Educar sin controlar

Tania García

Fragmento

Controlar sin educar

Controlar no es educar

Las personas huimos del control. Si una pareja, un compañero de trabajo o una jefa intenta controlarnos, no lo toleramos: nuestro interior se revela, se remueve y no lo acepta. Y es que el ser controlados por otras personas que no seamos nosotros mismos es antinatural, va en contra de nuestra especie.

Los adultos, cuando nos damos cuenta de que estamos siendo manipulados, lo cortamos de raíz, pero a veces tenemos tan poca autoestima que no nos atrevemos a frenar a las personas que nos controlan, que no nos hacen ningún bien y que se creen nuestros dueños. Seguimos queriendo controlar a nuestros hijos. Sin embargo, aunque somos conscientes de que no aceptamos ser manipulados por nadie, no somos capaces de dejar de controlar a nuestros hijos.

Queremos controlarlo absolutamente todo de ellos, como si llevaran unos grandes hilos cosidos en sus hombros, igual que los títeres, y nosotros fuéramos los encargados de moverlos, realizando acciones y reacciones por nuestros hijos.

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Cuando los hijos se enfadan, gritan, patalean, se quejan del cansancio, lloran, están irascibles e irritables, se frustran, tienen rabietas, etc., necesitamos cambiar lo que están sintiendo; no soportamos estas explosiones emocionales y queremos controlarlas, y, además, emitimos un juicio y una opinión sin importarnos nada más que lo que nosotros estamos sintiendo.

Deseamos que modifiquen su estado anímico, solo nos importa el nuestro. Necesitamos que se tranquilicen para poder tranquilizarnos nosotros porque, de otro modo, no sabemos serenarnos. No nos damos cuenta de que debe ocurrir justo lo contrario. Es decir, cuando nuestros hijos se encuentran invadidos por sus emociones, lo que necesitan es una guía adulta, su madre o su padre —concreta y especialmente—, que les aporte serenidad, lucidez, apoyo y calma, no que desee con todas sus fuerzas que se callen ya y que paren su emoción de una vez.

Imagina que es uno de esos días en los que has dormido poco porque el insomnio ha hecho de las suyas, te has levantado y has discutido con tus hijos porque llegabais tarde al colegio, en el trabajo has tenido que lidiar con unos cuantos clientes soberbios, tu jefe no te ha dado el día libre para el cumpleaños de tu madre, te has enfadado con tu pareja porque no ha comprado nada de la lista que hicisteis conjuntamente la noche anterior. Entonces, llegas a casa deseando que todo vaya como la seda porque necesitas desconectar e irte a dormir pronto. Todo va medianamente bien hasta que llega la hora de acostar a los niños y observas que están muy nerviosos y que no quieren irse a la cama todavía (recuerda que las emociones se contagian y que, cuanto más irritados estemos nosotros, más lo notarán ellos, y pronto se propagará el nerviosismo en el hogar). Pero tú solo quieres que se acuesten ya; no piensas en ellos, ni en su día, ni en lo que han hecho, ni en si han tenido tiempo para jugar o no. Ni tan siquiera te das cuenta de que es media hora más temprano que de costumbre y que además es viernes, y ellos tienen ganas también de desconectar. Tú no piensas en nada; solo deseas que se duerman para irte a la cama, leer unas páginas de la novela que estás a punto de terminar y dormirte plácidamente sin pensar en nada más. En ese momento, pierdes los nervios y estallas. Tu cansancio acumulado sumado a todos los acontecimientos negativos del día se apodera de ti y no sabes contenerte: los metes en la cama de malos modos, les gritas, los haces callar, los comparas con sus primos diciéndoles que ellos son unos niños buenos y que ya están durmiendo, les apagas la luz, no prestas atención a su llanto ni sus reclamos, no atiendes sus necesidades físicas y emocionales; solo te reafirmas en que quieres silencio, y si no, ya verán... Los amenazas, estás tan alterada que les das miedo, pero a ti no te importa; no logras ver su interior ni eres capaz de mirar sus ojos vidriosos porque quieres que se duerman y poder descansar ya. Se duermen, por fin, y cuando vas a cerrar los ojos, ¡zas!, te preguntas: «Pero ¿qué he hecho?» Y vuelves a tener insomnio una noche más.

La mayoría de las madres y los padres se sienten reflejados en este tipo de situaciones en las que no pueden ver más allá. Solo quieren controlar y manipular a sus hijos para que hagan lo que ellos, como padres, necesitan en ese momento; no piensan en lo que pueden necesitar los hijos porque no son capaces, pues sus reacciones emocionales de adultos les poseen y su espíritu de control actúa por ellos. No saben relacionarse con sus hijos si no es controlándolos. En efecto, pretendemos controlar absolutamente todo de ellos: lo que comen, lo que dicen, lo que sienten, cuándo deben dejar de llevar pañal o el chupete, el momento de hacer los deberes, la hora exacta de irse a dormir e incluso la ropa que deben ponerse.

En el caso del ejemplo, el adulto, en primer lugar, debería haber podido trabajar en sus emociones durante todo el día para identificarlas desde el inicio y poder decirse a sí mismo: «Eh, no has dormido nada, estás cansado y con ganas de descansar y acabas de empezar el día; ten paciencia.» Identificar lo que sentimos, ponerle nombre y saber el motivo de por qué lo sentimos es una de las metas que debemos tener como padres y como personas. Este simple hecho nos ayudará a conocernos mejor y frenarnos; nadie debe llevarse la carga de nuestras emociones, y nosotros, como adultos, debemos saber pausarlas.

El ser consciente de su cansancio, de sus ganas de terminar el día, ayudaría a esta madre a no crearse expectativas; es decir, le permitiría cambiar el discurso de «quiero que se vayan a dormir pronto y que todo vaya como la seda para poder dormir yo misma» por el de «soy consciente de que estoy cansada y de que mis hijos no son responsables de lo que a mí me pasa, solo lo soy yo; no puedo proponerme que ellos hagan lo que yo necesito, sino que debo entender sus necesidades y esperar pacientemente a que se duerman. Sé que cuanto más paciente sea, antes se relajarán y antes conciliarán el sueño, y además sin malos rollos para ninguno». No podemos responsabilizar ni culpabilizar a los hijos de lo que nosotros sentimos. Si estamos cansados y hemos pasado un día nefasto, eso es algo que nos ha ocurrido a nosotros, pero los niños no tienen la culpa de ello. No podemos reclamarles que se acuesten ya tan solo porque nosotros ansiamos estar en silencio.

Cuando tenemos hijos no los tenemos para controlarlos; los tenemos porque queremos que sean libres, que vivan sus vidas y que lleguen a ser felices. Es imposible ser feliz si vives en una cárcel en la que no tienes ni voz ni voto, en la que cuando te enfadas debes dejar de estar enfadado por imposición, en la que nadie te escucha, nadie te da su abrazo ni su calor, nadie te comprende ni busca contigo soluciones, solo te impone su idea, te guste o no.

Debemos recordar que, como todo en la vida, lo importante no es el destino, sino el viaje; por tanto, cada etapa de nuestra existencia cuenta, cada año de la infancia y adolescencia de nuestros hijos es importante para el presente y para el futuro. Sin embargo, nunca podrán disfrutar del trayecto si son controlados, manipulados y dirigidos.

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