Cola. Casi todas esas palabras están en inglés. No es casual. Fue aquí, en el corazón de la América mainstream, donde empezó todo.

 

 

DEL DRIVE IN AL MULTICINE

 

Cuando uno va a la búsqueda de multicines en Estados Unidos —y yo he visitado unos cien en treinta y cinco estados—, lo primero que encuentra es el drive in. Poner cine en un parking. Fue un invento genial. Y una idea duradera.

Actualmente en Estados Unidos ya no quedan drive in. He visto algunos, abandonados, transformados en mercados de ocasión los domingos, o limitados a la temporada de verano en San Francisco, Los Ángeles y Arizona. El primero se remonta a 1933 en Nueva Jersey; en 1945, hay menos de 100; pero al cabo de diez años, ya son 4.000. En la década de 1980, casi todos han desaparecido. ¿Qué ha pasado? Es preciso descubrirlo porque el drive in fue una de las matrices de la cultura de masas estadounidense de la posguerra.

 

Scottsdale, Arizona. En este barrio residencial de Phoenix, el Scottsdale Drive In es aún hoy un drive in de seis pantallas al aire libre. Cuando se construyó en 1977 en pleno desierto, se llamaba «Desert Drive In». Actualmente, está en medio de la ciudad y accedo a él por una ancha avenida de cuatro carriles y sentido único especialmente construida para el drive in. Las seis «salas» están formando dos filas enfrentadas en un solar que de día parece abandonado pero que de noche se anima, iluminado por cientos de vehículos. El drive in está abierto 365 días al año, «rain or shine» (llueva o haga sol), me dice Ann Mari, que trabaja en el Scottsdale Drive In. Caben hasta 1.800 coches. «Vale la pena venir con un coche bueno porque estarás todo el rato sentado en los asientos del coche —añade Ann Mari—. También es aconsejable venir con una buena autorradio porque el sonido te llega a través de una radio AM que escuchas dentro del propio coche. Y también es interesante tener un buen aire acondicionado».

Los drive in que aún existen junto a las autopistas estadounidenses conservan un poco el ambiente de antaño. Están, por una parte, esos neones fluorescentes de colores vivos que se ven de lejos: el Rodeo Drive de Tucson (Arizona) con una cow girl luminosa revoleando su lazo al viento; el New Moon Drive de Lake Charles (Luisiana), con una luna fluorescente en el cielo; el Campus Drive en San Diego, con una animadora de pompones rutilantes.

En 1956, hay más de 4.000 drive in en América, y venden más entradas que los cines tradicionales. El drive in es un fenómeno joven y estacional. El precio de la entrada es barato: 2 dólares por coche, cualquiera que sea el número de personas que se amontonen en su interior; más adelante, harán pagar a todos los pasajeros (algunos adquirirán la costumbre de esconderse en el maletero antes de que también los abran para comprobar si hay alguien).

Con la entrada, tienes derecho a dos largometrajes. La calidad de la imagen es mediocre, pero no importa: ves chicas guapas en la pantalla y, sin la presencia de los padres, puedes besar a tu amiguita dentro del coche. En inglés se dice «to ball», que es algo más que «besar». El drive in tuvo un papel muy importante en las primeras experiencias sexuales de los adolescentes estadounidenses.

Si los drive in se multiplicaron tan rápidamente es porque son muy rentables. No tanto por la entrada para ver la película como por las concesiones de lo que se llama pop & corn (las burbujas de la Coca-Cola y el corn, es decir el maíz). Es en los parkings de los drive i

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