CARPA:
ESTRUCTURA NARRATIVA QUE COBIJA UN ESPECTÁCULO CIRCENSE DE PALABRAS
Consulta de la doctora Velasco (Madrid)
Dentro de veinticuatro días
Fruncirá el ceño. Lo hará de forma fugaz, en un movimiento casi imperceptible, sí, pero lo hará, y esos cuarenta y tres músculos faciales implicados en el proceso determinarán su suerte.
Su muerte, casi con toda probabilidad.
En realidad, su problema —y no es uno menor— tendrá más que ver con el instante preciso en el que el músculo prócer tirará de la piel hacia abajo arrastrando consigo las cejas y haciendo que se junten entre sí, pero mucho más relevante aún será delante de quién lo hará: la persona más buscada del momento tanto por la policía como por la Guardia Civil.
A favor de la doctora Velasco habría que aclarar que ese 13 de abril de 2022 no conoce tal pormenor.
El caso es, por ir al meollo de la cuestión, que al hombre que acudirá esa tarde a su consulta le llamará la atención el gesto de la doctora, visaje con el que se suele transmitir desagrado, reprobación o extrañeza. Le chocará porque no es una mueca habitual en su terapeuta, pero principalmente porque él no dirá o hará nada que pueda provocar las dos primeras reacciones. El descarte le llevará por tanto a deducir que a la doctora Velasco no le ha encajado algo de lo que ha dicho. De hecho, mientras estén intercambiando las habituales frases vacías de contenido previas a comenzar la sesión, él estará reproduciendo en su cabeza la conversación para averiguar qué ha provocado esa respuesta facial en la doctora Velasco.
—Que no le siente mal, pero se le nota agotado —comentará ella.
—La maldita gira de promoción no ha hecho más que empezar y ya se me ha atragantado. Cada vez me cuesta más acudir a los medios y, sobre todo, exponerme en los actos públicos —justificará él.
—¿Y por dónde ha andado estos días?
Él tardará en contestar.
—Valencia y Murcia. Me tocaba seguir la ruta por Andalucía, pero al final lo he mandado todo y a todos a la mierda. De momento.
Y ahí, precisamente ahí, será cuando la doctora Velasco fruncirá el ceño. Segundos después, ella le invitará a tumbarse en el diván y mantendrán una sesión distinta —por distante— a todas las anteriores.
Una última sesión.
Cuando su paciente por fin se haya marchado, Paz Velasco notará la espalda agarrotada por la tensión, y lo primero que hará será ir al aseo a mojarse la cara. Al principio se negará a dar crédito a sus sospechas, pero ella, que es especialista en tratar trastornos de la personalidad y lleva atendiendo más de cuatro años a ese paciente, se sentirá en la obligación de comprobarlo. Además, como la mayoría de los españoles, sigue muy de cerca la investigación del asesino en serie itinerante que los medios han bautizado —de un modo poco afortunado— como el «Torturador Risueño», porque su firma consiste en practicar dos cortes a la víctima desde la comisura de los labios hasta las orejas. Según ha leído en los periódicos, la denominan «sonrisa de Glasgow» y se debió de poner de moda entre las bandas de delincuentes de principios de siglo XX en el Reino Unido. Su modus operandi se ajusta como un guante al modelo de erotofonofilia: una derivación de parafilia extrema que consiste en buscar la gratificación sexual mediante la muerte de otra persona. Casualmente la misma que «padece» Suso, el personaje principal de las novelas que él escribe y que ella tanto le ha ayudado a construir desde el punto de vista psicológico. Pero resulta que además la psicóloga y criminalista es conocedora de un hecho relevante: las últimas víctimas del Torturador Risueño han sido encontradas en Valencia y Cartagena, lugares por los que acaba de pasar la gira de promoción de su paciente.
La extraña coincidencia será la razón que la hará fruncir el ceño.
Al salir del baño, Paz Velasco pensará que toda esa paranoia podría no ser más que una suma de cábalas suyas sin fundamento, pero a la postre se dejará guiar por su estómago y llamará a Carlos, su marido, para decirle que esa noche no la espere despierto. Porque necesitará tiempo para revisar sus notas y escuchar las grabaciones de las sesiones mantenidas con Álvaro Rodríguez López.
Y Carlos, como ella espera, no le pondrá ni un pero.
Pero nada de eso importa hoy.
Lo que de verdad tiene relevancia este día 20 del mes de marzo del año 2022, es que, en algún lugar de la provincia de Valladolid, una perra que responde —a veces— al nombre de Roma está empeñada en rastrear a fondo el pinar donde la han soltado.
A Roma tampoco le importa una mierda humana que en un estudio reciente firmado por expertos en el campo de la neurociencia y la psicología comparativa se asegure que los miembros de su especie tienen ciertas habilidades cognitivas. En otros ladridos: que le suda la trufa que los perros sean o no capaces de desarrollar determinadas estrategias que requieren el uso de una conciencia individual.
Roma es más de dejarse llevar por su instinto.
Y en esa mañana de domingo este la empuja a averiguar qué es eso que ha percibido a través de su órgano vomeronasal y que tanto ha excitado el lóbulo olfativo de su cerebro. Y en esa materia —herencia genética de la parte que tiene de braco—, Roma es del todo infalible. Su olfato es su superpoder, y tan pronto como ha detectado esas partículas, su cerebro ha enviado una orden directa al córtex motriz que no ha podido incumplir: escarba. Y en ese otro tema, Roma no es del todo infalible, pero sí muy perseverante —herencia genética de la parte que tiene de dálmata—.
Escarba.
Escarba.
Escarba.
Hay que tener en cuenta, además, que al ser una perra de asfalto, a Roma no se le suelen presentar tantas oportunidades de interactuar con la madre tierra como le gustaría. Por ello y porque su naturaleza perruna manda, Roma no está dispuesta a perder la ocasión de descubrir qué hay bajo esa capa de pinaza. Así, en cuanto el humano gigante de ladrido feroz la ha dejado salir de la jaula metálica qué se movía muy rápido, ella se ha lanzado a la carrera con el fin de recorrer ese nuevo espacio plagado de árboles al que la han llevado. Tras unos primeros minutos de exploración, a Roma le ha dado la sensación de que a su amo —un humano sin pelo con el que comparte guarida junto con otra humana de pelaje color fuego— no le importaba demasiado que se alejara, por lo cual se ha animado a ampliar su rango de búsqueda de pequeños animales a los que perseguir. Ha corrido de un lado a otro, olisqueando aquí y allá, olfateando el aire y la tierra, e incluso se ha atrevido a descargar su intestino con total libertad. Ha sido cuando estaba terminando de vaciarlo que ha percibido un olor muy particular. Un olor distinto a cualquiera con el que su afilado hocico se haya topado antes. Un olor muy intenso que enseguida ha identificado como algo orgánico, ergo comestible.
Escarba.
Escarba.
Escarba.
—¡Roma! —oye.
Se detiene un instante para corroborar que, en efecto, su amo, el humano sin pelo, la está llamando desde la distancia. Mover la cola la ayuda a transmitir que todo está en orden y que, a poder ser, no la moleste en la tarea que ahora la ocupa.
Escarba.
Escarba.
Escarba.
—¡Roma! —insiste.
La cantidad y calidad de partículas olfativas que percibe son indicios evidentes de que está muy cerca de encontrar su premio. No es momento de atender los ladridos de su amo.
Escarba.
Escarba.
Escarba.
—Te digo yo que esta perra está loca —ladra el humano gigante—. ¿Tú has visto qué boquete ha preparado?
—Ya te digo. Igual que hace en los árboles de la terraza de El Barco.
Las zarpas de Roma entran en contacto con algo.
Olfatear.
Identificar: carne en proceso de descomposición.
—Joder, Luis, pero ¡¿qué coño es eso?!
Roma procesa de inmediato lo que ladra el humano sin pelo. No es buena señal. Es lo mismo que escucha cuando le da por aliviar su vejiga en la guarida.
Orejas gachas.
Ganar distancia.
—¡Me cago en la puta, si es una mano! —ladra el humano gigante.
Y, en efecto, una mano es, pero a pesar de lo funesto la cuestión a resolver no es esa.
No es esa su postura preferida. Tampoco el momento del día que más le gusta, pero en ese espacio delimitado por el colchón y en todos los demás donde suelen follar, Bittor manda más bien poco. Como Roma, la perra que acaba de cambiar el rumbo de su vida de forma radical sin que él sea aún consciente de ello, prefiere dejarse llevar por su instinto.
Así, cuando ha notado que ella empezaba con los jugueteos, ha adoptado y aceptado su rol de tronco arrastrado río abajo. Ello no supone que sea un sujeto pasivo; implica que acepta que no tiene ningún sentido luchar contra la corriente y actúa en consecuencia. Además, Bittor Balenziaga disfruta como nadie siendo arrastrado.
—Agárrame fuerte —le exige ella.
Bittor cumple la orden de inmediato. Le hunde los dedos en las nalgas y acompasa el enérgico movimiento con el que ella restriega el clítoris contra su pubis. Sabe que es cuestión de unos minutos que su semblante se metamorfosee de la rudeza con la que ahora le mira a la sorpresa con la que parece afrontar la llegada del orgasmo, como si fuera la primera vez que le sucede. Ella se entrega al placer sin ser escandalosa, morigerada costumbre que a Bittor le maravilla, quizá porque no cuadra con su fogosidad sexual, o porque él no consigue evitar mugir como un búfalo cafre cuando se corre.
Los siguientes segundos transcurren despacio y le regalan a ella un tiempo precioso para recuperar el aliento. Con su exmujer la función estaría a punto de terminar, pero las cosas han cambiado. En esa parcela a mejor, en otras a peor. En concreto en la que sea que esté recogido lo de asimilar que Izaskun se haya llevado a los niños a Bilbao. Vale que ella tuviera la custodia y que el ascenso dentro del cuerpo fuera una oportunidad que no se presentara todos los miércoles, pero verlos dos días cada dos semanas le sabe a muy poco.
—¿Y ahora cómo le apetece al señor?
Bittor la toma por la nuca para atraer su boca a la suya. Retiene su labio inferior entre sus dientes mientras se lo piensa.
—Cuando recupere el aliento, por detrás.
—Cerdo.
En realidad tampoco es esa su postura favorita, pero de vez en cuando le apetece tomar el control de la situación y hoy se ve con ganas de dar guerra. Las primeras embestidas arrancan sonoros gemidos que son paladas de carbón para su caldera de autoestima genital. Notar que no le cabe una gota de sangre más en sus cuerpos cavernosos le anima. Ayudándose de ambas manos para lograr un firme amarre de la cadera, Bittor mantiene una cadencia alta durante los minutos que su buena condición física le permite. Jadea, sí, pero no porque esté fatigado. Cuando empieza a notar las primeras señales propias de la fase de carga, disminuye el ritmo para ganar esos preciosos segundos que marcan la diferencia entre un buen polvo y un polvazo memorable.
Hay compromiso en su mirada.
—¡Sigue! ¡No pares, joder!
Órdenes son órdenes.
El semen, concentrado en la uretra prostática, está a un par de embestidas de alcanzar el punto de no retorno, momento propicio para sacarla y terminar sobre esa musculada espalda que tiene delante.
Es entonces cuando llega lo inesperado que, no por ser inevitable, resulta menos violento.
Porque inesperado es que suene el móvil que descansa sobre la mesilla. Inevitable es que se trate del teléfono del trabajo y Bittor sea el jefe del Grupo de Homicidios de la Unidad Orgánica de la Policía Judicial adscrita a la Comandancia de la Guardia Civil de Valladolid. Pero resulta violento, sobre todo, porque al desviar su atención en ese preciso y precioso instante en el que todo su esmero debería estar puesto en eyacular como había planificado, Bittor termina haciéndolo donde más odia su pareja.
Pero ya es tarde para corregir la trayectoria y la primera descarga de cuatro mililitros de esperma viaja a cuarenta y cinco kilómetros por hora en dirección al pelo de Sara Robles. Bittor, que asiste descompuesto al momento del impacto, solo es capaz de verbalizar un deseo imposible de cumplir.
—¡No!
Los siguientes espasmos, sin embargo, sí los logra contener, pero el daño ya está hecho. Y Sara, que ha sido muy consciente de ello, lo comprueba con la mano y se gira en el acto.
—Serás cabrón…
Bittor Balenziaga, que aún sostiene su miembro erecto en la mano, se convierte en el modelo perfecto para un retrato cubista.
—¡Perdón, perdón, perdón! —solicita—. Es que como el otro día me dijiste que preferías fuera, yo… Perdón —insiste.
Sara, mucho más impactada por la pose que indignada por la afrenta, no puede contener la carcajada.
El móvil no deja de sonar.
—Cógelo, anda, que es tu queridísima sargento Quiñones. Algo pasará. Me voy a la ducha, cabronazo —el insulto lo sincroniza con una palmada en el culo de su amante.
Bittor reacciona al fin.
Sonríe.
—Perdón.
—Cabronazo —insiste Sara.
El teniente Balenziaga agarra el teléfono y se sienta en la cama. Algo denso y húmedo le hace levantarse como un resorte.
—¡Coño! —exclama alargando la primera «o».
Cuatro minutos más tarde, los ojos verde oliva de Bittor han perdido un par de tonalidades. Llama a la puerta del baño antes de entrar y a través de la mampara contempla a Sara enjabonándose.
—No te creas que esto va a quedar así, ¿eh, bonito? —le advierte ella.
—Han encontrado dos cuerpos enterrados en un pinar de La Santa Espina. Fermoselle dice que no son recientes.
Sara abre la mampara y asoma la cabeza.
—¿Y?
—¿Sabes dónde está La Santa Espina?
—Pues no, ¿debería?
—A diez minutos de Urueña.
De Urueña no guarda buenos recuerdos a pesar de que fueron los sangrientos sucesos allí acaecidos los que conectaron su vida y la de Sara Robles, su actual pareja.
No hace frío y, sin embargo, el teniente Balenziaga echa de menos algo más de ropa de abrigo en cuanto baja del coche. Tiene mal cuerpo. Quizá se deba a que desde que habló con la sargento Quiñones el estómago se le ha petrificado. Sara tampoco ayudó mucho con el prolongado resoplido que liberó al informarla de la situación.
Alberga una única esperanza que orbita alrededor del número de cuerpos encontrados: dos. Y ese cadáver de más es lo que le sobra en una ecuación que a simple vista parece fácil de despejar: si uno de ellos resulta ser el Loco Eusebio, el resultante va a ser mierda para todos, pero sobre todo para él.
Bittor Balenziaga mete las manos en los bolsillos de los pantalones y camina despacio —prisa no tiene— hacia el punto en el que sus compañeros de Criminalística han levantado la carpa de actuaciones. Da los buenos días a varios vecinos que se han acercado a la zona atraídos, cómo no, por el advenimiento de una tragedia que sin duda llevará el nombre de su municipio a los telediarios.
Lo morboso suele imponerse a lo funesto.
En los doscientos metros que le separan de la cinta que acordona el escenario, a Bittor le da por hacer un rápido balance de su vida desde que un mes de noviembre de 2019 le comunicaron que había sido hallado un varón muerto en su casa de Urueña con claras evidencias de tratarse de un homicidio. Enseguida conectaron el hecho con otro crimen cometido horas después en un despacho de la calle Santiago de Valladolid y eso le llevó a tener que colaborar en la investigación con Sara Robles, su homóloga de la Policía Nacional. En ambos escenarios encontraron pruebas que apuntaban a un vagabundo exlegionario al que conocían en el pueblo como el Loco Eusebio y, si bien es cierto que nunca llegaron a descubrir la identidad de una tercera persona que estuviera presente en el lugar de los hechos, ni lograron establecer alguna conexión sólida con la muerte del abogado, el resto de las pruebas recogidas en ambos escenarios apuntaban en la misma dirección. Orden de búsqueda y captura contra Eusebio de Frutos y a correr. Sin embargo, lo único que corría era el tiempo sin que consiguieran dar con él, y en ese cachazudo transcurrir de semanas y meses, la relación profesional que mantenía con Sara se fue transformando en algo personal. Ella acababa de salir de un extraño y complejo idilio con un tal Ramiro Sancho, su predecesor en el puesto y que ahora formaba parte de la Interpol, quien le provocaba periódicos vaivenes emocionales derivados de la imposibilidad de verse con frecuencia. Él, por su parte, arrastraba un deterioro notable de su matrimonio con Izaskun desde que esta se vio obligada a abandonar su entorno natural, arrastrada por los continuos cambios de destino de su marido. Ella nunca se hizo a Valladolid. Tampoco puso mucha intención y, antes de que pudieran ponerle remedio, su matrimonio se había reducido a las desavenencias de un hombre y una mujer con hijos comunes conviviendo bajo un mismo techo. Discutían con demasiada frecuencia, con demasiada belicosidad, con demasiada distancia.
Con la llegada del maldito virus y el posterior confinamiento, Izaskun se vio sola en casa, encerrada con dos niños que necesitaban consumir su ilimitada energía al aire libre y un marido al que apenas veía un par de horas al día. Explotó. Las señales eran más que notorias, pero, aun así, Bittor no lo vio venir porque no estaba mirando en la dirección correcta. En cuanto el Gobierno abrió la mano para salvar el primer verano pandémico, Izaskun agarró a los niños y se marchó a Bilbao. Era un lunes cualquiera del mes de junio y tan pronto como puso los pies en casa le invadió un mal presentimiento que no tardó en corroborar. Tentado estuvo de subirse al coche y salir tras ellos, pero conocía bien a la madre de sus hijos y sabía que si había tomado esa decisión nada de lo que dijera o hiciera le haría dar marcha atrás, por lo que se sentó en el sofá, abrió una botella de vino y se la bebió mientras escuchaba el vinilo de AC/DC Back in Black. Luego se entregó al llanto, rompió un par de objetos de decoración y se fue a dormir. Días más tarde llegaron las explicaciones y los preparativos del inminente divorcio.
Para evitar que se le cayera la casa encima, Bittor hacía todo lo posible por no pasar tiempo allí, y como tampoco contaba con un círculo cercano de amistades a las que recurrir —ni lejano tampoco—, tiró de compañeros de tricornio primero y sin tricornio después. Sara daba mucho juego. Era ácida y a la vez almibarada, mordiente y divertida, tremendamente sensual pero fría e impenetrable como un témpano de hielo. En ocasiones se veía como un insecto que revolotea entre las hojas de una planta carnívora, sabedor del peligro y no obstante deseoso de ser engullido. Ocurrió en Nochevieja. Sara le propuso pasarla juntos en su casa.
—Cenamos, unas copas y antes del toque de queda te piras —le propuso ella.
No llegaron vestidos a las uvas. Recibieron el año entregados a los placeres de la carne y a Bittor se le olvidaron hasta los nombres de sus hijos. Nunca había disfrutado de una sesión así y, aunque estaba dispuesto a repetir cada fin de semana, aceptó las normas que Sara impuso.
—Sin presiones ni tonterías, ¿vale?
Desde entonces, cuando él tenía el fin de semana libre solían verse con idénticos propósitos que la primera vez, pero intercambiando el papel de anfitrión. En público jamás se veían si no era por motivos profesionales; por eso, pensar en la posibilidad de que lo que contenga esa zanja en el pinar quizá les proporcione un motivo para verse con más frecuencia le hace sonreír por dentro. Mueca que desaparece en cuanto sobrepasa la cinta que acota la zona y reconoce el tupido bigote de herradura del capitán Fermoselle, jefe de la Unidad de Criminalística.
—Buenos días —saluda Bittor al tiempo que se pone las calzas y los guantes.
La sargento Quiñones eleva las cejas y ejecuta un movimiento rotatorio con el índice para hacerle saber que hablarán más tarde.
—Malas noticias: restos del Paleolítico no son —comenta Fermoselle con su habitual sorna sin cuajar—. No parece que vayamos a recoger algo que nos pueda servir, pero ahí tengo al personal cuadriculando el área y procesando el terreno con lupa. Hemos retirado toda la tierra que hemos podido y tomado muestras, pero estamos esperando a que llegue su señoría para hacer el levantamiento. Como sé que te encanta, hemos hecho un millón de fotos de los protagonistas de esta película. No te prometo nada, pero intentaré que las tengas hoy mismo.
—No sabes cuánto te lo agradezco —ironiza Bittor—. ¿El jefe?
—De camino con tu amiga la jueza. Ha ido a recogerla a Medina de Rioseco.
—Un auténtico galán.
—Con un poco de suerte me he marchado antes de que llegue.
—No caerá esa breva. ¿Algo más?
—Sí, una cosita que nadie de la corporación va a decir: ojalá no se confirme lo que todos pensamos, porque se nos va a desmontar la carpa de este circo itinerante en un abrir y cerrar de ojos.
Bittor otea el horizonte.
—Mala pinta tiene —musita.
—Te está esperando Parrado. Mira, con el forense sí hemos tenido suerte. Todo tuyo —se despide Fermoselle.
Al borde de la zanja de aproximadamente un metro de profundidad, un hombre con severa calvicie clerical está acuclillado examinando el interior. Bittor se acerca despacio y hace lo propio.
Se le seca la boca.
Los cuerpos, en avanzado estado de descomposición, están de costado y enfrentados entre sí en una postura que roza lo teatral. Todavía se aprecian restos de ropa, pero el tejido orgánico que cubre las partes visibles de la cabeza y las manos no es más que una fina tela pardusca pegada al hueso.
—Buenos días, Parrado.
Este se incorpora, arquea la espalda y se quita las gafas.
—Buenos días, teniente. Poca cosa le puedo decir de momento —se anticipa—. Dos varones de edades comprendidas entre los treinta y los cincuenta. Ese de ahí —señala— tiene varios traumatismos en el hueso frontal, si bien no sabría decir si son la causa de la muerte. Hay que esperar a la autopsia, pero es evidente que ambos están en fase reductiva porque a simple vista se aprecia que las partes blandas ya se han licuado y se han transformado en putrílago. Nos va a costar hacer la necroreseña Dios y ayuda.
—Dactilografía nada de nada, ¿no?
—No, ni lofoscopia tampoco. Ni siquiera reconstruyendo el pulpejo. En esta fase es imposible. Así que no queda otra que tomar una muestra orgánica, remitirla al Instituto Nacional de Toxicología y confrontar ese ADN con la Base de Datos de Personas Desaparecidas y Restos Humanos Sin Identificar. Puede que con el reconocimiento odontológico obtengamos algún resultado. Eso, o que nos toque la lotería y lleven sus DNI encima —bromea el forense.
—Sí, en eso estaba yo pensando. ¿Tienes alguna idea sobre el tiempo que llevan ahí? Aunque sea estimativa —añade.
Parrado se pone las gafas y examina los cuerpos como si estos le fueran a susurrar alguna pista.
—El problema que nos vamos a encontrar para establecer la data de la muerte es que, al estar bajo tierra, los insectos no tienen acceso a la masa corporal y eso hace que se ralenticen los procesos de descomposición. Sin embargo, las uñas están desprendidas y prácticamente no queda nada de cabello, por lo que yo diría que fueron enterrados hace más de un año y menos de tres.
Brazos en jarra, Bittor hincha los carrillos, busca a la sargento Quiñones con la mirada y levanta un brazo.
—Podremos ser algo más precisos cuando les practiquemos la autopsia, pero no esperen que les proporcionemos una fecha concreta —añade el forense.
—Habrá que conformarse con eso. Muchas gracias, Parrado.
Meditabundo, Bittor va al encuentro de Verónica Quiñones.
—Vamos a dar una vuelta en lo que llega el jefe con la jueza Alonso —propone el teniente.
—Menudo dominguito nos espera —dice ella a la vez que se recoge el pelo. Desde que se lo ha aclarado a Bittor le parece que ha rejuvenecido un lustro—. Tenía una comida familiar por el cumpleaños de mi cuñada, ya ves tú, y no veas el rebote que se ha agarrado mi señora madre.
—Madre no hay más que una.
—Una más comprensiva me habría gustado a mí, joder, que ya sabe de qué va el paño.
—¿Y tu padre?
—Bien, gracias.
Bittor se ríe.
—Yo también tenía un plan bastante más atractivo que este, y mira.
—¿Con esa persona que solo tú y yo sabemos? —pregunta elevando varias veces las cejas.
Es cierto. Solo se lo ha contado a ella. Un día necesitaba soltarlo y sabe que Verónica es una persona en la que se puede confiar.
—Con esa —confirma—. Has tomado declaración a los que…
—Claro —le interrumpe—. Nada reseñable. Dos excursionistas con un perro curioso.
—Pues se podían haber quedado en sus casas, la hostia.
—¿Tú crees que tendrá que ver con lo de Urueña?
Bittor se detiene.
—Si uno de esos resulta ser el Loco Eusebio, lo cual vamos a saber en cuanto cotejemos las muestras de ADN con las que tomamos en su día, explicaría por qué no hemos sido capaces de dar con él después de más de dos años de búsqueda.
—Como si se lo hubiera tragado la tierra —completa ella tirando de ingenio—. ¿Y el otro? ¿Quién puede ser el otro?
—Cualquiera, pero apostaría a que será el dueño de todas esas muestras de sangre que no fuimos capaces de cotejar, y el que nos haga entender por qué torturaron y mataron al abogado de la calle Santiago.
La sargento da una palmada.
—¡Estupendo! —califica con forzado entusiasmo—. Entonces ya solo nos quedaría atrapar al tipo que lo hizo y asunto resuelto.
Bittor se entretiene con la corteza del pino que tiene delante.
—El problema no es que no tengamos ni idea de quién puede ser, Verónica.
—No te pillo.
—Si esos dos domingueros se hubieran quedado en sus casas, nosotros seguiríamos buscando al Loco Eusebio per secula saeculorum porque el tipo al que tenemos que atrapar nos hizo tragar con lo que a él le dio la real gana. ¿Me explico? Es decir, que se cepilla a cuatro personas y lo mismo está por ahí tomándose un zurito en una terraza.
—Bueno, tampoco hay que ponerse tan melodramáticos. Con un poco de suerte el otro cadáver nos ayudará a entender lo que pasó realmente en esa casa y nos llevará a dar con ese cabrón.
Bittor chasquea la lengua.
—Yo creo que toda la suerte que vamos a tener en ese caso ya la hemos gastado. Y tenía cuatro patas y un rabo.
Un rabo de toro estofado al vino tinto con patatas guisadas es lo que sigue digiriendo su estómago mientras Bittor revisa por cuarta vez las fotografías que le ha pasado su gente de Criminalística. Noventa y seis archivos JPG no son muchos ni pocos. Son los que son. Y, aunque no los está examinando de nuevo porque sí, en su fuero interno sabe que le van a decir poca cosa.
Un parpadeo.
Un clic.
Doce segundos.
Un parpadeo.
Un clic.
Acaba de mandar a casa a la sargento Quiñones, pero antes han revisado con lupa las diligencias que presentaron en su día sobre la investigación del homicidio de Carlos Cabrera, acaecido en Urueña la madrugada del sábado 30 de noviembre de 2019. No han detectado errores. Es verdad que había cabos sueltos que no fueron capaces de explicar, pero las evidencias que apuntaban hacia el Loco Eusebio como autor de los hechos eran de peso.
Un parpadeo.
Un clic.
Doce segundos.
Si tuviera que decantarse por uno de los dos, diría que el hasta ahora principal sospechoso del doble crimen es el cadáver que presenta los politraumatismos en el hueso frontal. Mañana a primera hora tiene cita con Parrado en el Instituto Anatómico Forense para asistir a la autopsia, y aunque él intentará que los del Instituto Nacional de Toxicología se den prisa para sacar el ADN de la muestra orgánica, sabe que los diez días de espera no se los quita nadie. Y diez días para confirmar lo que ya sabe pueden convertirse en un auténtico vía crucis con la superioridad en estado de alerta máxima. De hecho, durante la breve conversación que ha mantenido con el comandante Viciosa en el pinar, este le ha insistido por activa y por pasiva que controlen lo que se filtra a los medios.
—Que a nadie se le ocurra decir que esto podría estar relacionado con lo otro —le ha ordenado delante de la jueza.
Bittor se ha limitado a asentir pese a que le habría gustado preguntarle si alguna vez en los casi siete años que lleva en el cargo le ha visto hablar con algún periodista.
Un parpadeo.
Un clic.
Doce segundos.
Suena su móvil. Por norma ni siquiera desviaría la mirada para saber quién le llama, pero intuye que puede tratarse de Sara y, efectivamente, acierta.
El teniente Balenziaga suelta el ratón y agarra el teléfono.
—Buenas noches —responde.
—¿Son buenas?
—Pues no, no mucho, la verdad.
—¿Sigues en la Comandancia?
—Aquí sigo, viendo porno del duro.
—Para porno duro y del sucio lo tuyo de esta mañana, guapito.
Bittor se ríe por lo bajo.
—Cuéntame con qué me voy a encontrar mañana cuando llegue a comisaría.
Bittor le hace un resumen claro, conciso y concreto.
—Vamos, que no me libro —concluye Sara.
—Ojalá, pero no lo creo.
—Ahora que tenía algo de tiempo para avanzar con todo lo que tengo pendiente… Otra vez a aparcarlo.
—¿Te has percatado de que nunca me cuentas en qué andas metida?
—Es que cuando estamos juntos hablamos más bien poco, Bittor.
—Eso es cierto. ¿Qué has hecho cuando me he marchado?
—Dos horas de rocódromo, ordenar la casa y tirarme en el sofá. Va a hacer tres años de aquello y todavía noto flojo el amarre de izquierda, pero bueno, algo es algo.
—Es lo que tiene que te vuelen la clavícula de un disparo…
—Supongo. ¿Te queda mucho ahí?
—No lo creo. Me espera una semana movidita, debería irme a dormir de una vez.
—Pues no te entretengo más. El próximo finde subes a Bilbao, ¿no?
—Espero que nada se tuerza, tengo ganas de ver a las fieras.
—Claro. ¿Tratamos de vernos entre semana?
—Estupendo.
—Pero antes me tiene que dar tiempo para comprarme un gorro de ducha, cerdo.
—Lo siento.
—¡Qué vas a sentir! Hablamos mañana —dice ella entre risas—. Que descanses.
—Igualmente.
Con el teléfono todavía pegado a la oreja, Bittor no puede evitar que una mueca estúpida de quinceañero se adueñe de su boca. La línea convexa se convierte en recta al enfocar de nuevo la vista y procesar la imagen que tiene delante: un detalle de varias microfracturas en el cráneo que él ha adjudicado al Loco Eusebio.
Doce segundos.
Un parpadeo.
Un clic.
Un clic en forma de remordimiento es lo que le hace a Sara incorporarse asqueada y lanzar el teléfono contra el sofá. A través del cristal de la ventana puede ver la torre de la catedral de Valladolid bañada por luces violetas. Odia tener que mentirle o, para ser más exactos, ocultarle parte de la verdad.
Una parte muy sensible.
Es cierto que ha estado dos horas en el rocódromo, donde ha tenido la mala suerte de coincidir con Toño, uno de sus contactos recurrentes. Hacía tiempo que no se veían y ha sido él quien le ha dicho que no tenía nada que hacer en todo el día. Sara se lo ha pensado mientras escalaba la parte más complicada de la pared, y a punto ha estado de declinar la oferta de Toño, pero solo a punto. Su naturaleza se lo ha impedido. No puede evitarlo. Solo pensar en la posibilidad de tener sexo la supera. Es incapaz de controlarlo y se odia por ello. Así, antes de meterse en la ducha de las instalaciones le ha citado a las dos en su casa para que le diera tiempo a recoger un poco, se lo ha follado bien follado en el sofá y poco después de las cinco lo ha mandado para su casa como de costumbre.
—Qué hija de puta eres —le dice sañuda a su reflejo.
Bittor le gusta, es un hecho, y a su favor cuenta con la advertencia que ella le hizo antes de que cruzaran la línea: «No pienses que por intercambiar fluidos vamos a tener una relación vinculante». Él entendió y aceptó la premisa, y durante los meses que llevan viéndose de forma recurrente Bittor nunca se ha puesto baboso con insinuaciones sentimentales. Eso lo facilita todo, y en la cama ha evolucionado como un pokemon, desde lo puramente convencional hasta lo excepcional, sorprendiéndola en su desempeño como ha sucedido esa misma mañana. No obstante, el efecto inhibidor de su apetito sexual que le provocaba Sancho no funciona con él y ello la lleva a no desperdiciar ninguna oportunidad. Tampoco las busca tanto como antes, pero los hay que siguen llamando a una puerta que, saben, carece de cerradura.
Pensar en Sancho le provoca una profunda tristeza. O rabia, más bien. Le pudre tener la sospecha de que podría ser el hombre de su vida y de que lo que les impide estar juntos es solo el hecho de compartir profesión. Le cuesta aceptarlo, mucho más asumirlo, pero no tiene más opción que hacerlo con gregaria resiliencia. Además, desde que Herr Bauer asumió la presidencia de la Interpol y colocó a Sancho al frente de una de esas TOC —Transnational Operating Cells— que recorren el planeta persiguiendo el crimen escrito en mayúsculas, solo han podido verse dos veces. Dos. Lo último que sabe de él es que había viajado a Sudáfrica buscando a algún malnacido que estaba violando y matando a menores en los suburbios de Johannesburgo. Y de eso han transcurrido ya unas cuantas semanas. Meses, quizá. Sara evita molestarle con llamadas y más aún con mensajitos, pero no hay día en que el recuerdo del pelirrojo no le atraviese el corazón de parte a parte.
Y poco espacio libre le queda ya entre tanta aguja.
Puede que para combatir esos pinchazos, o porque se siente como una auténtica mierda, Sara cometa su primer gran error de los muchos que habrán de sucederle las próximas semanas y que terminarán obligándola a parchear su existencia. Este en concreto consiste en recuperar su móvil, buscar el contacto de WhatsApp que pone «Teniente Balenziaga» y teclear: «Te echo de menos, cerdo».
Está a punto de eliminarlo seis veces, pero opta por enviarlo y mirar fijamente la pantalla.
«El teniente Balenziaga está escribiendo».
«Estoy saliendo de la Comandancia. Si quieres, en diez minutos estoy en tu casa».
Sara se lo piensa durante cinco largos segundos.
«Te espero en la cama».
Segundo gran error.
El tercero de muchos no tardará en llegar.
PISTA:
ESPACIO CIRCULAR RECUBIERTO DE ARENA Y SERRÍN DONDE, COMO SUCEDE EN LOS LIBROS, TODO PUEDE PASAR
Cerca del cementerio de Benimaclet (Valencia)
24 de marzo de 2022
Odio que lloren. Me irrita.
Me altera tener que tragar con ese gimoteo constante que ora se torna en un convulsivo sollozar, ora se asemeja a una llantina infantil. Bochornoso. Me han dado ganas de convertir su careto en un amasijo de tejido y hueso, pero no puedo correr el riesgo de lastimarme la mano al tener que firmar mañana cientos de ejemplares. En cierto modo me siento orgulloso de haberme sabido contener porque hoy tengo que demostrarme a mí mismo de lo que soy capaz.
Hoy regreso a los escenarios.
Se hace llamar Rosy y, aunque no me lo ha dicho ni me interesa una real mierda, sé que proviene de algún infecto rincón de Sudamérica. Viste, huele y se comporta como una puta cualquiera porque eso es precisamente lo que es: una puta cualquiera coherente con su puta naturaleza. Nuestros caminos se han cruzado en una rotonda cerca de Silla. No me avergüenza reconocer que me he decantado por esta por ser la más menuda. Al lado de las dos nigerianas con las que competía en el casting, Rosy parecía un ridículo hobbit. De hecho, me la he imaginado como